Agua, un vaso
lleno sobre la mesa que de tanto en tanto se va acabando, saciando mi sed y quedando
vacío, siendo solo cristal sobre la madera, madera sobre el cristal de las losas
reflejando la bombilla en el techo. Luz tenue, suficiente para mantenerse
despierto unas horas más después de un día productivo, emocional y
personalmente hablando. Cosas que llenan, cosas que de una u otra forma representan más que solo un lapso de tiempo. Desayunos improvisados, paseos largos bajo el sol, paseos por lugares a los que no había entrado hace mucho. Es grato volver allí, a esos lugares que traen recuerdos de otras épocas en las que todo
tenía un tono distinto, un propósito diferente; lugares que conservan las
flores, que conservan los árboles, que conservan los edificios blancos erigidos
sobre el verdor, erigidos sobre la tierra, tan imponentes como gigantes en la
mitad del bosque, rodeados de vida y más vida. Son gigantes, en efecto, y pequeñas personas
entran en ellos a través de sus puertas de cristal o de madera. Entran en busca de respuestas a sus preguntas, entran con
las manos vacías y salen con las cabezas llenas. En términos generales, no
encuentran allí la solución a sus problemas, pero aprenden a escribirla por si mismos a
encontrar la salida de una circunstancia que los detiene, de una situación que
los retrasa. Números, letras, plantas, personas corriendo de un lado a otro
viviendo su momento, el momento de reír después de haber almorzado sobre la
hierba, el momento de jugar antes de volver a entrar a clases nuevamente. Pero no todo sucede adentro, fuera de los
edificios también se enseña, se aprende, se sueña. Voces de todos los tonos
ilustran realidades, ilustran mundos completamente nuevos para algunos individuos que
entre palabra y palabra deciden entran en ellos, un viaje para aprender qué son las
ciencias, qué son las artes, qué son las melodías que de la entrada a aquel
lugar provienen. Allí, una puerta de metal siempre abierta, siempre dando la
bienvenida, guiando al interior de una ciudad enrejada, protegida y maltratada en sus costados; un coloso todavía en pie y dispuesto a levantarse. El recorrido al interior sobre el ladrillo, sobre el cemento, junto a los árboles; entonces de nuevo los edificios como pequeños faros en la maleza. En su blancura, algunas caras de sus estructuras se encuentran marcadas con poesía, con
arte, con representaciones de sentimientos que almas cualquieras grabaron en la
oscuridad de la noche o quizá, en un escenario también probable, a plena luz
del día y ante la mirada de todos, de miradas llenas de expectativa y deseosas
de imitar eso de pintar un poco las paredes y un poco los sueños. El corazón se
encuentra también pintado de blanco, de blanco y de negro, caras conocidas que
mueven masas a través de la tierra, a través del tiempo, los años pasan y
todavía viven en miles, millones de cabezas. Líderes, visionarios, personas con una idea que llegaron a lo más alto de la memoria humana, a lo más alto que podría llegar cualquiera. Custodian los libros, los registros
bibliográficos de quienes ya pasaron por aquellos senderos años atrás, de
quienes vivieron una realidad completamente distinta en el mismo lugar; están
ahora en otros lugares, con el recuerdo de las buenas épocas de las que hablo,
esas de caminar por ahí con una maleta casi vacía, con solo un cuaderno lleno
de esos descubrimientos, de esas respuestas que entre clase y clase llegaban de
la nada. Era casa, era hogar, era la respuesta a muchas preguntas sobre el
porqué de despertar cada mañana motivado; era, y es todavía una parte de lo que
puedo ser.
lunes, 28 de noviembre de 2016
domingo, 27 de noviembre de 2016
Niebla y humo
La niebla se
levantaba sobre los campos en los cuales caminaba a la mitad de la noche, en la
mitad de la nada. No sabía dónde estaba, pero lo que sí sabía era que el frío
en sus pies descalzos, en sus hombros desnudos, la estaba congelando
lentamente. Sus pasos eran lentos, pisadas suaves que empapaban sus dedos con
el rocío sobre la hierba, que empapaban sus piernas eventualmente cuando las
hojas las tocaban. La brisa recorría sus hombros, se deslizaba por el escote en
su espalda hasta su cintura, haciéndola temblar mientras reafirmaba la marcha, mientras
deseaba con todas sus fuerzas un abrigo, una bufanda, un par de guantes;
cualquier cosa que pudiera mitigar el frío que sentía, que la invadía por
completo. Trataba de recordar lo que había pasado horas antes, la razón de su
aparición en aquel lugar sombrío era todavía un misterio para su cabeza. Estaba
en blanco su memoria, estaban vacíos sus recuerdos con excepción de algunas
imágenes, no tan recientes como lo deseaba pero suficientes para entretener su
cabeza y forzarse un poco, sacarse información teniendo ya esbozos de lo que
pudo ser y no fue. No podía deducir nada de ellas, le dolía la cabeza y
simplemente abandonaba la idea. Buscaba su celular en el bolso que llevaba, con
la esperanza de encontrar en sus mensajes un poco de claridad para la situación
en la que estaba. Sin batería, la pantalla de cristal no mostraba señales de
vida y le permitían ver su reflejo, su rostro preocupado y deseoso de dormir,
de descansar. Necesitaba llegar a casa, pero no podía ver más que algunos
metros a su alrededor. Una fina capa gris que distorsionaba cada forma, cada
árbol, cada edificación en la distancia. Creía ver una luz a lo lejos, quizá
una salida del campo en el que se encontraba. Comenzó a correr olvidando que la
mitad de su cuerpo estaba congelado, dando grandes zancadas que rápidamente la
acercaban a su destino. La luz se hacía más blanca, la figura sobre la que esta
estaba tomaba más forma entre la niebla, revelando los tonos marrones de una
pequeña cabaña de madera junto a una valla de colores similares aún difusa,
alejada de la claridad. No dejó de correr, llegó a la pequeña puerta y de un
empujón la abrió, entrando sin pensarlo dos veces, decidida a no congelarse ni
hoy, ni nunca. Todo estaba oscuro, pobremente iluminado por la luz que entraba
por la puerta. Buscó entre sus cosas un encendedor y en cuestión de segundos
una pequeña llama azul iluminaba los muebles en busca de algo que pudiera
servir de vela. Había un candelabro sobre una mesa, en donde 5 velas reposaban
apagadas. Las encendió una por una y pronto el aroma a cera quemada invadía la
habitación, permitiendo ahora ver mejor lo que adentro había. Comenzó a
recorrerla, mientras su cuerpo se acostumbraba a la nueva temperatura. El polvo
en el lugar cubría algunos objetos, pero la atmosfera era limpia, podía
respirar tranquila mientras identificaba cada cosa que veía. Muebles enormes
llenos de libros cubrían las paredes, desde el techo hasta el suelo, en donde
una alfombra de tela cubría casi todo lo que había a su paso. Sus pies
reconocieron el calor de la alfombra, moviendo sus dedos entre ella casi sin
pensar en nada más que en esa sensación. Reanudó la inspección y vio una silla,
la cual llevó hasta la mesa en donde se encontraba el candelabro y se sentó,
decidida a organizar sus ideas, a tratar de recordar nuevamente esperando más
que imágenes confusas. Podía ver algunas cosas, podía recordar algunas horas
previas a ese momento mientras miraba a las llamas levantarse, mientras se
perdía en el humo que salía de su boca. Estaba tranquila, mientras las nubes se
tomaban la habitación y sus dudas desaparecían. Era como si el velo que
cubriera las imágenes de sus recuerdos se hubiese quitado, y podía entonces ver
lo que había sucedido. Bebía, horas antes de llegar a este lugar. Un vaso en su
mano mientras entre sorbo y sorbo conversaba, reía, bailaba cuando la invitaban
y tomaba asiento solo para servirse un poco más. Con cada mililitro de alcohol
que entraba a su cuerpo, un segundo del video mental que la martirizaba se
borraba, simplemente desaparecía de su cabeza. Creía ahogar las penas, pero
estas buceaban en su cabeza hasta horas después, cuando el efecto hubiese acabado.
La música a su alrededor no la aturdía, la llenaba de dicha mientras movía sus
caderas, sus manos, saltaba in parar y tomaba gire para la siguiente canción,
para el siguiente reto que le presentase cualquier melodía. Cuando ya se había
cansado de bailar, salió del lugar con sus amigos y amigas, todos un poco
eufóricos y un poco bebidos, todos un poco felices y un poco miserables.
Proponían continuar, ir a otro lugar y bailar hasta el amanecer. Señales de
afirmación y gritos por todas partes, todos caminando en dirección a la casa de
alguien, una parada técnica en un bosque cercano y luego… Nada. Era ese el
punto de quiebre, quizá la salida de donde se encontraba, una respuesta para
sus preguntas previas. Inhalaba, exhalaba, más humo llenando la habitación, más
humo llenando sus pulmones, como si la niebla hubiera entrado a la cabaña por
la pequeña abertura de la puerta y hubiese entrado a su alma también. Fuera de
ella, fuera del lugar en sí, se escuchaba a la brisa de la madrugada silbar,
congelar todo a su paso. Las velas ardían todavía, no parecían gastarse a través
de los minutos que pasaban. Bailaban con las pequeñas corrientes de aire que de
alguna manera llegaban a ellas y la luz se sacudía también, distorsionando los
colores y volviendo más sombrío el momento. Ella no veía los colores, ella no
sentía nada ya, había olvidado el frío y ahora solo hacía esfuerzos por
recordar, encontrando en esto el calor de otros tiempos, de otros momentos. Su
mente no le daba paz cuando había perdido un fragmento de lo que había vivido,
algo importante que pudiera haber pasado para tenerla donde la tenía. Creía
recordar otra botella, más risas y más copas pasando por sus manos. Una charla
amistosa, más copas, palabras de camaradería entre quienes allí estaban,
compartiendo más que un momento, más que una botella de cristal. Un mal
entendido, una discusión entre dos de ellos y luego gritos, muchos gritos
cargados de rabia y luego de miedo, de arrepentimiento. Estaba asustada, se
alejaba de la escena, corriendo a toda velocidad y se perdiéndose entre los
árboles sin detenerse. Le fallaban las piernas, su corazón acelerado parecía a
punto de estallar. No sentía sus manos, no sentía sus brazos, no sentía sus
pies; la vista se le nublaba, sus ojos parecían cerrarse y entonces se desmayó,
cayendo sobre la hierba y quedándose allí sin saber por cuánto. No recordaba el
haber despertado, pues para cuando volvió en sí ya caminaba, alejada del punto
donde su último recuerdo había tomado lugar. Habría dejado allí sus zapatos,
pero eso no le importaba en ese momento. Recordaba entonces la pelea, la
discusión previa en la cual solo había sido testigo. Un arrebato causado por
algunas copas de más, una botella rota y luego el miedo, la confusión y los
gritos que la habían llevado a escapar. Un cuerpo tendido en el suelo, el
sonido de una ambulancia, ¿respiraba? Ella no había hecho nada, de eso estaba
segura. Apenas conocía a las personas con las que estaba y en cierta forma esto
la tranquilizaba, el saber que lo que sea que hubiera pasado no era directamente
su problema. A pesar de estar en un lugar desconocido, lejos de casa, se
alegraba de estar a salvo, de solo haber despertado con la resaca. Había tenido
suerte, y lo que había visto, lo escribiría en alguna parte o tal vez esperaría
a que hablaran de ello, dejando que las imágenes de la anterior se disuelvan en
su memoria por lo pronto, en su pasado, alejadas del momento presente en el que
la sensación cálida de las velas, de la madrugada, del sol saliendo y
despejando la niebla la motivaban a levantarse de la silla para, descalza,
encontrar el camino a casa y comenzar así una nueva semana. El chirrido de la
puerta abriéndose, la brisa de la mañana entrando por sus pulmones y el sol, en
efecto, apareciendo en la lejanía con sus rayos más fuertes que la capa gris de
la madrugada. Veía ahora todo más claro, y poniéndose su bolso comenzó a
alejarse de la cabaña que por una noche había sido el refugio para sus delirios.
Volvería, quizá otro día, para encender las velas nuevamente.
viernes, 25 de noviembre de 2016
De nuevos destinos
El primer sonido que entró a mis oidos esta mañana fue por fortuna el despertar de un sueño en el que rebobinar la misma escena una y otra ves ya me tenía a tientas de abrir los ojos en cualquier caso. La melodía de la alarma hacía eco en el pasillo vacío mientras a ciegas trataba de detenerla. No podía abrir los ojos, era como si estos se resistieran a hacerlo presos aún del cansancio; abiertos hasta muy tarde pegados a las letras de una pantalla y al trazo de figuras en el papel, no había razón aparente para que sus cortas horas de descanso fueran interrumpidas. Habían razones, de hecho; el contacto del frío suelo con mis pies descalzos se encargó de recordar cada una de ellas, resumiendo todo en una lista que deseaba vivir, que deseaba llenar de palabras que trajeran a la mente recuerdos, de los buenos. Buenos días, de esos con nubes grises y sabores mezclados; de caminatas por senderos desconocidos y silencio en el exterior. El sabor a chocolate, el aroma a caramelo, las coloridas pancartas y letreros que destacaban en la atmósfera melancólica de una vía siempre vacía; un conjunto de contradicciones visuales que pasaron de largo por un simple motivo: se puede ver todo, más no observar todo. Enfocado en algo distinto, en la mano que sujetaba, era como si la barreras hubiesen desaparecido por unas horas, como si toda la vida fuesen nada pero esas horas. Cuando de trata de intentar nuevos caminos, nuevas experiencias, no hay realmente un límite de tiempo, ni ninguna clase de limitante geográfico que impida el alejarse de casa en busca de una aventura, de algo más que una aventura con cierto toque de peligro, de adrenalina y de expectativa. Físicamente hablando, lo que delata a quien busca lo desconocido es ese brillo en la mirada; no solo se trata de curiosidad, sino también del rigor intrínseco deseo de dar un paso adelante e ir por el oro tan anhelado. Encontré oro, encontré mucho sin buscar nada.
jueves, 24 de noviembre de 2016
Plantando ideas
La llegada de un
cambio drástico o la adopción de un nuevo modo de ver las cosas es un evento
que podría tal vez nunca salir de la cabeza, hasta el punto de quedar grabado
en lo más profundo de la memoria como una cicatriz que con cada reflexión, con
cada corta vista al pasado, traerá a la inmediatez imágenes de cuando todo era
diferente. No es una larga retrospectiva, ni una especie de viaje al pasado, es
el simple hecho de mirar atrás, hacia momentos que simplemente no pueden
olvidarse; se trata de una misma vida, pero podría parecer un salto entre dos
distintas si se suman los sucesos. Recuerdos de años previos, cuando se hablaba
de los años venideros como si se tratase de un libro con miles de páginas en
blanco a la espera de ser escritas, como si se tratase de un camino que cada
individuo podía labrar a su manera. Una relativa libertad, o la seguridad de
tenerla para caminar sin miedo y ser consecuentes de cada paso, eran palabras
similares las que guiaban y formaban lo-que-fuera que estuviera trazando en ese
momento; no era el único, caminos distintos eran trazados por las personas a mi
alrededor, todos en diferentes direcciones y bajo distintas condiciones. Algunos
se cruzaban entre ellos, y era cuando ya no podían seguir la ruta el momento en
el que todo se desmoronaba, en momento en el que algunos se estrellaban y no
encontraban como continuar, otros que continuaban sin cambiar el rumbo, para
adelante como se supone que debió ser desde un principio. Tan sencillo, tan
rápido e indoloro, pues la libertad y la inocencia del momento eran lo único
que importaba en momento, ese segundo presente en el que se caminaba con un
helado en la mano o las manos en los bolsillos, con la brisa arrancando las
hojas de los árboles y las calles vacías; todos alrededor dormidos y una sola
persona despierta cruzando las calles en silencio, gritando en su interior que
está despierto. Árboles ahora deshojados por completo, creciendo todavía cada
día y cada noche, se levantan a mi alrededor y me acompañan en cada caminata,
en cada paseo en el parque donde todas las hojas yacen en el suelo, donde las
aves han escapado de las ramas y lo único que queda es la firme madera, la
dureza de los huesos y la aspereza de piel. Se han resistido peores tormentas,
y ante el resonar de los truenos solo puede pensarse en las épocas de primavera,
cuando la lluvia era todavía una agradable compañía, cuando el viento no era todavía compañero de agosto, ni las flores de septiembre o los caramelos de octubre. Ha cambiado, ha cambiado
tanto la imagen de conceptos ya definidos que ante la imposibilidad de un
simple significado, basta con entender que pasarán los días y una nueva situación se presentará, una nueva semilla caerá al costado
del camino; será decisión propia si ha de plantarse, regarse, si ha de alimentarse una idea a través de los días y verla crecer junto a las demás.
miércoles, 23 de noviembre de 2016
Puertas cerradas
Reflejos,
espejos, señales de todos lados y en todas partes con un solo mensaje, con una
sola idea que no desaparece hasta que por fin se entiende, hasta que se acepta
de una vez por todas sin darle cabida a la duda, alejando el pensamiento de
cometer el mismo error una y otra y otra vez. Voces, tantas voces, tantas bocas
articulando las palabras que plasmadas sobre el papel eran solo una promesa
rota; cuando se presentan de nuevo, siendo audibles representaciones de la
conciencia, no pueden ignorarse tan fácilmente, ¿para qué hacerlo en cualquier
caso? Sin predecir el futuro, sin salir de un plano relativamente real, es
fácil hacerse una idea de las implicaciones que tiene el dar un mal paso y
mirar al reloj, aliviado de que aquellas ensoñaciones solo estén allí, en la
imaginación que motivada por el miedo a una pesadilla ya conocida dibuja los
peores escenarios. Innecesario, simplemente ilógico darle vueltas a un asunto
que debió cerrarse desde hace tanto tiempo; es ese pequeño gusto por mirar a
través del ojo de la cerradura y deleitarse con la imagen dentro de la
habitación lo que consume y deforma lo que se ve. Una imagen borrosa no está
dentro de la lista, y qué bueno que solo baste con limpiar el espejo de la
ventana, con barrer un poco la habitación y sacar la basura de la cabeza, del
cuerpo, del alma; solo basta con pequeñas acciones para levantarse de nuevo de
los arbustos y poner las manos en el volante del tren en el que vamos. Suficientes
señales por una noche para entender que no se puede construir un camino a
través de los árboles, y que el entorno no se adapta a nuestro antojo, pero que puede aprovecharse tal y cómo llega.
martes, 22 de noviembre de 2016
Entre tiempos
Podrían ser las
doce, pero mientras el día no haya acabado se puede vivir con la sensación de
que el tiempo se detiene, de que apenas avanza en una realidad donde la melodía,
una sola melodía, rompe el silencio de la noche y abre las puertas a otro
lugar, a ese lugar al que se entra dormido; con los ojos abiertos, el mundo de
las más extrañas fantasías se presenta mientras una, dos canciones más resuenan
en mis oídos, mientras los audífonos pueden por fin sonar a todo volumen
después de horas de guardar silencio. Es curioso que el hábito de tenerlos
siempre puestos, con algunos meses alejado de ellos, desapareció completamente
y eliminó la dependencia a desconectarse del mundo exterior, de las voces que
tienen también historias por contar. Es sin embargo muy agradable escuchar esas
viejas voces conocidas, las que hablaban de aventuras y romances, de peleas, de
caminatas en la noche y tardes en las montañas, de viajes a través del mar y
sobre las nubes, de tantas cosas que más que una lista de reproducción, es una
inmensa antología. Esa misma antología, que en estos momentos simplemente no se
detiene; alejados los dedos del botón que podría bajar el volumen, alejadas las
manos del botón que podría poner un alto a todo, cerrar la conexión que permite
soñar despierto. Y hace falta dormir, hace falta soñar de verdad por un momento,
traer un poco de caos a la cabeza y despertar la mañana siguiente como si nada,
como si se hubiera dormido en paz aun cuando las pesadillas atacaron, aun
cuando los buenos sueños no aparecieron. Hace falta despertar, y qué mejor hora
de hacerlo que a las doce, cuando el miércoles apenas comience y solo en
minutos hable del ayer, del día de hoy que ya en segundos será mañana.
lunes, 21 de noviembre de 2016
El cofre
Escribía, en
efecto lo hacía. De día y de noche su pluma bailaba sobre el papel conectando
letras, palabras, ideas, párrafos enteros que pulía con las horas y después
archivaba en su cuaderno. Un cuaderno, dos cuadernos y cientos de hojas llenas
de palabras, impregnadas del aroma a tinta y del aroma a buenos recuerdos. Una pluma
todavía con tinta, la suficiente para escribir otra página, otra más y pronto otro
cuaderno, una pieza más para su galería secreta. Alejado de todos, un cofre de
madera con un seguro y una llave, una única llave que podría abrirlo; la
seguridad de tener un mundo entero guardado allí, un mundo privado que no le
pertenecía a nadie más sino a él y a su cabeza, la que día a día depositaba una
idea más en aquel espacio de madera y sueños y magia. Los días pasaban, las
páginas se amontonaban en el interior del cofre progresivamente, sin parecer
llenarlo en realidad. Una aparente infinidad por tratarse solo de páginas
sueltas, de letras diminutas y dibujos indescifrables, garabatos por doquier;
pasaría mucho tiempo antes de llenarlo por completo, pero ya era evidente que
así como los días volaban, también lo harían las semanas, los meses y los años.
Cuando el tiempo pasa tan rápido casi nada parece cambiar, pero en un parpadeo se
puede volver al presente, como si se saltase en el tiempo y lo que antes era
una mesa vacía ahora se encuentra llena de papeles y plumas de diversos tamaños,
las paredes antes intactas se encuentran ahora llena de colores; su alma
pintada de blanco y sus trazos de negro, sus tardes de naranja y tinta, sus
noches de estrellas y pinceles, sus madrugadas de café y humo. Despierto, otra
mañana para abrir el cofre y entrar a él, pasear en sus relatos y luego salir
al mundo para traer nuevos personajes en la noche, nuevas historias cuando la
luna remplaza al sol, cuando la oscuridad le trae luz a su imaginación.
Escribía de la llave, de su entrada al mundo secreto y de cómo podría protegerla,
temiendo a que alguien alguna vez la encontrara y robara lo que amaba más que a
nada. Ya no dormía, ya no salía, se alejaba de la realidad que alguna vez había
conocido para pasar las mañanas, las tardes y las noches en su habitación, junto
al cofre que abría a cada instante para deslumbrarse con las fantasías que eran
ahora su única realidad, su único contacto con algo distinto al silencio de su
soledad. En el cofre no estaba solo, y por ello la idea de tener que salir lo
atormentaba al momento de hacerlo. Quería quedarse allí, pero había algo que le
impedía hacerlo, una extraña necesidad de tener los pies en la tierra. Era su
vida, lo que no quería dejar afuera. Al salir, se acercó a su mesa y tomó de
ella todo lo que había. Papeles, cuadernos, plumas, libros por leer e historias
por terminar; lanzó todo dentro del cofre luego y se acercó al espejo. Una
camisa blanca, un pantalón negro, descalzo; miraba su reflejo por última vez
con lágrimas en los ojos y una sonrisa que no había visto antes, su manera de
decir adiós a una imagen marcada por el tiempo, marcada por las noches en vela.
No se reconocía, pero sabía que quien alguna vez abrió el cofre era quien vivía
dentro de él, dentro de esa apariencia que se mostraba decidida, se mostraba
segura de tomar el siguiente paso. Sus pasos sobre las losas de madera las
hacían crujir, caminaba en dirección a la mesa para escribir algo más. El ruido
fuera de la habitación parecía haberse detenido, como si el tiempo se hubiera
detenido en ese instante, en el movimiento de sus manos dejando un mensaje. Nuevamente
el crujido de la madera y luego, luego el silencio fuera de la habitación y
dentro de ella, luego el silbido del viento entrando por la puerta. Una hoja de
papel y una llave reposaban sobre la mesa, y nada más había ya en esa
habitación.
domingo, 20 de noviembre de 2016
Mensaje al viento
Una variación en
la dirección del viento puede cambiar el rumbo de un avión de papel que a toda
velocidad se desplaza entre los edificios de cristal, entre los árboles de una
ciudad todavía sumergida en la lluvia con cortos lapsos de sol, con cortos
lapsos de paseos en la tarde y brisa de noviembre. Los saltos en los charcos, las gotas sobre las
hojas y el tráfico moviéndose lentamente con el sonido de las bocinas perturbando la paz; un panorama cotidiano que llevaba a la conclusión de pensar que todo era normal, de que todo funcionaba como debía. El viento soplaba ligeramente y la gravedad arrastraba el papel al suelo, al
húmedo pavimento donde caería sin más; los segundos pasando lentamente mientras cada parpadeo parecía una eternidad, el despertar de un largo sueño. El frío sacudió aquellas ensoñaciones, peo la brisa
se había detenido de golpe y parecía que el avión también se detenía; aunque se alejaba
de la ventana de donde fue lanzado, parecía haber olvidado el propósito
original de su recorrido, parecía querer desafiar lo que la inmediatez del
momento deparaba. Se elevaba, una corriente nueva bajo sus alas lo alejaba del
suelo probablemente, llevando la blancura perfumada a la negrura de las nubes. Cada vez más alto en el
cielo, cada vez más cerca de las nubes que nunca antes habrían podido
contemplar un avión de papel volando junto a ellas, un avión de papel volando a
través de sus túneles de algodón y agua, de agua que cae en la ciudad en este
momento pero no allí sobre las nubes, no allí sobre aquella nota perdida en el
tiempo. Allí, no pasarán las horas y la vigencia de sus palabras se mantendrá indefinidamente, sin manchas ni arrugas de ningún tipo; la inmortalidad del olvido o que el tiempo mismo corroa los bordes de la página, una decisión sobre la que no se puede influir, una cuestión que se sale de las manos. Si pudiera elegir, la querría abajo, a la vista de todos. Debe bajar, debe volver y caer en algún momento, en algún lugar; un
lugar seco, intacto, una pista de aterrizaje ideal, una cabeza cualquiera. Sería ilógico olvidar lo
que comenzó como un mensaje en un papel, sería ilógico dejar aquellas palabras suspendidas en el cielo. Cada línea grabada allí conforma con las demás un mensaje
borroso, difuso, de esos que se lanzan pensando no en qué dirán sino en qué se dirá
después de hacerlo, en la acción posterior a desahogarse con una pluma y
cualquier superficie que permita a la tinta adherirse de la misma forma que lo
hace sobre la piel. Puede no tener un destino fijo, pero la belleza de cada día
es ver cómo sin tocar el suelo toma un nuevo rumbo, como la idea no se detiene
ni con el viento, ni con la lluvia, ni con cualquier cosa que la realidad
tangible puede contener; nada detiene un avión de papel lanzado al vacío.
sábado, 19 de noviembre de 2016
Intermitencias
Los recientes
lapsos de inactividad, aquellos en los que simplemente dejo de escribir, no
tienen una razón específica a la cual pueda atribuirle su origen. Una larga
semana, tres palabras es lo único que podría necesitar para describir la
sumatoria de todo lo sucedido, reservar cualquier clase de información para las
notas personales que se guardan en mi cabeza y enterrar el asunto por completo;
sería muy sencillo hacerlo y recaer en el viejo juego que la memoria todavía tiene presente, pero prefiero esbozar un poco de honestidad y
hablar un poco al respecto para variar, hablar no de la causa del problema al que no puedo referirme claramente sino de las posibles
soluciones que pueden entrar a la mesa esta mañana o cualquier otra en realidad.
Ante una situación adversa, la creación de posibles alternativas o medidas de
choque como podría llamarlas es inminente; la respuesta a un estímulo es algo
que no puede detenerse, así como la creación de una conducta tan firme como el
acero y tan maleable como el mismo cuando está caliente. La realidad es también maleable, pero no en los niveles que se querría, no en un nivel tan conveniente como el que necesito en este momento. Una solución a las
largas noches bajo la lluvia, por ejemplo, puede nacer con el simple acto de mirar hacia arriba, con el simple acto de detallar un poco lo que sucede. El cielo esta mañana luce como lucía cuando comenzó la semana, con
oscuras aglomeraciones en puntos específicos que amenazan con desatar lluvia,
rayos y truenos sobre la ciudad. Descartando la posibilidad de rodar por un
tiempo, descartando las largas noches en vías casi intransitables, la
idea de volver al transporte público parece una alternativa relativamente
conveniente. No es la mejor claro, pero una solución provisional no tiene que
tener tantos detalles; es precisamente un esbozo temporal de un mejor modo de
hacer las cosas, un esbozo que será remplazado apropiadamente. No hay fechas,
no hay información de ningún tipo que permita adivinar el fin de estas medidas,
las nubes parecen seguir flotando mientras los ríos y canales se elevan cada
mañana, cada tarde, cada noche. Ayer, por ejemplo, esta escena fue precisamente
otro punto a favor para tomar la decisión de volver al autobús mientras todo
acaba, para olvidar las mañanas soleadas descendiendo a toda velocidad por la
montaña y retomar las tardes de agua en el cristal, letras y más letras sobre
el papel frente a mis ojos, frente al libro que mis manos sostienen heladas. Es
curioso como la solución parecen los recuerdos, pero más que de recuerdos se
trata de la creación de nuevos con un viejo pasatiempo, el de volar sin moverse
de lugar.
miércoles, 16 de noviembre de 2016
En el mar
Cuando el viento
sopla con fuerza sobre las velas del barco, el aire salado del mar impregna todo
lo que hay en la cubierta y pronto el aroma de la madera seca se vuelve un
recuerdo, un vago recuerdo como el de haber tenido alguna vez los pies en
tierra firme, en suelo seco. El pavimento, las calles llenas de polvo sobre las
cuales pasos firmes movían un cuerpo frío y apagado, mecánicamente y casi por
obligación, han quedado en el pasado. Ya no hay pavimento, ya no hay cemento ni
metal ni cristal; ya no hay obligaciones, y la voluntad y el libre albedrío pintan
la realidad con la simple idea de que no se vive bajo lo que se tiene que
hacer, sino lo que se desea hacer. Es el agua cristalina lo único bajo mis
pies, es la pureza de las profundidades lo único que llena mi vista. Peces de
colores nadando alrededor del barco y chapoteando en el agua hacen de la escena
más alegre, más radiante; casi parecen querer seguir el rumbo de quien no tiene
uno fijo, casi parecen decididos a nadar toda su vida. Cuando todas las
condiciones parecen propicias para un buen viaje, no se piensa en volver a la
orilla, no se piensa en poner los pies sobre el suelo cuando ya se ha estado en
él por días, por meses, por años. No se puede estar en un muelle toda la vida,
no se puede simplemente abandonar la aventura que alguna vez se tomó con una
sonrisa en los labios y un destello de miedo en los ojos; el temor a lo
desconocido no es siempre un detractor, puede ser a veces el mero impulso que
nos empuja al vacío sin saber lo que allí espera, lo que allí reposa. Ahora,
embarcado de nuevo, la madera se sacude con las pequeñas olas que golpean el
casco, la estructura entera se tambalea y avanza y avanza sin detenerse, sin
perder siquiera velocidad mientras las velas continúan agitándose, continúan moviéndose
a través del mar, a través del tiempo mismo y guiando una embarcación en zonas
desconocidas, en lugares extraordinarios donde los arrecifes se levantan en la
distancia, donde los peces de colores nadan en los alrededores y las nubes en
el cielo son apenas pequeñas acumulaciones blancas que como retazos de algodón
no traen a la mente los recuerdos de la lluvia, las largas noches de tormentas;
la ilusión de estar flotando sobre ellas, sobre las blancas nubes de algodón en
el horizonte, es el único pensamiento que en el vaivén del barco parece real,
parece el viento mismo moviendo las velas. Nada mueve el barco más que el deseo
mismo de avanzar hacia un muelle distinto, hacia un mejor destino para poner
los pies nuevamente. Por lo pronto, la madera seca parece una buena superficie
para quedarse, para contemplar la inmensidad del mar con los ojos abiertos y
las manos sobre la baranda, tentado a saltar al agua y nadar con los peces
antes de despertar en cama, antes de salir de casa con la satisfacción de soñar
con la libertad de viajar por el mundo, con la libertad de soñar despierto.
lunes, 14 de noviembre de 2016
Una mañana
Una mañana, dos
ojos apenas abriéndose, luchando todavía por mantenerse cerrados, por rechazar
la luz del día que se filtraba por las cortinas. Los colores de la habitación
recuperaban sus tonos claros y las figuras que horas antes eran sombras en la
oscuridad, eran ahora imágenes cotidianas que se ven despierto a cada momento,
un escenario en el que todo es conocido. Todo listo para salir, solo faltaba
bajar las escaleras y para abrir la puerta. El plan era en realidad muy simple:
caminar, caminar sin un destino fijo con la música resonando en la cabeza, con
la mirada fija en el frente, en donde las montañas se levantaban y las nubes
apenas parecían formarse dentro del azul del cielo. Los seguros ceden y el
aroma de la mañana entra por mi nariz al dar los primeros pasos afuera. Una botella de agua para el calor, para el
vapor invisible que el rocío evaporándose generaba con sol; después de una
noche fría no se esperaba más que eso, que razones para estar afuera sin pensar
en que el tiempo avanza, sin pensar en que se tiene que volver. Pasan las
horas, pasa cada minuto entre calles vacías llenas de árboles, de flores, de automóviles
detenidos frente a las casas en donde todos dormían, en donde todos descansaban
en un día como este. Era necesario regresar ya, no todo podía ser un paseo
matutino a través del silencio de la ciudad. La misma ruta de vuelta parece
ahora más colorida, y cada parada técnica es una excusa para observar la
escena, una excusa para tomar una fotografía cualquier cosa con el mero deseo
de conservar la imagen tangible de un momento intangible, algo que la memoria
no se llevará, que evocará el recuerdo de un momento agradable. El camino
acaba, las manos en el bolsillo en busca de las llaves frente a la puerta. Los
seguros moviéndose, el chirrido metálico de la puerta al abrirse es lo único
que se escucha en todo el lugar. Todos siguen dormidos, o al menos eso parece a
primera vista, no hay nadie abajo. Un vaso de agua de la cocina y luego las
escaleras, escalón por escalón con sumo cuidado, tratando de evitar el crujido
de la madera, un crujido ya conocido e innegablemente molesto, suficiente para
despertar a cualquiera fácilmente. Las siguientes escaleras no generan este
mismo inconveniente, y en silencio cada paso llevaba de vuelta a la habitación
en donde las cortinas todavía cerradas permitían adivinar las imágenes al otro
lado de la ventana. No era necesario abrirlas todavía, no era necesario salir
al mundo todavía si se acababa de volver de él. Con ver el mundo en la mañana,
se tiene suficiente para gozar de una realidad en la que todo está en calma, se
tiene suficiente para querer caminar al día siguiente.
domingo, 13 de noviembre de 2016
Reiniciar el contador
Si bien no se
puede estar a la expectativa a cada momento, hay algo de agradable en esperar
lo desconocido, hay algo de gracia en esos segundos previos a la llegada de los
retos aparentemente complejos y las oportunidades para mejorar no solo
en una actividad, sino en general como individuo, como persona y como lo que sea que se desee. Sucede en cualquier momento, pues las ensoñaciones no dan espera a nada en realidad. Una noche de lluvia, entonces
una mañana también lluviosa y luego luz, tanta luz en la habitación al final
del oscuro pasillo. Había llegado a tiempo, habiendo tenido que correr para
ello entre una fina capa de lluvia y las gotas que los enormes árboles a mi alrededor dejaban caer bajo ellos, tratando de llegar al edificio sin caer en el proceso. Saltos, saltos entre los charcos y frenadas en seco por las calles empapadas, automóviles a toda carrera frente a mis ojos y por fin la inmensa puerta de cristal. Entonces las escaleras, la puerta de madera y dentro de esa habitación la risa, las charlas sobre el fin de un proceso corto y sin embargo completo, sueños y expectativas para lo venidero; una oportunidad en la mesa y una firma en un
papel podrían hacer la diferencia entre lo que ya había en las manos y una estrella más alta por alcanzar. La euforia de sentir que todo puede mejorar con un poco de paciencia,
con solo mirar a otro lado, solo dejando de evocar un tiempo diferente al
presente, se sobrepone a lo que hay alrededor. No es ignorar la realidad, es de
hecho una manera de construir una nueva, una libre de los errores o las culpas
que pudieron haberse construido con anterioridad, una especie de perdón para
los actos propios y el compromiso metafórico para evitar el mismo agujero, el
mismo abismo al que se ha caído con anterioridad. Es curioso cuantas
oportunidades he podido hacer esto, eso de comenzar de nuevo al tener una mejor
perspectiva de las cosas, subiendo y bajando, cometiendo errores y aprendiendo
de ellos, creando una imagen del mundo tan propia como los recuerdos que esta tiene
marcados en ella, recuerdos que evocan imágenes felices, imágenes que valen la
pena recordar. Son reales,
todas son reales y sin embargo se ven tan lejanas, como partes de una historia
leída y no la conocida por ser propia. Pero es entonces cuando vuelve a la
memoria la pluma con la que fueron escritas, los autores de una historia y la disociación
entre ellos, entre quién escribe qué y lo que quiero escribir ahora. Quiero
escribir un mejor presente, y palabras como estas pueden ser el comienzo para
una meta como esta. Con un pie en el ahora y uno en el mañana, con el
dedo sobre el botón para reiniciar el contador, solo queda enviar una última
mirada al cielo antes de cerrar los ojos y esperar que el amanecer traiga un
poco de sol, como los días anteriores lo han prometido.
viernes, 11 de noviembre de 2016
Hechas de agua
Quisiera escribir
una página llena de agua, de frío y de todas las sensaciones que en una noche
cualquiera pueden llegar porque sí, ¿por qué no? La lluvia, esa misma que
todavía se escucha afuera, ha sido desde hace mucho tiempo un concepto ambiguo
en lo que digo, en lo que pienso. Puedo disfrutar de la lluvia estando en casa,
abrigado y con una bebida caliente observando los árboles danzar con la brisa.
Puedo disfrutar de la lluvia en una caminata, con una buena compañía y el deseo
de quedarse allí sin mirar la hora, sin mirar la fecha, sin mirar la noche o el
día, solo lo que frente a mis ojos se llena de gotas, de gotas cálidas y
perfumadas. Puedo disfrutar de la lluvia en bastantes situaciones, como puedo
simplemente odiarla; odiar como vuelve de las calles un caos, odiar como lo que
sea que lleve en ese momento pueda simplemente dañarse, perecer sin manera de
evitarlo. Una retrospectiva, solo unas horas antes, cuando la decisión estaba
en mis manos: Rodar o quedarse otra hora bajo ese techo de madera sentado en el
andén esperando a que todo acabe, a que salga la luna dentro de todas las
nubes. La decisión estaba tomada, pero los segundos antes de tomarla fueron los
más largos, segundos en los cuales el frío congelaba mis dedos, mis manos, mis
brazos y simplemente me sumía en un estupor, en un letargo silencioso en el
cual solo cerraba mis ojos y los abría nuevamente, violentamente, como tratando
de mantenerme despierto y sin embargo ya tan apagado, ya tan dormido. Más horas
antes, antes de que todo comenzara, reía hablando de los viajes futuros, de las
metas, de las restricciones y de la facilidad con la que un factor externo
puede arrebatarle el libre albedrío a cualquier individuo. Despedía a un
rostro, un rostro cualquiera de una noche cualquiera que quizá con el pasar de
las horas olvidaría, pero no la idea de quién era, la idea de lo que se había
hablado. Fue entonces cuando vino la lluvia, cuando finas gotas se volvieron
pesadas y comenzaron a llenar el pavimento, a teñirlo con un color más oscuro
mientras en las bombillas se distinguía como aumentaba la cantidad, como
empezaba la tormenta. Rayos, truenos casi inaudibles que me mantenían
intranquilo y alerta, la idea de quedarse un poco más en el mismo techo y luego
avanzar un poco, llegar al otro lado de la calle y esperar a que todo mejore.
Autos, muchos autos estancados en un puente, mi bicicleta pasando a través de
ellos hasta la seguridad de un techo de madera en una calle fría y luego las
horas, las horas sentado en la calle esperando, sin saber si se detendría
pronto. Una hora, dos en la misma posición con los pies congelados y sin
embargo todavía cálido en las manos, resguardadas en los bolsillos y la cabeza
en la capota sin mirar alrededor, ya cansado y agotado. Para cuando la lluvia
se detiene, estaba ya completamente despierto, ya un poco más mentalizado para
volver a casa. No había estado rodando a esa hora desde hace mucho tiempo,
desde hace muchos años para ser exacto. En otra situación, en otro contexto,
uno más seco, estaría encantado de pasear en la madrugada sin límites, sin
reglas de ningún tipo. Es este, solo recuerdo imágenes confusas de lo que fue
un delirio momentáneo escalando montañas sin dejar de pedalear; bajar de ellas
a toda velocidad con el agua en mi cara y en mis lentes, empañando mi vista y
sin embargo sin poner el freno, seguro de que todo se detendría en algún momento,
de que yo mismo me detendría en algún momento y me bajaría de la bicicleta
completamente empapado, mojado y sin embargo feliz de estar en casa. La lluvia
no se ha detenido desde esta madrugada y, por como lucen las nubes, las páginas que vienen parecen estar hechas de agua.
miércoles, 9 de noviembre de 2016
Despertar
No se despierta
siendo el mismo todos los días, cada experiencia adquirida a través de las
horas modifica nuestra conducta de una u otra forma, volviéndonos seres en constante
cambio y constante evolución. Quien despertó hoy en esta habitación no veía más
que el tono ocre de las cortinas, encendidas en un amarillo más vivo que
permitía ver fuera de ellas, hacia donde los rayos del sol llamaban para abrir
la ventana. El silencio reinaba no solo en la habitación, sino en todo el piso,
en toda la casa; cada paso dado sobre las frías losas interrumpía la calma del
momento, la calma de la mañana, una mañana en la que todos dormían y ya había
despertado, ya miraba por la ventana hacia el cielo en donde el azul profundo
presagiaba un buen día, junto con las blancas nubes que separadas flotaban por
ahí, decorando la escena con sus delicadas formas y tamaños. No hay nada más
que ese momento, que el marco de la ventana y el cristal y el cielo y las nubes,
la mirada fija en el vacío y la mente tratando de volver en sí, haciendo un
esfuerzo por recordar que el tiempo avanza y que pronto hay que salir, gritando
desde lo más profundo del subconsciente que cada minuto que pasa vale más que
el anterior. Pero como salir, como salir del momento presente, de la belleza de
un momento que no se ve todos los días, un evento para el que no siempre estoy
despierto o atento para mirar al cielo; el ver el cielo azul, el olvidar la
lluvia que últimamente parece tomarse la ciudad, es un espectáculo del que no
podría cansarme. La realidad vuelve a tomar forma con el contacto de la brisa,
con el sonido de una puerta que se abre no lejos de aquí. La habitación parece
más clara que en otros días, más brillante que en otros tiempos. ¿Algo ha
cambiado? Los ojos que la habían mirado, los pies que habían caminado sobre
ella y todos los sentidos que la habían recorrido de arriba abajo eran los
mismos, los mismos de antes y del mismo individuo, pero ese individuo, la
esencia de su existencia, parece haber abandonado el lugar en cuanto despuntó la
mañana. Un cascarón completo, cuyo interior se vacía cada noche y se rellena
cada mañana de los recuerdos de un día pasado, pasando filtro de una conciencia
construida por los años, formada por las experiencias vividas. Y hoy se llenó
de esto, de una observación sobre como el constante cambio pinta de diferentes colores lo que somos, escribe nuevas observaciones sobre lo que seremos en un libro con un nombre propio, con tantas páginas en él como días vividos, días por vivir. No se despierta siendo el mismo todos los días, y quien despertó hoy no despertará mañana.
lunes, 7 de noviembre de 2016
Sobre las nubes
Prefiero las palabras, los trazos en el papel que en conjunto transmiten un mensaje directo, una idea clara. Llenar mi pared de ellas como en un viejo dibujo es un sueño posible, un sueño que con el tiempo toma forma, que día a día pinta mi habitación un poco más de blanco, un poco más de negro por la tinta sobre el papel, por el mensaje que no irá a ninguna parte, que se quedará allí para recibir conmigo cada mañana, para cerrar conmigo cada noche. Notas personales, notas que escribo mientras camino bajo las nubes con finas gotas de lluvia empapando mi rostro, enfriando el aire a mi alrededor e impregnando con un aroma particular el lugar donde me encuentro. Pasos, pasos para llegar a un lugar seco mientras el sonido de la lluvia parece aumentar, así como el volumen de las gotas que como pequeños proyectiles mojan el asfalto, mojan los semáforos, mojan las señales y las luces y los autos. Cuando por fin me pongo a cubierto del agua sale el sol, de inmediato, como si la lluvia se hubiera agotado de un momento a otro. El asfalto sigue mojado, algunas gotas caen de las copas de los árboles, presas de la gravedad. Lejos, sobre las montañas, un arcoíris apenas perceptible toma forma, la luz atravesando diminutas gotas y brindaba a una mañana de lunes un espectáculo tan perfecto como un buen atardecer o los primeros rayos del día. Sin mirar la hora, sin recordar nada que no sea el camino a casa, así sigo el arcoíris para llegar a las nubes nuevamente, a la última frontera que cualquiera pudiese ponerse por prevención, por miedo, por astucia, por alguna excusa que implicara un alto al juego de subir y subir tentando a la suerte, tentando a los dedos que pueden resbalar y dejar caer no solo un sueño, sino una vida. Hay que llegar a lo más alto para poder dormir sobre las nubes, hay que llegar a lo más alto para no sentir la lluvia, para no sentir el tiempo correr. El tiempo avanza distinto mientras dormimos, puede ser o bien una eternidad o bien cuestión de segundos que lamentamos al abrir los ojos. En las nubes, desconectado, el tiempo no avanza, el tiempo no se mueve y solamente el murmullo de la lluvia bajo nuestros pies hace saber que seguimos allí, que no somos una imagen congelada como todo a nuestro alrededor, como la realidad en ese lugar. Sueños, historias creadas por nuestra imaginación que contamos como pequeñas anécdotas o bien grandes historias. No tengo pequeñas anécdotas para los sueños, y muy pocos de ellos podrían volverse realmente grandes historias. Es mejor soñar con los ojos abiertos, es mejor dormir sobre las nubes. Tinta para recordar una mañana, papel para grabar un mensaje a través de los días.
domingo, 6 de noviembre de 2016
Antes del ahora
Se vale soñar, se vale pedir deseos a las 11 para cerrar los ojos a las 12 y desconectarse de todos, de todo. Un deseo por cada estrella en el cielo que puedo ver desde mi ventana, el recuerdo de una metáfora tan vieja que parece de otra vida, de una era distinta a la presente. Es curioso como la existencia misma puede partirse en dos, en un antes de y después de, dejando en evidencia un suceso que altera el orden de las cosas. La necesidad de caminar distinto para llegar a un lugar diferente, sin ver el reloj pues sus manecillas giran al revés mientras todo se desmorona y nuevas estructuras mentales se construyen a su vez; un evento peculiar que puede darle un nuevo significado a algo ya nombrado. Antes del ahora, estaba ese recuerdo, estaba esa metáfora sobre los deseos y la bóveda de estrellas que tanto mencionaba con anterioridad en mi discurso, en mi prosa, en general para ser exacto. Después del ahora, apenas aparecen en una oración, en una nota mental. Las líneas que conectan con el pasado se distorsionan, se alteran y entran sólo de vez en cuando. Así, con una mente bloqueada en un camino desconocido, es peligroso andar con los ojos cerrados. Me encuentro despierto todavía, sumido en el presente con ligeras imágenes de un ayer, de un antier, de un hace unos días o una semanas. Meses, años, de las mismas acciones resumidas en una única cuenta de cobro; una deuda saldada y el boleto de la libertad, de comenzar de nuevo. Estoy en el tiempo correcto, soñando despierto con un deseo a las 11, el de poder recordar lo suficiente como para no volar sin una atadura a la historia pasada, para no cometer los mismos errores.
Corazones podridos
Por lo general,
el corazón como concepto suele ser la representación del ser mismo, de todo lo
que es y todo lo que lo conforma. El corazón de una persona, el corazón de una
ciudad; el corazón, el centro, la esencia de la personalidad y el carácter o el
simple patrón de comportamiento presente en cada rincón, en cada lugar. No hay
bien, no hay mal; ni es blanco ni es negro, se trata de algo más que estados
parciales, se trata de la infinidad de posibilidades pues cada corazón es
diferente, cada corazón que latía en ese lugar tenía una meta distinta, pero
aquellos podridos simplemente arrastraban cuerpos agotados, cansados,
presuntamente vivos y muertos, tan muertos por dentro como su sonrisa, como el
brillo en sus ojos o la claridad en su mente. Todo es turbio, todo es humo y
más humo mientras el sol de la mañana calienta los charcos en las avenidas y
evapora el agua de una lluvia pasada. Caminan, con pasos lentos y una mirada
asustada, alerta y a la espera de algo, de cualquier cosa. La temperatura
aumenta y las figuras en la distancia se distorsionan con las ondas de calor
pareciendo simples espejismos, delirios de una mente cansada. Son reales, las
montañas a lo lejos son reales y también lo son las bolsas en el suelo, los
papeles rasgados sobre la acera y la hilera de desperdicios que de arriba abajo,
de izquierda a derecha, pinta la avenida con un oscuro color, la impregna de
una extraña pestilencia y la atmósfera se vuelve gris, tan gris como el humo
que sale de sus bocas secas, de sus narices rojas. La realidad no suele ser
siempre tan clara, la verdad no está en cada lugar como se cree; es extraño
cuando esta se presenta sin esperarla. El corazón podrido que nos representa,
las calles contaminadas que como venas transportan sangre sobre el pavimento,
sangre desesperada y asustada que llega a donde no llegue el orden, a donde no
llegan las reglas. Pero esto sucede en silencio, las paredes pueden acallar
cualquier ruido con el suficiente grosor. Todo se queda en el recuerdo, en lo
que pasa por mi cabeza antes de bajar la montaña ya más disperso, ya más
ensimismado y recuperando hasta ahora la calma, el hábito de no estar alerta a
cada segundo para vivir así cada minuto. Horas, días, meses y años dando pasos
por las calles, corazones podridos que llegaran tarde o temprano a su destino.
viernes, 4 de noviembre de 2016
Razones y colores
Para cuando me pregunten de un día como hoy, hablaré de las nubes y de cómo vuelan sobre mi cabeza, pues lo único que puedo ver al levantar la vista son nubes de colores, nubes coloridas que en la oscuridad de la tarde parecen pintar no sólo el cielo, sino la vida de aquellos que viven a blanco y negro, a sol y lluvia, a dos estados simples como lo es el ser tan feliz o tan miserable, pero nunca un punto medio, nunca completamente satisfechos y siempre en busca de algo nuevo, de una nueva esperanza para levantarse cada mañana. Es quizá la luz de la ciudad, es quizá alguna clase de fenómeno causado por el agua y la luz del atardecer; es solamente una idea que en la inmediatez genera no sólo agrado, sino también alegría; y como no sonreír, si es que el cielo mismo es ahora una obra de arte. Lo fue desde esta mañana, cuando los primeros rayos apenas se asomaban y yo veía por mi ventana la luz tomarse la calle, las flores recibir los rayos con alegría, una recarga, un poco de vida. Ya son poco más de las seis, y la función no ha acabado, la belleza no se ha extinto., parece que apenas comienza. Llevo despierto tantas horas que aquellas nubes han pasado por una metamorfosis ante mis ojos, las he visto convertirse en lo que son ahora, inmensas figuras de algodón teñido que en la mañana eran sólo el presagio incoloro de una tarde lluviosa. En ese entonces seguía medio dormido, y ahora que estoy despierto, quiero quedarme en esta realidad, en una realidad cargada del aroma de los árboles, del ruido del tráfico bajo mis pies y de las nubes en el cielo avanzando, moviéndose y formando entre ellas tantas formas, tantas representaciones de lo que quiere el alma. Hay razones para seguir despierto, hay razones para no desear que el día avance en cuestión de minutos; hay razones para disfrutar cada segundo que pasa en esta cómoda silla de madera, con la vista fija en la montaña que me separa de casa, en las calles que pronto recorreré después de un día ocupado en el que más que obligado me siento a gusto, a gusto de hacer lo que tengo que hacer, lo que quiero hacer. Hay razones para quedarme un rato más pensando en tonterías, con un buen café y una buena compañía, el sonido de voces amistosas y el aroma embriagante de las flores que me rodean. Un café, tal vez dos y una mano cálida, una sonrisa agradable y más café, más nubes para soñar con los ojos abiertos, a adivinar qué es real sobre nosotros.
miércoles, 2 de noviembre de 2016
Entre paradas
El deseo de
avanzar y llegar más lejos con cada pequeña parada es algo que no puedo olvidar
fácilmente, sencillamente porque ya me he detenido lo suficiente en el camino. Ya basta de detenerse con cada luz roja, o acelerar con cada luz verde; una metáfora para dejar de huir ante el inexistente peligro y lanzarme de cara contra el problema real, sin saber diferenciarlos. Es una confusión natural, una confusión que el caminar olvidando las reglas y aceptando las consecuencias generó. Desde ese entonces, el camino siguió la ruta de un modelo bastante difuso, de ideas borrosas, de conceptos descabellados respecto a lo lo que es el bien
y el mal, la mentira y la verdad, el odio y el amor, el perdón y el rencor.
Opuestos, opuestos en una misma cabeza que entre estrago y estrago debilitaban
un poco más la conciencia, un poco más la razón; esclavo de una mentira y preso
de algo real, verdadero. Con todas esas paradas, esos pequeños desastres, es
relativamente fácil entender qué piedras siguen en el zapato, qué bolsas de
arena siguen siendo un lastre para tomar vuelo y alejarse de la toxicidad de
una realidad creada a gusto; es relativamente sencillo cortar las cuerdas que
nos atan a aquello que no necesitamos, aprender a caminar sin tanto peso, sin
más equipaje que el segundo presente. Con ello, por supuesto, no hablo de vivir
al día; es necesario tener una meta clara también, una parada final desde donde
todo será un nuevo comienzo. Saber el final del camino, saber cómo llegar y
cuando llegar, son las únicas cosas que se necesitan del futuro, así como se
necesitan las lecciones del pasado, los consejos de voces ya ausentes o quizá
todavía presentes en un rincón de nuestra memoria. Del pasado, me quedo con los
buenos recuerdos, del futuro, me quedo con el destino soñado. Del presente, con
el segundo en el que escribo estas palabras antes de despertar realmente, de
olvidarme de casa y pensar en porqué salgo de ella cada mañana, qué me mueve a
seguir caminando con la vista fija en las montañas. Rodar, caminar, volar, de
cualquier manera mientras sea hacia ellas, hacia la paz de los árboles y el
sonido de las aves revoloteando entre las ramas. Soñar con el aroma del bosque,
con el aroma del atardecer en ese lugar; soñar con que me detendré allí algún
día, y será la parada final antes de comenzar nuevamente.
martes, 1 de noviembre de 2016
Una noche cualquiera
Tantas mascaras
en una noche cualquiera, tantos disfraces de tantos colores y tamaños que por
un segundo la realidad parecía haberse alterado, el inicio de una semana cualquiera
con creaturas no tan comunes, un mundo mágico a la vuelta de la esquina. Con
una caminata nocturna, una con la mejor compañía posible, pude ver todas estas
cosas sin dejar de sorprenderme, sin dejar de encontrar la belleza que veía esa
misma noche cada año, las luces y los dulces y las risas inundando las calles
con toda su alegría y todo su esplendor. Mi noche favorita del año, una para
salir a perderse entre la multitud con una máscara, oculto y a la vez tan
visible, un espíritu del subsuelo naciendo de las cenizas, surgiendo de la
oscuridad de un edificio perdido en el tiempo para tomarse el mundo en unas
horas. Eso, antes claro, en otros tiempos era mejor, era normal. Con los años
simplemente aprendí a apreciar el espectáculo, un espectador que con cada paso
recuerda cada minuto, cada segundo en la escena; no dejó de ser mi noche
favorita, simplemente cambié de papeles en ella. Hoy, al despertar, las caras
nuevas vistas en la víspera aparecían ante mis ojos nuevamente como fotografías,
completamente mentales, de lo que fue otro paseo bajo las estrellas. Las voces
de las mujeres y los hombres que caminaban a nuestro alrededor le daba cierto
ambiente al lugar, cierta sensación de no estar solos y sin embargo
completamente aislados del resto, de la realidad y cualquier clase de
interacción; todos en su mundo, todos en su cuento. Las luces en las paredes
resplandecían con fuerza mientras lentamente el lugar se quedaba vacío, todos
volvían a casa en una noche de lunes exhaustos y quizá deseosos de no tener que
despertar temprano al día siguiente. Yo no tenía que hacerlo, y me quedé en
cama por varias horas analizando que podría decir de mi noche favorita, de la
única noche en la que me siento completamente vivo. No tenía palabras hace un
año, ni dos, ni tres. No fingiré que las tengo hoy. La burbuja sigue sin
reventar y sin embargo se ha expandido un poco, puede ver otros horizontes que
no son suficiente, que no son algo pare presumir pero si para tener en cuenta,
como un recordatorio de dónde estamos y para dónde vamos.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)