sábado, 23 de diciembre de 2017

Un viaje al pasado

“El tiempo pasaba, la mañana avanzaba, el nudo en la garganta de Christine lentamente se soltaba y pronto ya no había nada que contuviera su voz, sus deseos de continuar con lo que estaba haciendo pese a las circunstancias. No podía quedarse reviviendo las mismas escenas en su cabeza, tenía que reunir los documentos antes del viernes y entre más rápido lo hiciera, más rápido podría entregarlos, tachar ese pendiente de la lista. Una preocupación menos no estaría mal, tener la mente despejada la ayudaría, hacer las cosas paso por paso, parte por parte. Necesitaba un respiro, un momento a solas, un momento lejos de Dimitri. Si bien disfrutaba de su compañía, ahora estaba convencida de que tenerlo cerca era poco conveniente, un riesgo inminente que ella quería evitar. Ya no era tan seguro, ya no parecía su protector. ¿Había dejado de serlo en cuestión de minutos? A pesar de todo lo que estaba sucediendo, Dimitri quería mantenerla alejada del fuego, del peligro. No había dejado de ser su protector, eso lo sabía bien. Christine sacó el papel que le había entregado Grace de su pequeño bolso de tela y comenzó a revisarlo detenidamente. Después, frunció el ceño mientras Dimitri la miraba confundido.

—¿Todo en orden?
—Tengo todo, menos una cosa. —Christine resopló, resignada—. Necesito una copia de mi último boletín de calificaciones.
—Entiendo. ¿Dónde podemos conseguirla?
—Tendríamos que ir a mi vieja escuela.
—¿Es muy lejos? —Dimitri se quedó callado unos instantes, pensativo—. Nunca te pregunté de dónde vienes, ahora que lo pienso. ¿Por qué no lo hice?
—No era un tema agradable de tocar, supongo.
—¿Y lo es ahora?
—Ahora me da igual.
—Si tú lo dices. —Dimitri acarició el cabello de Christine, tratando de disminuir la tensión que había entre ellos—. ¿A dónde vamos pequeña?
—Naperville.
—No me suena ese nombre.
—Yo te guío. —Christine se puso de pie, sacó el celular de su bolsillo y comenzó a planear la ruta, luego comenzó a tirar de la manga de Dimitri—. 
—Bueno, si está en el mapa llegaremos. —Dimitri se puso de pie también—. Vamos a la camioneta.

Ambos abandonaron el jardín trasero y corrieron a la Range Rover que estaba estacionada frente a la casa. Entraron, se pusieron el cinturón y Christine le entregó el celular a Dimitri con las indicaciones necesarias para llegar a su vieja escuela. El tiempo estimado de llegada era una hora, podrían tardar menos si el tráfico estaba de su lado. Dimitri encendió el motor y, convencido de que se había quitado un peso de encima, pisó el acelerador, se alejaron a toda velocidad por aquella calle desierta. Con la radio a todo volumen, era posible evitar una conversación, pero Christine no dejaba de mirar a Dimitri.

—¿Otro interrogatorio?
—¿Por quién me tomas? ¿La policía?
—Qué graciosa.
—Solo bromeo. No pasa nada, solo estoy pensando.
—¿En qué piensas?
—No quiero ir allí.
—Veamos… —Dimitri trató de apelar a la razón de la chica—. ¿Hay otra manera de conseguir ese documento?
—Podría enviar un correo electrónico, que me envíen una copia.
—Podría tardar más, lo sabes.
—Tienes razón. —Christine suspiró resignada mientras miraba el papel que llevaba en sus manos—. Sin excusas, ya estamos en camino. No tiene sentido dar marcha atrás en este momento.
—Que bueno que entiendes mi posición —agregó Dimitri riendo—, enfrentamos el mismo dilema.
—Hablo de ir a Naperville, no de tu loca idea de construir un laboratorio de MDMA.
—Construir suena tan complicado Christine.
—¿Qué no lo es?
—Realmente no. —Dimitri se encogió de hombros—. Es bastante sencillo.
—Eres un cínico.
—Estoy siendo honesto. Los instrumentos necesarios caben en una habitación pequeña. Para antes de tener todo lo necesario, ya habré encontrado la forma de deshacerme de los desechos sólidos que la producción genera y...
—Lo tienes todo tan organizado —Christine lo interrumpió—. Me sorprendes.
—Sé lo que estoy haciendo, ya lo he hecho antes.
—Entiendo, entiendo. —Christine subió la voz, molesta—. No tienes que recordarlo una y otra vez.
—No lo estoy haciendo. —Dimitri no dejaba de mirar a Christine con ternura, pues estaba convencido de que su ira se disiparía en cuestión de tiempo. ¿Puedo saber algo?
—Claro —respondió Christine con una mueca—, yo no tengo secretos.
—¿Por qué no quieres ir a tu vieja escuela?
—No quiero ir a Naperville, en general. Si fuera posible me quedaría en las afueras.
—Según veo en el mapa, la escuela no está nada cerca de las afueras.
—Dije que si fuera posible, no me tortures más con la realidad.
—No lo hago. —Dimitri comenzó a reír sin despegar sus ojos del camino—. ¡Qué dramática eres!
—Lo siento, el drama en mi vida incrementó en cuestión de minutos.
—Eso no es cierto. Te dije que te quiero alejada y así será.
—Yo no sé nada Dimitri, solo espero que tengas cuidado.
—Lo tendré pequeña. Confía en mí.
—No sé como responder a eso, tampoco. Creo que hacerlo sería incriminarme indirectamente.
—Christine…
—Está bien. No diré nada más. Dormiré un poco, al menos mientras llegamos.

Christine recostó su cabeza contra la silla y cerró sus ojos, intentando conciliar el sueño. Lo cierto era que volver a Naperville despertaba en ella emociones que creía haber enterrado, que creía haber dejado atrás. No quería hablar de eso con nadie, ni siquiera con Dimitri, pero sabía que no podía evadir el tema para siempre. Tenía que hablar, pero lo haría cuando se sintiera lista, no cuando la presión se lo indicara. Ahora necesitaba descansar, organizar sus ideas. Hablar sin pensar no era la idea más prudente, de eso estaba segura. Lentamente los sonidos a su alrededor se volvieron más distantes, la realidad parecía desmoronarse mientras ella abandonaba la silla de la camioneta, mientras ella se transportaba a otra parte. La Range Rover blanca había desaparecido, estaba sentada en una pradera desconocida, rodeada del verdor que tanto la cautivaba. Sin señales de la ciudad, sin el murmullo de sus calles y avenidas llenas de personas, Christine cerraba los ojos para deleitarse con el sonido de las hojas sacudiéndose por la brisa. Todas bailando con una melodía que ella también podía escuchar, que la hacía mover en su lugar, de la que no podía llegar a cansarse. Así se quedó por minutos, por horas, sin necesidad de moverse para sentir el contacto de las hojas, de las ramas, de las aves que volaban a su alrededor. Algunos sueños como este se repetían constantemente, eran comunes, los conocía bien. Podía recrearlos con palabras si se lo pidieran, pero prefería mantenerlos como lo que eran, bonitas imágenes en su cabeza. El sonido de una bocina hizo que Christine se despertara de golpe. Abrió los ojos, y reconoció la estatua de un antiguo alcalde ubicada frente a su vieja escuela. Sacudió su cabeza, como asegurándose de que era real, de que la estatua era real. Habían llegado. ¿Cuánto había dormido? Ya no importaba, era hora. No prolongaría las cosas más de lo necesario, entraría al edificio por su boletín de calificaciones y saldría de allí, era sencillo. Christine abrió la puerta de la camioneta, puso sus pies en el pavimento del estacionamiento y por un segundo viajó en el tiempo, a los días en que llegaba corriendo por ese mismo lugar para no llegar tarde a clase.”.

viernes, 22 de diciembre de 2017

Infierno

“A las 8 de la mañana del día siguiente, la puerta del departamento 5B se abrió de golpe. Frente al umbral estaba Dimitri, quien miraba a Christine dichoso de verla nuevamente. Él lucía tan elegante como siempre, con un traje de paño azul oscuro, una camisa y una corbata color crema. Ella llevaba un jean ajustado, una blusa azul holgada; estaba descalza como solía estarlo siempre que no salía de casa. Hizo un gesto, invitando a Dimitri para que entrara al departamento, pero él sacudió la cabeza y clavó su mirada en los pies descalzos de la pequeña chica.

—¿Dónde están tus zapatos?
—En mi habitación. ¿Me los tengo que poner?
—¿Quieres caminar descalza afuera acaso?
—¿Vamos a salir?
—A reunir los documentos para la escuela, sí. Tengo que llevar las maletas que traje hace unos días a casa, también.
—Las maletas, claro. —Christine señaló un rincón en la sala principal. Ambas maletas estaban allí, recostadas contra la pared—. Ayer estuve organizando y decidí sacarlas de su escondite. Supuse que vendrías por ellas pronto.
—Lo pospuse más de lo necesario, de hecho. ¡No sabía cómo llevarlas!
—¿Y cómo lo harás?
—Un auto nos espera afuera.
—¡Qué bien! —Christine aplaudió—. No tenía ganas de caminar.
—¡Se te nota! —Dimitri trató de pisar los pequeños pies de Christine con sus zapatos de cuero negro, mientras ella esquivaba cada pisada y reía alegremente—. Ve. ¡No tardes!

Christine corrió hasta la habitación, tomó un par de zapatos deportivos blancos del suelo y se los puso. Lista para el recorrido que le esperaba, buscó entre sus cosas el celular y el papel que Grace le había entregado horas atrás. Guardó ambas cosas en un pequeño bolso de tela colorida y volvió a la sala principal. Dimitri había entrado, llevaba ambas maletas en sus manos y caminaba hacia la puerta. Christine apretó el pequeño bolso de tela contra su cuerpo. ¿Debería decirle? No. Lo haría después, no era el momento adecuado. Su prioridad era reunir todos los documentos, entregarlos y asegurar su admisión en la Secundaria Harmont. Podría después obtener las respuestas que quería, las respuestas a las preguntas que la curiosidad había traído a su cabeza una noche cualquiera. ¿Y si lo olvidaba todo? ¿Y si hacía como si nada hubiera pasado? Sus labios estaban sellados, sus ojos cerrados. Podría pasar perfectamente como un sueño, como una alucinación producida por el cansancio. Limpiar el departamento había sido agotador después de todo. Las voces discutiendo en su cabeza, pensando qué hacer. Ya habría tiempo para decidir, ahora tenía que correr. Salió del departamento y alcanzó a Dimitri, quien ya estaba frente a las puertas del elevador esperando a que este llegara. Las puertas se abrieron, ambos entraron y esperaron hasta llegar al primer piso, salieron del elevador rumbo a la entrada. Mario estaba en la recepción organizando el correo, al ver a Dimitri con las manos ocupadas abrió la puerta para él y para Christine mientras los saludaba amablemente. Ambos se despidieron de Mario y atravesaron el umbral. Frente al edificio 7153 había una Range Rover blanca estacionada, un sujeto también de traje estaba allí de pie. Con la cabeza completamente rapada y el ceño fruncido, tenía una apariencia robusta, fuerte. Daba pasos en su lugar, a la espera. En cuanto reconoció a Dimitri, se acercó a ellos sin despegar la mirada de Christine. Con sus ojos negros clavados en la pequeña chica, trataba de intimidarla, de sembrar el miedo. Ella parecía no temer, pues lo miraba también fijamente, haciendo que la tensión se acumulara segundo a segundo. Finalmente, el sujeto habló.

—¿Quién es ella Dimitri
—Mi nombre es Christine. —Christine dió un paso hacia el sujeto—. Puedo presentarme sola.
—Tiene agallas. —El sujeto rió—. ¿Es tu hija?
—Podría decirse. —Dimitri dejó las maletas en el suelo—. Descuida Nathan, hace parte de la familia.
—Entiendo. Es un gusto Christine. —Nathan estiró su mano hacia ella—. soy Nathan. Nos llevaremos bien.
—Seguro que sí —agregó Christine con un resoplo, mientras estrechaba la mano del nuevo conocido—, seremos mejores amigos.
—Tenemos que movernos. —Dimitri tomó ambas maletas de nuevo y las guardó en el baúl de la camioneta—. Vamos a casa primero, tú te puedes quedar allí con esto.
—Es mejor, no hay que exponerse. —Nathan abrió la puerta de la camioneta—. Vamos entonces, el tráfico está de nuestro lado.
—¿Exponerse? —Christine no entendía la conversación, había perdido el hilo—. ¿De qué hablan?
—Te explicaré en el camino. —Dimitri abrió la puerta para ella—. Sube pequeña, es hora de irnos.
—Es hora de que me des respuestas Dimitri. —Christine cruzó sus brazos, molesta—. No me gusta el misterio.
—Lo haré… Lo prometo. Pero no aquí.
—¿Lo prometes?
—¡Los momentos familiares pueden tenerse en casa! —Nathan subió a la camioneta y cerró la puerta, luego tocó la bocina un par de veces—.
—¡No molestes Nathan! Ya vamos.
—¡Está bien! —Nathan encendió el motor—. Tomen su tiempo, aquí no pasa nada.
—¡Exactamente! Aquí no pasa nada. —Dimitri volvió a concentrarse en Christine, quien lo miraba intranquila—. Pequeña, todo va a estar bien. ¿Confías en mí?
—Yo confío en ti pero…
—No digas pero.
—Hay un pero Dimitri, no puedo seguirte ciegamente.
—¿Crees que te dejaría caer?
—No creo eso.
—¿Entonces?
—¡Dimitri!
—¿Ves que tantas preguntas llegan a ser molestas?
—No puedes comparar las situaciones.
—Pero tú si puedes subirte a la camioneta. ¡Vamos!

Christine subió a la camioneta y cerró la puerta, luego Nathan esperó a que Dimitri entrara y se pusiera el cinturón para pisar el acelerador. La Range Rover blanca abandonó aquella calle dejando una nube de polvo tras de sí. El tráfico de la mañana no era tan pesado, llegaron a su destino en cuestión de 20 minutos. Abandonaron el centro de la ciudad para entrar a la aparente tranquilidad de los suburbios. Estacionaron frente a una casa blanca, la casa en donde Dimitri vivía con su hijo Nicco. El lugar era bastante silencioso, apenas se escuchaba el murmullo de la ciudad que despertaba, que retomaba sus labores. De hecho, el único ruido que había allí era el de la camioneta, el cual se detuvo en cuanto Nathan apagó el motor.

—Lleva las maletas al patio trasero Nathan, te alcanzo en un momento.
—Está bien Dimitri. —Nathan salió de la camioneta y cerró la puerta, luego tomó las maletas del baúl. Se alejó, dejándolos solos—.
—¿Quieres hablar ahora Christine?
—¿Lo consideras prudente? Digo, si no quieres retrasarlo más.
—No quiero retrasarlo más… Quiero que hablemos.
—Sería justo. Ya sabes, no vivir en la duda y en la incertidumbre.
—Perfecto. —Dimitri resopló, tratando de lidiar con el humor y los comentarios mordaces de su interlocutora—. ¿Qué te tiene tan molesta?
—¡Nada!
—¿Entonces qué te pasa? ¿A qué se debe esa actitud?
—Detesto los secretos Dimitri.
—Está bien… —Dimitri se encogió de hombros—. Sin secretos.
—Es tarde para eso. —Christine apretó el bolso de tela contra su cuerpo—. Muy tarde.
—Nunca es tarde… Dame una oportunidad.
—¿Una oportunidad para qué?
—Para responder a todas tus preguntas.
—¿No lo hiciste ya?
—Quiero ser honesto contigo.
—¿Quieres ser honesto conmigo o tienes que ser honesto conmigo?
—¿De qué estás hablando?
—Cuando se siente el calor del fuego, cuando se siente el agua en el cuello, en ese momento la perspectiva de las personas cambia mágicamente. En ese momento todos quieren ser honestos, todos quieren decir la verdad, todos quieren ser buenos porque ven como el tiempo corre en su contra.
—Es bastante radical tu argumento, ¿no crees?
—¿Radical? ¿Eso crees? —Christine introdujo su mano en el bolso de tela que llevaba y sacó de él una pequeña bolsa que lanzó hacia Dimitri—. ¿Te parece radical mi posición ahora?
—Tú… —Dimitri analizaba la pequeña bolsa hermética que tenía en sus manos, la cual contenía una pastilla de color gris claro—. ¿De dónde sacaste esto Christine?
—Sabes perfectamente de dónde la saqué. Es una, y son dos maletas llenas. ¿Qué explicación puedes darme al respecto Dimitri?
—Vamos al jardín trasero, te responderé allí. No es seguro quedarnos aquí.
—Puedo apostar que no lo es.

Ambos bajaron de la camioneta y caminaron rápidamente hasta el jardín trasero. Había allí una banca de madera clara, tomaron asiento en ella y se quedaron callados por varios segundos. Christine no sabía qué pensar, pero quería de verdad darle la oportunidad de explicar lo que estaba pasando si es que era posible. Era su protector, no podía negarse a escuchar su versión de la historia.

—Te haré una pregunta Christine. ¿Por qué abriste esa maleta?
—¡Una estaba abierta! Tenía curiosidad y…
—Y la abriste.
—Lo hice. 
—Bien. No te voy a reclamar eso. Fue mi error dejarlas en el departamento.
—¿Es lo que creo que es Dimitri?
—Es MDMA, Éxtasis, se conoce de muchas maneras.
—Es ilegal. ¿De donde las sacaste?
—Lo traje de mi viaje pasado. Tengo algunos amigos que me ayudaron a conseguir e importar las mejores muestras de Europa
—¿Muestras? ¿Qué planeas hacer?
—Importar constantemente implica más riesgo, el margen de error es más amplio. Eso representó la caída de varios enlaces. Con una buena muestra y las manos apropiadas, es posible sintetizar la sustancia aquí.
—¿Sintetizar? ¡Estás loco!
—Soy un ingeniero químico, así que solo diré que estoy haciendo mi trabajo. ¿Ves que nunca te mentí?
—Tu trabajo no es sintetizar drogas Dimitri.
—Lo sé, pero es una de las tantas cosas que puedo hacer.
—¿Y es la que decides hacer? ¿Qué hay de las consecuencias?
—Escúchame Christine… Esto es lo que hago. Comencé a trabajar con muchas personas hace muchos años, el dinero que esas pastillas pueden llegar a generar es bastante, suficiente para pagar muchas deudas y poder dejar atrás varias cosas. Producirlas para ellos era sencillo, pan comido si así puede decirse. ¡Más aún cuando te dan todo el equipo necesario! En cualquier caso, sabía que era arriesgado, y en cuanto sentí que mi cabeza estuvo en peligro, desaparecí y no volví. Así lo hice en varias ocasiones, aparecer y desaparecer, en una ciudad distinta, en un país distinto. De un lado a otro por el mundo, trabajando en las sombras, en las paredes de un laboratorio que llenaban mi cuenta y pagaban los recibos. Ahora que estoy en Chicago, ya no quiero repetir la misma historia.
—¿Ah no? —Christine rio con ironía—. ¿Qué vas a hacer entonces?
—Hice una inversión en las mejores muestras, que vendidas a un buen precio pueden financiar el equipo necesario para replicarlas. Dejaré de ser un peón, eso haré.
—Estás jugando con fuego, no ajedrez.
—Jugué con fuego por muchos años, para llenar bolsillos ajenos. Si voy a llenar el mío, no me importa tanto quemarme, correr el riesgo.
—¿Y qué hay de los que te rodean? ¿No te importa que se quemen ellos?
—¿Por qué crees que te quiero mantener alejada Christine?
—¿Qué hay de tu hijo?
—Él está a salvo.
—Eso crees tú.
—Él está a salvo Christine, no ha pasado nada todavía.
—Puedes ponerle un alto.
—Ya no hay manera de dar marcha atrás.
—¿Entonces?
—Entonces hay que seguir, tomar el control. Hacer de esta una buena historia es lo que tengo en mente.
—¿A cualquier precio?
—A cualquier costo.
—El costo en esta clase de juegos suele ser la libertad… O la vida.
—Eso ya lo sé. Lo supe desde hace tiempo, y jugaba aquella ruleta rusa para enriquecer a personas que me consideraban alguien desechable, un ratón en su laboratorio. Las reglas han cambiado, y eso no va a cambiar. Estoy tras el tablero, controlando las fichas y haciendo de este juego uno que valga la pena. Que valga la pena para mí, para Nicco, para las personas que me importan. No puedo pedirte que entres al juego Christine, ni involucrarte de ninguna forma. Quiero que te mantengas alejada, quiero que te mantengas a salvo. Chicago es tu nuevo hogar, no quiero volverlo tu infierno.

Con la mirada perdida, Christine pensaba en esa última palabra, mientras la brisa limpia y fresca de los suburbios la devolvía a los recuerdos de otros días. El infierno, creía haberlo conocido ya, creía haberse librado de él. ¿Dónde estaba ahora? No lo sabía, no lo sabía cuando minutos atrás tenía la tranquilidad de saberlo, de tener claro donde estaba parada. Desconocía a Dimitri, pero reconocía al sujeto de la estación de autobuses. Su protector estaba haciendo lo que hizo desde un principio, alejarla del fuego, alejarla del peligro. ¿Cómo podía juzgarlo? ¿Cómo podía odiarlo? Un nudo en su garganta se formaba, con todas las palabras que las revelaciones recientes traían a la mesa.".

sábado, 16 de diciembre de 2017

Resumen

Un resumen de las semanas pasadas es algo que he tratado de hacer hace ya bastantes días. Es más complicado que la fantasía, aparentemente, hablar de la realidad sin levantarse impaciente de la silla con la mirada clavada en el reloj. Es más complicado, ciertamente, tratar de ser justo y mantener el equilibrio cuando las voces no se deciden, cuando las ideas chocan entre ellas y hacen tanto ruido, un ruido insoportable. Fuera de la burbuja, de la cabeza, había silencio como en otros días, como en días previos. Al fin y al cabo, era el mismo túnel, el mismo agujero al que se había entrado dando grandes pasos. No se tenía en cuenta la fragilidad del suelo, el hielo fino que era necesario tantear antes de pisar firmemente. De caer, no habría forma de levantarse, eso lo tenía claro. Se perdería en las heladas aguas que solo veía en sus pesadillas, se ahogaría en ellas. Las opiniones habían dejado de importar, desaparecieron tan rápido que en un momento se escuchaban sus palabras y luego, luego ya no estaban, habían abandonado el lugar, se habían escurrido por las grietas del túnel. Así, en completa oscuridad, llegaban las ideas mientras las mismas canciones sonaban una y otra vez, mientras las mismas notas se repetían por minutos, por horas, por días enteros. La búsqueda de la felicidad a cualquier costo, a cualquier precio, el deseo de aprovechar las horas quedándose despierto, avanzando, forzando el cuerpo solo porque este todavía resiste un poco más, una jugada más. Con las manos sobre el papel, frente a la pantalla, de alguna forma tenía que dejarse una huella, un registro, un grito de ayuda. No imborrable, temporal, un desahogo momentáneo. Un alivio, para cuando los pensamientos se acumulan hasta llenar el vaso, hasta que está a escasos segundos de derramarse. Resistió lo suficiente, no perdió la cabeza. Mantuvo el equilibrio en aquella cuerda floja y creyó llegar al otro lado del abismo, al final de otra semana. Una nueva semana en la que el sol parecía brillar con más fuerza, en la que el cielo parecía más claro después de largos y grises días de lluvia. Con tantos aguaceros en la memoria, era razonable ser escéptico y precavido, caminar mirando para todas partes, hacia las nubes. Sin embargo, las situaciones adecuadas pueden ayudar a recobrar la confianza, a sanar las heridas. Las buenas noticias en la mesa una tras una, tan repentinas, eran difíciles de procesar y de entender, eran una corriente cálida por la cual un cuerpo cansado se dejaba llevar esperando, deseando que aquellas aguas lo llevarán a mejores rumbos. Mejores aguas, mejores rumbos, mejores tiempos, la cabeza confundida apenas lo entendía, apenas salía de su asombro y se asomaba para ver finalmente el sol. A tantos metros del suelo, en la cima del mundo conocido, las voces discutían de nuevo. ¿Qué más querían? No era esta su hambre, no era esta la cima. De pie frente al paisaje creado por las decisiones tomadas, el ascenso parecía no tener fin, apenas estaba comenzando. La zozobra se iría, la ansiedad también, las alegrías temporales se encargarían de sofocar los pequeños incendios que hacían perder el control, la paciencia. Podría recobrarse, la tranquilidad y la calma. La misma que se tenía sentado frente a aquellos personajes, se tendría en las páginas venideras, en los días venideros. No es fácil hacer un resumen exacto, explicar sin tantos adornos y metáforas los eventos pasados. De hecho, parece más sencillo mirar desde afuera, como si se tratase de una vida ajena. Jugar a los dados con una vida ajena, a la ruleta rusa con algo que no es propio, no pesa tanto cuando el margen de error parece tan pequeño, cuando las pérdidas no sobrepasan la posibilidad de alcanzar los sueños de un solo golpe. ¿Qué sueños? Se mira el viejo cuaderno, las viejas notas, las viejas promesas grabadas sobre el claro papel. No han cambiado a través de los días, de los meses, de los años. Se han mantenido, pilares de todos los tipos sosteniendo una utopía, un mejor futuro. El soplo del viento, la tenacidad de la tormenta, el mundo exterior y todo lo que esto implica, haría falta más que eso para sacudir los fuertes cimientos, para redefinir el rumbo escrito con tinta oscura. Un día más, una explicación menos, la que se da a uno mismo, la que se lanza al viento.

Decisión

“En contados pasos Christine estuvo de pie frente a la puerta de madera oscura que había al final del pasillo. Esta se abrió de repente, Grace la esperaba al otro lado con una sonrisa en el rostro. Le hizo un gesto indicandole que entrara, Christine entró al departamento y esperó a que su anfitriona cerrara la puerta. En cuanto lo hizo, ambas tomaron asiento en uno de los blandos sofás marrones que había en la sala principal.

—¿Qué tal el tráfico? —Christine reía mientras Grace fruncía el ceño—.
—Ni me lo recuerdes.
—¡Al menos ya está en casa!
—Eso es verdad. —Grace se recostó contra el espaldar del sofá y sacó un papel del bolsillo de su chaqueta—. Quería hablar contigo respecto a un tema que te interesa bastante.
—No se imagina cuánto.
—Hay malas noticias.
—¿Malas noticias? —Christine dio un gran suspiro, bajó la mirada mientras la ansiedad la invadía—.
—Pude hablar con el director de la Secundaria Harmont. Con algunos documentos, sería posible que ingresaras sin problema. 
—Que alivio. ¿Cuál es la mala noticia entonces?
—Ninguna. —Grace comenzó a reír—. Tu cara lo vale todo.
—¡Que simpática!
—Estámos a mano. —Grace le entregó el papel a Christine—. Ahora, los documentos tienen que entregarse antes de que esta semana acabe. Y esta semana acaba el viernes. ¡Tienes que apresurarte!
—No será un problema, descuide. —Christine guardó el papel en el bolsillo de su abrigo y se acercó a Grace para abrazarla fuertemente—. ¡De verdad no tengo cómo agradecerle!
—Con que no me defraudes bastaría. —Grace besó la cabeza de su pequeña invitada—. Puse mi puesto en juego por ti.
—¿Lo dice en serio?
—¿Por una admisión? —Grace rió—. Nunca.
—¡Menos mal! No hay presión entonces.
—¡Sí que la hay! Tienes 4 días, deberías hablar con Dimitri hoy mismo y decirle lo que necesitas.
—¿Y qué necesito?
—En el papel encontraras la lista, descuida. Consigue todo y búscame, iremos ambas a las oficinas para completar el proceso.
—Suena bien. —Christine se puso de pie y corrió hasta la puerta—. Llamaré a Dimitri. ¡Gracias!
—¡Buena suerte!

Christine salió del departamento a toda carrera, no había tiempo que perder. Atravesó el pasillo y entró a su departamento, cerró la puerta de golpe mientras buscaba en su celular el número de Dimitri. Al encontrarlo, se preguntó si contestaría una llamada también. No tenía nada que perder al fin y al cabo. Tono de marcado, tono de marcado, el sonido constante retumbando en su oído mientras daba vueltas en su sitio, cruzando los dedos.

—¡Hola Pequeña! —La voz de Dimitri estaba acompañada por el murmullo de muchas personas—.
—¡Dimitri! —Christine hablaba con alegría al escuchar aquella voz conocida de nuevo, aquella voz que la hacía sentir segura—. ¡Qué bueno que contestaste!
—Si estoy dentro del país puedo contestar, no hay problema. —Dimitri le dijo algo a las personas con las que se encontraba y el ruido disminuyó un poco, como si él se hubiera alejado de la multitud por un momento—. ¿Cómo estás? ¿Todo en orden?
—Todo en orden. De hecho, hay buenas noticias.
—¡Perfecto! ¡Cuéntame!
—Podré entrar a la Secundaria Harmont, con algunos documentos y la ayuda de Grace.
—¿Qué documentos?
—Es una larga lista —agregó Christine mientras sacaba el papel del bolsillo de su abrigo y lo revisaba rápidamente—, deberías venir a verla.
—Iré mañana temprano, lo prometo. ¿Hay algún límite de tiempo?
—Hasta el viernes.
—No necesitamos más. —El murmullo aumentó nuevamente, la voz de Dimitri se opacó por escasos segundos—. ¡Nos veremos entonces pequeña! Descansa bien.
—Adiós Dimitri, descansa tú también.

Christine colgó la llamada y lanzó una mirada hacia los implementos de aseo que había abandonado hace un rato. Solo falta su habitación, podría ir a descansar después. Tendría que levantar los objetos que había en el suelo primero. Zapatos, ropa, bolsas, dejar las cosas sobre la cama para poder así dejar todo impecable. Corrió hasta su habitación, comenzó a levantar una por una cada cosa que veía. Al final, el suelo estaba despejado, solo faltaban las maletas de Dimitri bajo la cama. ¿Debería moverlas? No quería que el agua mezclada con jabón y blanqueador las dañara de alguna forma, por lo que decidió sacarlas de allí y ponerlas sobre la cama también. Pesaban bastante, pero una a una logró sacarlas, levantarlas, ponerlas a salvo. Iba a salir de la habitación, iba a comenzar a limpiar, pero sus ojos se clavaron en la cremallera de una de las maletas, que estando un poco abierta despertaba su curiosidad, sus ganas de revisar el contenido. Las aventuras de Dimitri en otro país y lo que sea que trajera en esas maletas no eran su problema, lo sabía bien. La misma voz en su cabeza, la misma pregunta de siempre. ¿Qué podía perder? De pie en el punto en el que el camino se divide en dos, Christine tomó su decisión al terminar de abrir la cremallera.”.

viernes, 15 de diciembre de 2017

Entre burbujas y espuma

“Christine dejó el celular sobre la pequeña mesa de madera en la sala principal, una larga lista de reproducción acompañaría sus labores a todo volumen. Melodías viejas, melodías nuevas, cualquier melodía sería mejor que el silencio. Con el pasar de los minutos y del agua jabonosa, el departamento recuperaba el aspecto que tenía semanas atrás cuando Christine apenas había llegado. El polvo acumulado a través de los días era ahora un recuerdo, el aroma a lavanda que invadía cada rincón de la sala principal invadía sus pulmones también, la llenaba de paz, de alegría, de ideas positivas que una caverna oscura no podría traer a su cabeza. Siguió así con la cocina, con el baño, dejando todo reluciente e impecable a su paso. Cuando se disponía a organizar su habitación, la música se detuvo de repente y una melodía distinta comenzó a sonar. Dando grandes zancadas Christine llegó hasta la sala principal, observó la pequeña pantalla de cristal mientras limpiaba sus manos con un trapo que había allí. Era Grace, lanzó el trapo al aire y contestó la llamada, la puso en altavoz.

—¿Sí?
—¡Hola Christine! ¿Cómo estás? —El ruido de las bocinas que sonaban en donde Grace se encontraba apenas dejaban escuchar su voz, hasta que parecieron detenerse o disminuir su volumen por un momento—. Creo que me bajaré del taxi, llegaré más rápido si voy a pie.
—¿Es hermosa no cree? La hora pico. —Christine comenzó a reír mientras dejaba el trapero y el balde lleno de agua ya no tan jabonosa a un lado de la sala—. ¿Tardará mucho?
—No podría saberlo con exactitud, no está en mis manos como puedes escuchar. ¿Quieres que llegue a tu departamento y hablemos allí?
—De hecho… —Christine miró a su alrededor, si bien todo estaba más limpio no quería recibir visitas todavía, no hasta que hubiera acabado—. Estoy organizando un poco, así que preferiría que habláramos en otra parte.
—No hay problema. —Hubo un silencio, seguido por más bocinas ensordecedoras—. Me quedaré en el taxi entonces. Te espero en mi departamento Christine. Toma tu tiempo.
—¡Hasta entonces!

La llamada finalizó, Christine dejó los implementos de aseo restantes junto al balde y corrió hasta el baño, tomaría una ducha. Sacó una toalla limpia de uno de los cajones junto al espejo y se quedó allí frente a su reflejo por varios segundos. Hace bastantes días que no lo hacía, que no se miraba al espejo con tanto detalle. Si no iba a salir y nadie la vería, ¿para qué hacerlo? Era un día diferente después de todo. Christine se alejó del espejo y se deshizo del largo camisón que llevaba puesto, del jean manchado por gotas de agua. En ropa interior, entró a la ducha y terminó de desnudarse, para luego abrir la llave y dejar a las gotas tibias que caían del techo deslizarse por su piel. Decenas, cientas de ellas recorriendo su cuerpo, empapando su cabello castaño y haciéndolo caer sobre su espalda y sobre su rostro. El vapor aumentaba, llenaba la habitación mientras ella inhalaba y exhalaba profundamente, perdida en esa fragancia nueva, desconocida; perdida en el vapor del agua mezclado con el aroma del jabón de menta que había conseguido recientemente. Cerró la llave, terminó de enjabonar su cuerpo parte por parte y luego la abrió nuevamente. Cientos de gotas acariciando su piel desnuda nuevamente, de arriba abajo, hasta desaparecer bajo sus pies con las burbujas y la espuma. Se quedó allí un minuto más bajo el abrigo del agua tibia, hasta que por fin decidió cerrar la llave y abrir la puerta de la ducha. Tomó la toalla y secó su rostro, abrió sus ojos y contempló la blanca cortina de vapor que en segundos desaparecería. Christine secó su cabello con mucho cuidado, rodeó su cuerpo con la toalla y salió de la ducha caminando de puntas. Abandonó el baño y llegó a su habitación rápidamente, tratando de no dejar tantas gotas de agua en el camino. Una vez allí, se sentó sobre la cama y comenzó a secar su cuerpo bien, con más calma, sin tener que balancearse sobre el suelo mojado para hacerlo. Comenzó con sus piernas, con sus pequeños pies. Pronto ambos estaban secos de nuevo. Su cintura, su cadera, su pecho, su espalda, repasó cada parte con la suave tela de la toalla azul que absorbía cada pequeña gota sobre su piel trigueña. Estaba lista. ¿Qué se pondría? Se puso de pie y caminó hasta el closet, abrió las puertas y tomó un largo abrigo gris. Seleccionó la primera blusa que encontró y un jean cualquiera. Cerró las puertas del closet, lanzó la ropa sobre la cama y abrió otro cajón para buscar ropa interior. Una vez la encontró, comenzó a vestirse con bastante paciencia, tomándose en serio las palabras de Grace. Pasaron así los minutos, la pequeña chica ahora solo necesitaba un par de zapatos mientras descalza bailaba, daba vueltas frente al espejo. Su abrigo gris, su blusa blanca, su jean oscuro y sus pies de puntas sobre la fría madera, estaba contenta, se sentía tranquila y liberada. Tomó un par de zapatos deportivos que tenía bajo la cama y se los puso, luego agarró la toalla, salió de la habitación a toda carrera. Christine colgó la toalla en el tendedero del baño, se acercó a la pequeña mesa de madera de la sala principal y revisó su celular. Eran las 7 y media, Grace debía estar en casa ya. Habían allí varios mensajes que no había visto minutos antes. Comenzó a leerlos mientras buscaba las llaves.

“¡Hola pequeña!”.

“¿Cómo estás? ¿Hablaste ya con Grace?".

“Escríbeme cuando puedas, quiero hablar contigo.”.

Aunque deseaba responder en ese momento, Christine guardo el celular en el bolsillo de su abrigo. Sería después, cuando las buenas noticias fueran un hecho y no una posibilidad dentro de tantas. Disfrutaría hasta entonces de la incertidumbre, de la duda, sin asumir que todo estaba resuelto. Pasos cuidadosos sobre el fino hielo, en eso resumía su aventura. Con las llaves en mano, Christine salió del departamento. Una inmensa sonrisa iluminaba su rostro, mientras ella concentraba su mirada en la puerta que había al final del pasillo.”.

jueves, 14 de diciembre de 2017

Corta espera

“—¿Hola?
—¿Grace? —Christine hizo una pausa, reconoció aquella voz de inmediato, insegura de si ella haría lo mismo—. ¡Soy yo! Christine Moore. ¿Me recuerda?
—¡Christine! —La voz de Grace sonaba contenta, y genuinamente sorprendida—. Por supuesto que te recuerdo. ¿Cómo estás? ¿Cómo conseguiste mi número?
—Dimitri tenía su tarjeta.
—Qué bueno, me alegra que no hayas olvidado mi invitación.
—No podría. ¿Se encuentra en casa?
—Llegaré en una hora, quizá menos. Te llamaré, podremos hablar un momento.
—Me parece perfecto.
—Nos veremos entonces Christine, cuidate.
—Adiós Grace.

En cuanto la llamada finalizó, Christine se desplomó sobre su cama y dio un gran suspiro, todo estaba en orden por fin. Sería cuestión de tiempo para que las imágenes recurrentes de un pasado distinto dejaran de pasar por su cabeza, para que las imágenes de un futuro mejor dejaran de desvelarla. Las alegrías presentes eran precisamente lo que necesitaba, vivir en el presente era lo que la mantendría tranquila. ¿Qué hacer mientras Grace volvía a casa? Su estomago rugió, algo de comer parecía una buena idea. Se levantó de la cama, abandonó su habitación rumbo a la cocina. Estando allí abrió la puerta de la nevera, tomó una rebanada de jamón y una de queso, un sándwich bastaría por el momento. Escogió un tomate pequeño y algunas hojas de lechuga con la mano libre que le quedaba, luego cerró la puerta de la nevera empujándola con su cuerpo. Lavó las hojas de lechuga y el tomate para finalmente dejar todos los ingredientes junto a la estufa. Christine tomó un cuchillo del cajón de los cubiertos y comenzó a cortar el tomate. Una vez acabó, buscó dos rebanadas de pan en la alacena y pieza a pieza finalizó su obra maestra. Pan, queso, jamón, tomate, lechuga pan, perfecto. Satisfecha, tomó el sándwich con ambas manos y abandonó la cocina mientras le daba grandes mordidas. El rugido en su estomago se detuvo, la claridad en sus pensamientos volvió y los sabores bailando en su paladar hacían de su corta espera más llevadera, más soportable. Las boronas caían sobre el suelo del departamento, tendría que hacer una limpieza, sacudir el polvo y organizar en general. Pero antes de eso, necesitaba abrir las cortinas, devolverle la luz al departamento. En cuanto Christine terminó de comer, corrió hasta la ventana de la sala y con ambas manos tiró uno de los extremos de la pesada tela que no permitía entrar la claridad. Esto cambió segundo a segundo, tirón a tirón. La pesada tela oscura se movía y la luz entraba, la luz del alumbrado público y los destellos del sol que aún se alcanzaban a ver, el atardecer pronto llegaría. Christine se quedó de pie allí, contemplando el paisaje, sin medir el tiempo, sin ansias de que pasara. Abrió la ventana, asomó su cabeza, el sonido del tráfico invadía sus oídos antes de que lo hiciera, hacerlo solo aumento su intensidad. La brisa fría soplaba, despeinaba su cabello castaño y los mechones rebeldes que caían sobre su frente parecían no robarle su paz, su dicha. El tono azul del cielo se tornaba naranja, un naranja encendido mientras tras los edificios vecinos los rayos de sol de desvanecían, se perdían en el caos de la ciudad que no dejaba de moverse, que no tenía tiempo para contemplar la escena en la que ella se perdía. ¿La vería alguien más? No le interesaba, y el ignorar este pensamiento le hacía pensar que aquel paisaje era propio, como el de los bosques en sus sueños o el de los pasillos de la escuela en su imaginación. Propios, podía caminar a través de aquellos paisajes cuando lo deseara. La oscuridad se tomaba la ciudad, las luces del alumbrado público se encendían una una, como piezas de dominó cayendo una sobre otra. Iluminaban la ciudad sección a sección, metro a metro, kilómetro a kilómetro. Christine se alejó de la ventana, organizaría el departamento y tomaría un baño, organizaría sus ideas tranquilamente teniendo un lugar libre de polvo y suciedad para pensar, teniendo el cuerpo perdido en el vapor del agua caliente. Dejó la ventana abierta, quería que la brisa siguiera soplando, moviendo el aire que había allí encerrado. Se acercó a la cocina, entró al pequeño cuarto de aseo que se encontraba en ella y tomó la escoba, el trapero, un balde de agua que posteriormente llenó con agua, jabón y blanqueador. Dejaría todo reluciente, le quitaría el aspecto lúgubre al departamento que ahora podía llamar suyo. Después de eso podía descansar, tomar una larga ducha y sacar toda la suciedad, el sudor, el polvo. Eso la limpiaría, la espuma del jabón recorriendo su rostro, su espalda, su cintura, sus caderas; la espuma del jabón cayendo y perdiéndose tras desagüe, ya podía imaginar todo esto mientras salía de la cocina para poner manos a la obra.”.

martes, 12 de diciembre de 2017

Fénix

“Christine despertó y se levantó de la cama inmediatamente. Su único objetivo en ese momento era hablar con Grace. Lunes, recordaba sus palabras al entregarle aquella agenda de la Secundaria Harmont. Las imágenes en su cabeza de los pasillos llenos de casilleros, de los escritorios llenos de tinta colorida, de las cientas de risas caminando por aquí y por allá; todas ellas seguían rondando en su cabeza después de haber rondado en sus sueños minutos atrás. Recordaba el murmullo de las voces, el sonido de la campana aún retumbaba en sus oídos. Quería y sabía que necesitaba volver a la escuela, Grace era la llave y eso lo tenía claro. Se puso los primeros zapatos que encontró bajo la cama, solo caminaría hasta el otro lado del pasillo después de todo. Consultó la hora en su celular, faltaban 15 minutos para las seis de la tarde. ¿Estaría Grace en casa? No tenía nada que perder. Salió de la habitación rumbo a la entrada del departamento, giró la perilla y abrió la puerta. Christine corrió hasta el otro lado del pasillo y estando allí comenzó a tocar la puerta. Espero un minuto, dos, volvió a golpear y esperó nuevamente. No había respuesta. Christine pegó su oído a la puerta tratando de percibir algún sonido, cualquiera que fuera. Sin éxito, Christine dio media vuelta y entró nuevamente a su departamento, cerrando la puerta tras de sí. Aún estaba cansada, aunque había dormido más de medio día. Caminó hasta el cesto de frutas y tomó una pera, le dio una mordida mientras avanzaba en dirección a su habitación. Al llegar, tomó el celular y revisó los mensajes que habían allí.

“Estoy en casa. ¡Descansa bien!”.

“¿Has pensado en volver a la escuela?”.

Aquellos mensajes habían llegado en la mañana, no había nada después de eso. Christine se alegraba de poder decir que ella misma estaba haciéndose cargo de ese tema. Terminó de comer la pera y comenzó a escribir.

“Tu vecina trabaja en una escuela. ¿Sabías eso? Hablé con ella hace unos días y me dijo que fuera hoy a su departamento.”.

“¡Podrían ser buenas noticias!”

Christine sonrió al enviar el último mensaje, estaba segura de que lo eran. Dejó el celular sobre la cama y buscó entre el desorden que tenía en su habitación la agenda que Grace la había entregado días atrás. Estaba en un rincón, la levantó del suelo y repasó con sus dedos los trazos del fénix gris que había en la portada. Abriría sus alas, surgiría del fuego y las cenizas. Su celular comenzó a sonar, se acercó a la cama y tomó el celular nuevamente.

“¿En serio? ¡Que bueno!”

“¿A qué hora te verás con ella?

Era una buena pregunta. No recordaba si habían pactado una hora, y se lamentaba por ello. Respondió rápidamente, deslizando sus dedos por la pantalla de cristal.

“No estoy segura, fui a su casa hace algunos minutos y no estaba.“.

“¿No te dijo a qué horas se verían Christine?”.

“¡No lo recuerdo! :(“.

“Qué mala memoria, deberías anotar las cosas.”.

Christine dio un suspiro y pensó en dejar el celular bajo la almohada, Dimitri no la estaba ayudando, pero el celular no dejaba de sonar.

“Creo que tengo la tarjeta de Grace en alguna parte. Te enviaré su número si lo encuentro.”.

Aquellas palabras cambiaron su estado de ánimo rápidamente, volvió a sonreír y esperó ansiosa. Un minuto, dos, tres minutos recostada sobre su cama, con la mirada fija en la pantalla que no se movía, que no cambiaba. Lo único que cambiaba eran los números en el reloj. Al final, llego el mensaje esperado.

“872-441-3324. ¡Llámala!”.

“¡Te lo agradezco tanto Dimitri!”.

Christine marcó el número de inmediato, deseando que Grace pudiera responder para así poner fin a la espera. Volvería a la escuela, volvería a la normalidad, volvería a tomar las riendas de su vida que en pocas semanas había cambiado tanto. Era su momento, para volver a resurgir de las cenizas.”.

lunes, 11 de diciembre de 2017

Utopía personal

“—¡Tengo que contarte muchas cosas! —La sonrisa de Christine reflejaba la dicha que sentía—.
—No puedo quedarme por mucho, solo vine a dejar algunas cosas.
—¿Hablas en serio Dimitri? —La sonrisa desapareció, mientras un ceño fruncido aparecía repentinamente—.
—Hablo en serio.
—Hubiera preferido no abrir la puerta. ¿No tienes una llave de reserva acaso?
—La única llave de este departamento es la mía, y la tienes tú.
—Sería posible hacer una copia.
—No lo considero conveniente, además, eres tú quien vive aquí ahora, no yo.
—Ciertamente, pero abrirte la puerta a las 4 de la mañana representa un inconveniente para mí.
—No volverá a suceder, descuida.
—Seguro… —Christine dio un gran suspiro—. Vienes, me despiertas y te vas. ¡Un lindo detalle!
—Está bien —dijo Dimitri mientras acariciaba ligeramente el cabello de Christine—, me quedaré un rato.
—¡Perfecto!
—Pero tengo que volver a casa, mi hijo me espera también.
—Lo sé, entiendo. —Christine fijó su mirada en la maletas que reposaban en el suelo tras Dimitri. ¿Qué viniste a dejar aquí?
—Mis maletas. ¡Pesan mucho!
—Eso veo. ¿Te ayudo?
—Te lo agradezco.

Habían dos maletas de cuero café frente al umbral del departamento 5B. No eran muy grandes, pero pesaban lo suficiente como para volverse incómodas después de cargarlas por algunos minutos. Las arrastraron hacia el interior del departamento y, una vez adentro, Christine cerró la puerta. Le preguntó a Dimitri en dónde quería dejarlas, pero él no le respondió nada, se quedó en silencio mientras pensaba qué hacer. 

—Bajo tu cama, podría ser.
—De acuerdo. ¿No sería más fácil abrirlas y mover las cosas?
—No necesito abrirlas por ahora.
—Está bien. —Christine pasó saliva, antes de lanzar su pregunta al aire—. ¿Puedo saber qué llevas ahí?
—Estuve en Moscú, traje algunas cosas, regalos para algunos familiares.
—¿Algo para mí?
—Por supuesto que sí, no podría olvidarte pequeña.
—Está bien, te perdono por despertarme a las 4 de la mañana.
—¡Que amable de tu parte! —Dimitri reía mientras acariciaba el cabello de Christine—. Vamos, hay que mover esas maletas.

Arrastraron ambas maletas hasta la habitación de Christine, y una a una las escondieron bajo la cama. Se quedaron allí hablando por escasos minutos, minutos en los que realmente solo hablaba Christine mientras Dimitri escuchaba atentamente, sin decir nada. Le hablaba de los libros que había encontrado, de las historias en las que se había perdido. Contaba con alegría como en cierta forma se había apropiado de aquellos personajes, de aquellos paisajes que ahora conocía tan bien. Reales, irreales, eran de ella ahora y podía alterarlos como lo deseara. Conmovido por aquellas palabras y dichoso de verla tan feliz, Dimitri la abrazó fuertemente y le prometió traer más libros, aquellos que él ya había leído y releído hasta memorizar, justo como ella. Veía en Christine una imagen familiar, rasgos varios que conocía bien, rasgos que valoraba demasiado. No la abandonaría, confiaba en ella y ella en él, la casualidad que causó su encuentro era una oportunidad para aprovechar. Después de consultar su reloj, Dimitri abrazó a Christine por última vez y le dio un beso en la frente, prometiéndole que volvería, prometiéndole que le escribiría, recordándole que no estaba sola sin decírselo realmente. Ella lo sabía, ella entendía el mensaje implícito en aquellas palabras lanzadas al viento. Tenía que comenzar a moverse, salir de la cueva en la que se había encerrado y vivir en el mundo real, para llegar así a caminar por los senderos de aquellas historias, su utopía personal. Dimitri se puso de pie, salió de la habitación sin mirar atrás, y Christine lo siguió con la mirada hasta que desapareció tras la puerta principal. El departamento permaneció en silencio mientras afuera, tras las cortinas y el cristal de las ventanas, se escuchaba el cantar de las aves que despertaban. Arrullaban a Christine para que se quedara dormida, para que volviera al limbo en el que caminaba entre la realidad y los sueños.”.

domingo, 10 de diciembre de 2017

Despierta

“Así, los mensajes que intercambiaba con su protector se volvieron la única conexión entre Christine y el mundo exterior durante toda la semana. Encerrada en el departamento, pasaba las horas leyendo las historias que había encontrado en el armario, viejos libros de Dimitri que él ni recordaba. Ella no podría olvidarlos, no podría sacarlos de su cabeza ni dejar de leerlos, de releerlos hasta casi memorizarlos, hasta casi tener en cuenta cada detalle para poder así recrear cada escena en su cabeza con una exactitud increíble. Perdida en paisajes desconocidos, caminaba a través de un bosques frondoso en donde el verdor parecía no tener fin, en donde el tiempo parecía no correr. Los troncos de los árboles centenarios alojaban tantas ramas, tantas hojas, tantos nidos, tanta vida, que ella misma quería subir y quedarse allí, en lo más alto, sin tener que volver a poner los pies en el suelo. Saltar de árbol en árbol, de rama en rama, visitando cada nido y deleitándose con la belleza que estaba tan lejos de casa. El viento soplaba, sacudía las hojas, despeinaba su cabello y el aire puro llenaba sus pulmones. Podría acostumbrarse, podría quedarse si así lo deseaba, pero una pequeña voz en su interior le recordaba que sus ojos estaban cerrados, que cuando los abriera todo desaparecería. Se rehusaba a hacerlo, a escuchar a aquella voz y despertar, pero al fin y al cabo, no podría dormir toda la vida para seguir allí. Si quería esa realidad, debía buscar la manera de llegar a ella. Christine abrió los ojos, se encontró de nuevo recostada en su cama frente a un libro abierto en una página cualquiera. Cerró el libro y lo lanzó a un lado, buscó el celular a ciegas y miró la hora: 4 de la mañana. No sabía en que momento se había dormido, y el mantener las cortinas cerradas todo el tiempo no le permitía saber cuando salía el sol, cuando se escondía tras los edificios que la rodeaban. Había perdido la noción del tiempo en cierto modo, pero el mirar su celular podía al menos darle una idea. Tenía hambre, no había comido nada antes de quedarse dormida. Se levantó de la cama y corrió a la cocina descalza, de puntas, el suelo estaba frío y sus pequeños dedos se entumecían con cada paso que daba. Estando allí, tomó una manzana del cesto de frutas y volvió a su habitación rápidamente. Saltó a la cama, tomó asiento recostada contra la cabecera y comenzó a comer su manzana mientras repasaba esta vez despierta aquellas imágenes que habían pasado por su cabeza. ¿Cómo llegar a ese lugar? ¿Cómo hacer de aquel sueño una realidad? Más aún, ¿por qué estar allí? ¿Qué había de malo con su realidad actual? Lejos de sus padres, de sus problemas, no sentía tantos deseos de escapar como antes, los sueños como estos no eran tan comunes como antes. Pero aún sentía angustia, aún tenía hambre y una manzana no la llenaría, quedarse quieta no la llenaría. El hambre de conocer quizá, de aprender, el hambre de resumir su vida en algo distinto, en algo que realmente valiera la pena. Un legado, un buen futuro, un presente turbio para llegar a él. Al terminar su manzana, se puso de pie para llevarla al cesto de basura y, una vez lo hizo, volvió a la cama y se recostó nuevamente. Cerró sus ojos, tratando de recuperar el sueño, hasta que su celular comenzó a vibrar mientras llegaban mensajes uno a uno.

“Hola. ¿Estás despierta?”.

“¡Por favor responde!”.

“¡Si no estabas despierta vas a estarlo en unos minutos Christine Moore!”.

¿Cómo podía esperar que estuviera despierta a las 4 de la mañana? Christine comenzó a escribir una respuesta, parecía algo urgente después de todo, hasta que escuchó como golpeaban con fuerza la puerta del departamento. Busco su Jean y se lo puso nuevamente, luego caminó en dirección la puerta principal preguntándose quién podría buscarla a esa hora y con qué propósito. Todo estaba en silencio, nadie llamaba, nadie tocaba la puerta. ¿Lo había imaginado? Se escucharon los golpes nuevamente, más fuertes que antes. Christine dio un paso atrás y revisó su celular, tenía que avisarle a Dimitri. Habían varios mensajes en la pantalla que no estaban antes, y comenzó a leerlos uno a uno.

“Sólo hay una llave para la puerta principal Christine, y es la que tienes tú. ¡Abre ahora!”.

“¿Y bien?”

“Lamento despertarte tan temprano pero no creí que llegaría a esta hora. ¡Hace frío!”.

Christine suspiro aliviada, se acercó a la puerta y giró la perilla metálica, sus ojos se encendieron de alegría al contemplar nuevamente la imagen de Dimitri quien de pie frente a ella sonreía también. No era un sueño, estaba segura de ello, y mientras él se acercaba para abrazarla Christine cerró sus ojos, tratando de perderse en el abrigo de quien representaba su calma. Faltaban horas para que saliera el sol, pero si hubiese tenido el control, ella misma se habría quedado eternamente en aquel amanecer.”.

sábado, 9 de diciembre de 2017

Todo en orden

“Recordaba el camino, no era muy lejos, al fin y al cabo. Christine continuó caminando a través de las calles, entre el tumulto de personas y el tráfico ruidoso de aquella mañana de sábado, hasta que divisó por fin las altas astas de las banderas ubicadas junto a la entrada del centro comercial. Llegaría en menos de cinco minutos, y eso la llenaba de dicha. La temperatura había aumentado considerablemente desde que comenzó su recorrido, pequeñas gotas de sudor recorrían su frente mientras el viento la despeinaba, mientras la brisa la refrescaba estando bajo el calor del sol aquella mañana. Apresuró el paso, quería refugiarse en una sombra. Aunque no le molestaba el calor, prefería el frío, el estar abrigada, protegida. El verano pronto acabaría, llegarían los días de otoño, llegarían los días de invierno. Las hojas de los árboles tornándose naranjas, cayendo, dejando al descubierto un árbol desnudo que enfrentará a la nieve y florecerá nuevamente, era esta una imagen que Christine anhelaba ver de nuevo, una imagen de la que solo tenía buenos recuerdos. Pequeños copos blancos cayendo del cielo, sobre su rostro, congelando sus mejillas descubiertas y su nariz enrojecida, recuerdos tan ajenos y tan lejanos a aquella ciudad, a aquel momento. Después de unos minutos Christine llegó a la entrada del centro comercial y entró de inmediato, no había tiempo que perder. Decidió ir por los víveres primero, llenar la alacena y detener el constante rugido en su estomago eran prioridades en su lista. Entró a uno de los tantos almacenes que había dentro del inmenso edificio azul. Las puertas automáticas se abrieron en cuanto ella se paró frente a ellas. Entró como si nada, el lugar no parecía estar tan lleno de personas, por lo que estaba segura de que no tardaría en la fila. Las detestaba, detestaba esperar de pie en un lugar, y procuraba evitar toda clase de situaciones que la llevaran a ello. Saludó al encargado y tomó una canasta, comenzó a recorrer los pasillos llenándola de frutas, de verduras, de dulces; leche, huevos, queso, cereal, carne congelada, lo suficiente para una semana, para poder tener un menú variado. Sabía cocinar después de todo, no moriría de hambre y eso lo sabía bien. Volvió al punto de partida, en donde el encargado la esperaba tras la caja. Después de que él terminó de escanear todos los objetos y guardarlos en una bolsa de papel, la pantalla sobre la caja registradora indicó el valor total. Christine tomó un billete del bolsillo de su falda y se lo entregó al encargado, este lo recibió sin dejar de mirar a la pequeña chica. Sacudió su cabeza y abrió la caja, dejó allí el billete de cien que acababa de recibir y tomó uno de 20 que le entregó de vuelta con una sonrisa. Ella sonrió, tomó la bolsa de papel y se alejó en dirección a la salida mientras el encargado la seguía con la mirada hasta que desapareció tras la puerta automática. Fuera del almacén, Christine trataba de encontrar entre los tantos almacenes alguno en el que pudiera comprar un celular, su siguiente objeto en la lista. Encontró uno a algunos metros, corrió hacia el con la bolsa de papel en sus brazos y, al llegar al establecimiento, se dejó caer sobre una de las grandes sillas rojas que había allí. Uno de los empleados se acercó a ella y le ofreció un vaso de agua, preguntándole si todo estaba en orden al verla tan agitada. Ella solo asintió con la cabeza, jadeante. Descargó la bolsa de papel sobre la mesa que tenía enfrente para recobrar el aire. El amable empleado se retiró y volvió segundos después con un vaso de agua que Christine tomó entre sus manos y bebió a grandes sorbos. Al acabar, tomó aire y le dio las gracias al sujeto, luego le explicó el motivo de su visita. Después de algunas preguntas, el sujeto le enseñó los modelos disponibles en una revista. Ella los miraba todos buscando entre ellos el más sencillo, el menos lujoso, lo más cercano a un teléfono de verdad con las ventajas de un teléfono moderno. Encontró por fin uno que cumplía este vital requisito, el empleado buscó la referencia y le indicó a Christine que volvería en un momento, pues iría a la bodega a buscar su teléfono. Mientras tanto, ella se acercó a la caja y pagó el total. Sin una certeza real de cuanto tardarían en traerlo, Christine tomó asiento de nuevo y comenzó a revisar los víveres que había comprado minutos atrás. Con los ojos cerrados, imaginaba todo lo que podría cocinar, todo lo que podría crear, los cientos de aromas que invadirían su departamento cada mañana, cada tarde, cada noche; los aromas, los sabores combinados recorriendo su paladar que pronto dejarían de ser un sueño. Abrió los ojos nuevamente, el sujeto todavía no había vuelto. No tenía mucha prisa, aunque si tenía prisa por contactar a Dimitri. ¿A dónde lo llamaría? La carta no indicaba ningún número, ninguna dirección… Nada. Solo podía esperar a que él la contactara a ella. El empleado volvió al cabo de unos minutos con una pequeña caja blanca en sus manos. Tomó asiento junto a ella y, frente a la mesa, comenzaron a revisar el contenido de la caja juntos. El celular funcionaba, todo estaba en orden. El empleado guardó todo nuevamente mientras Christine le enseñaba el recibo de pago, él agradeció nuevamente por la compra y estrechando la mano de la chica le deseó un buen día. Ella hizo lo mismo, verdaderamente agradecida con la amabilidad y hospitalidad tan repentina que no esperaba en el lugar que estaba. Sus prejuicios se desmoronaban, las imágenes previas de la realidad ya no parecían tan acertadas y crearlas de nuevo era tener un lienzo en blanco, la posibilidad de empezar de cero con una paleta llena de colores. Christine guardó la pequeña caja blanca en la bolsa de papel y salió del establecimiento, luego comenzó a caminar en dirección a la salida del centro comercial. No quería caminar con los brazos cargados bajo el inclemente sol de la mañana, por lo que decidió tomar un taxi, hacer la excepción solo después de considerar todas los factores en juego. Al salir del inmenso edificio azul, se acercó a la calle y estiró su brazo para detener a uno de los tantos vehículos amarillos que pasaban por allí. Uno de ellos se detuvo junto a ella, la puerta se abrió y Christine subió, descargando la bolsa sobre la silla del taxi. El conductor la saludó y le preguntó a dónde se dirigían, Christine le indicó la dirección y después de pensar por unos segundos la ruta, el conductor pisó el acelerador y comenzaron a moverse. Cansada, con la frente nuevamente llena de pequeñas gotas de sudor, Christine se recostó sobre la silla de cuero del taxi, arrullada por el sonido del motor y el sonido de la radio, en donde una delicada voz cantaba sobre la belleza de una mañana lluviosa y la hermosura de una tormenta. Buenos ejemplos de su recorrido, un buen ejemplo de llegar al ojo del huracán. El recorrido fue rápido, por lo que Christine pudo mantenerse despierta a pesar de estar en el constante vaivén de quien cierra y abre los ojos lentamente. Estando frente al edificio 7153, la chica le entregó al conductor un billete de 20 y le pidió que conservara el cambio, este le agradeció y abrió la puerta para ella. Christine bajó del taxi con los brazos llenos y vio a Mario parado frente al umbral, se acercó a él con una sonrisa y él acomodó su corbata.

—Volviste pronto. —Mario señaló el cielo azul, despejado—. Es un buen día para salir a caminar. ¿No crees?
—Demasiado sol para caminar tranquila —dijo Christine con una mueca—, eso creo.
—Supongo que no se puede tener contento a todo el mundo. ¿Qué llevas ahí?
—Comida, y un celular.
—Eso está bien, debes comer bien. Por cierto, llegó otra carta de Dimitri, minutos después de que te fuiste. Supongo que las envió una tras otra.
—¡Que bien! Me muero por leerla.
—Vamos por ella, está adentro.

Mario abrió la puerta y ambos entraron al edificio 7153. En la recepción, Mario tomó un sobre de su puesto y lo depositó en la bolsa de papel de la chica, seguro de que no tendría como llevarlo en las manos. Chistine se despidió de Mario y se acercó al elevador, las puertas se abrieron y entró a la caja metálica, presionando luego el botón del quinto piso. Al llegar a su destino, Christine salió del elevador y se acercó a la puerta de su departamento. Buscó las llaves en el bolsillo de su falda, al encontrarlas, abrió la puerta. Entró al departamento y corrió hasta la pequeña mesa de madera para descargar la bolsa, para liberarse del peso en sus brazos, para recuperar la libertad de moverse. Al hacerlo, se acercó a la puerta y la cerró de golpe, luego volvió a la mesa y buscó en el interior de la bolsa el sobre que minutos atrás Mario había depositado allí. Lo destapó rápidamente y tomó la carta entre sus dedos, comenzó a leer sin detenerse.

“Christine,
Sé que eres muy lista, pero no eres adivina. Aquí está mi número, olvidé ponerlo justo después de enviar la carta. Escríbeme cuando puedas, o cuando necesites una mano. ¡Buena suerte pequeña!

773-854-5421.
Dimitri.”

Ahí estaba lo que estaba buscando. Christine tomó la pequeña caja blanca de la bolsa de papel y la abrió, tomó de ella el celular y lo encendió. Después de una rápida configuración, estaba listo para ser usado. Pensó en llamar a Dimitri, hasta que recordó las palabras presentes en su carta. Un mensaje, eso serviría más. ¿Y qué le diría? Comenzó a escribir en la pequeña pantalla de cristal, escribía y borraba, escribía y borraba, insegura. Al final, puso tres puntos suspensivos y envió el mensaje, luego caminó hasta su cuarto y se recostó sobre la cama, invadida por una repentina ansiedad, por el deseo de obtener una respuesta en cuanto antes. Así pasó un minuto, pasaron dos, pasaron tres minutos y el sopor del calor de la mañana volvía a invadirla, a someterla. Un sonido proveniente del celular la hizo reaccionar nuevamente, la pantalla se encendió con la respuesta de aquel número desconocido, que ahora conocía y no podría olvidar. Los mensajes llegaban uno a uno y ella solo sonreía de dicha al sentir como la ansiedad se había ido, como era eso lo que faltaba en realidad, tachar los pendientes en esa lista interminable que no abandonaba su cabeza.

“¡Vaya que tarda el correo en llegar! ¡Envié esas cartas hace días!”

“¡Hola pequeña¡ ¿Todo en orden? :)”

“Volveré pronto, lo prometo. ¿Cómo van las cosas en Chicago?

¿En Chicago? Christine no estaba realmente segura de donde estaba Dimitri, pero podía estar segura de que no estaba en Chicago ni cerca de la ciudad. ¿Sería adecuado preguntarle? Sin ganas de incomodarlo, sin ganas de abrir las puertas de un mundo desconocido, se limitó a responder, a hacer como si nada.

“¡Todo en orden Dimitri! :)”

Las respuestas vendrían solas, como lo habían hecho hasta ahora sin necesidad de decir algo".

martes, 21 de noviembre de 2017

Esqueletos

Se ralentizaban los segundos, cada uno de ellos que pasaba con el vehículo en movimiento y la cabeza en otra parte, con la cabeza girando en un espiral, bailando con la melodía que no se detiene. No dormido, no inconsciente, pues los ojos estaban abiertos, alerta, contemplando la escena que mutaba constantemente con ambas manos en el volante. Los edificios pasaban, las señales de tránsito se quedaban atrás y pronto ya no quedaban ladrillos, ya no quedaba cemento, ya no quedaba ciudad, solo montañas negruzcas en la distancia y el verdor de los pastizales cubiertos por la neblina blanca.  Apagó el motor, el ronquido de los engranajes se cortó de pronto y volvieron los grillos, el silbido de la brisa, el ruido de la noche. Observó por la ventana, hacia los campos, en donde los brotes altos se sacudían, danzaban, invitándolo a perderse en ellos, como en los viejos tiempos cuando corría y se escondía en la maleza sin medir el tiempo, sin ganas de volver a casa. Abrió la puerta, bajó del vehículo y cerró la puerta de golpe, comenzó a caminar hacia los pastizales, mientras la neblina parecía avanzar hacia él, rodearlo con sus tonos claros. Lo abrazaba, como un espectro con aroma a rocío, cuyo aroma se hacía más fuerte con cada paso que se daba. El sonido de los grillos aumentaba de volumen, saltaban bajo las suelas de sus zapatos. Sus pies aplastaban los pequeños brotes mientras quitaba los más grandes con sus manos, tratando de despejar el camino y ver lo que había más allá de ellos. Más hojas, más ramas, más y más ramas, como antes, como siempre. Se sentó un momento, cansado, considerando la idea de devolverse y detener aquella locura, aquella búsqueda en la que no encontraría nada. No había nada sobre ese campo que le fuera útil, todo estaba bajo él. Cientos de esqueletos enterrados por las mismas manos, acumulados a través de los años en un intento por recordar el sendero correcto, cuando la toxicidad de aquellos recuerdos enterrados era aquello que enfermaba las raíces, que opacaba las ramas, que marchitaba las hojas. Desde abajo, desde el interior, era el veneno disfrazado de cura, un acto heroico convertido en la propia ruina. La enfermedad autoinducida, la laceración propia, tantas metáforas para definir el acto patético de vivir en el ayer, con los esqueletos que nunca debieron enterrarse, con los esqueletos que debieron arder en el fuego. Se miró las manos, las cicatrices de las quemaduras causadas cuando quiso rescatarlos, cuando se rehusó a perderlos… Ahora todos ellos estaban allí, recordándole a gritos que no se irían hasta que no cerrara la puerta. No se irían alejándose de aquel campo, no se irían subiéndole el volumen a la música, las voces estaban allí recordando el hambre, la sed, el frío que causaba su presencia. Uno de ellos, uno de nosotros, no podría, no lo permitiría. ¿Y cómo salir? Si volvía allí cada noche, al quedarse dormido, a repetir la misma escena día tras día de encontrarse con los espectros cara a cara para una cita a la media noche. Tenía que despertar, pero no del sueño, despertar de verdad. Encerrar aquellas imágenes y no bajo sus pies, deshacerse de ellas como debió hacerlo cuando la primera apareció, cuando la primera cadena se forjó. Sus ojos comenzaron abrirse, muy lentamente, mientras los campos de desvanecían, mientras las hojas se iban, mientras la bóveda de sus sueños se desmoronaba. Estaba en su habitación, una mañana cualquiera, con las paredes de su habitación llenas de fotografías. Pronto se irían, al igual que los esqueletos.

martes, 14 de noviembre de 2017

Lo que dijeron

Encuentros con el humo, mientras la lluvia cae y las palabras fluyen, mientras los pasos bajo los árboles de un parque lejano se hacen lentos y dejan que el agua helada empape el cabello, la ropa, los rostros cansados que avanzan sin detenerse por una calle llena de altos edificios. El verdor era lentamente remplazado por el gris, por el negro, por los tonos sucios de los grandes ventanales en donde rostros desconocidos se asomaban para observar la atmósfera oscura que cubría la ciudad. Los colores se habían ido, y eran solo las luces de los miles de anuncios las que pintaban de alguna forma el paisaje. Mensajes de todo tipo: lleve esto, compre aquello, deshágase de eso, renueve lo otro; deje a un lado la duda y olvide la amargura, dele color a su día con cualquier cosa material que de seguro encontrará aquí. Eran casi todos iguales, los anuncios que brillaban en la distancia. Se escuchaban los gritos de los vendedores, sus voces nerviosas, repitiendo la misma frase una y otra vez. Truenos ensordecedores retumbaban aún más fuerte, tras las montañas, acompañaban al murmullo de las personas y las bocinas que se movían en ese lugar. Los minutos pasaban, por el rostro corrían las gotas que caían de las nubes y se llevaban el sudor, se llevaban la percepción del tiempo. El ruido disminuía, las personas se alejaban, los vendedores se refugiaban, pronto el sendero se encontró desierto. Era posible estar tranquilo, era posible disfrutar el sonido de lluvia golpeando los tejados, las ventanas, las copas de los árboles que de tanto en tanto nos refugiaban, que por escasos segundos nos cubrían del agua. Un minuto, dos minutos de anécdotas, de opiniones, de discusiones basadas en lo que sucedía a nuestro alrededor, en el paisaje húmedo y frío que nos rodeaba. Percepciones similares, en algunos casos, opiniones causales de risas y burlas. Gustos parecidos, también, el brillo en los ojos causado por los tonos naranjas y negros de la época, del día en el que estos eventos sucedieron, por ejemplo. No por los dulces, sino por una noche que parece más larga y oscura. Faltaba poco para llegar al final del recorrido, para decir adiós y tomar un rumbo distinto. Caminaba junto a la representación de un personaje conocido sin excusas para hacer tiempo, solamente contento de haber podido decirle precisamente eso, revelar esa extraña casualidad, la coincidencia de eventos entre un personaje hecho de tinta y un personaje hecho de carne y hueso. Dos personajes fuertes, dos personajes decididos, dos personajes que saltaron entre tiempos a causa de eventos cualquieras, madurados por la vida como suelen decir algunos. El camino nunca es igual para nadie, por lo que encontrar pequeñas coincidencias como estas en alguien que aprecio es grato. Conozco demasiado bien al personaje que baila en el papel, pero la persona que avanzaba a mi lado era, es y seguirá siendo un enigma, un misterio indescifrable. Quizá para mí, quizá para algunos, quizá para todos. Cada persona es distinta y eso lo sé bien, cada cabeza refugia diferentes historias. Cada cabeza refugia diferentes voces, que aun estando en la cima no se detienen y retumban aún más fuerte que los truenos pasados, pero una conversación con la persona correcta, una canción que haga que vibren las paredes, una caminata bajo la lluvia helada, cosas como estas puede hacerlas inaudibles por un momento, imperceptibles por un rato. De eso se trata, pues quizá nunca desaparezcan, seguirán dando vueltas. Opacarlas de la mejor manera es subirle el volumen a la melodía en la cabeza que recuerda que todo estará bien. Así, con el tiempo, apenas se recordará lo que aquellas voces dijeron.

domingo, 12 de noviembre de 2017

De hojas y ramas

La semana no acaba, pues apenas comienza. Los días pasados fueron días diferentes, días cortos en los que escuchar se volvió mejor que hablar, en los que leer se volvió mejor que escribir, en los que dejarse llevar se volvió mejor que nadar en contra de la corriente. Un respiro, una pausa, un descanso mientras se suben las escaleras que llevan al cielo, las escaleras que llevan a la utopía personal. Es esa utopía la que motiva a salir de la cama, la que estando entredormido lleva a abrir las cortinas muy temprano en la mañana para disfrutar del amanecer antes de que sus colores se opaquen por el humo, de que se escondan tras el polvo de una ciudad que despierta un domingo cualquiera. Hoy despierta más tarde, hoy la ciudad se queda en cama por algunas horas mientras individuos más activos toman sus bicicletas, ruedan sin control alguno por las calles vacías, aunque llenas de huecos y charcos, los restos claros de la lluvia pasada y del desorden administrativo pasado también. Puedo verlas, a todas las bicicletas brillantes que pasan frente a mi ventana. Tantos colores, tantas ruedas girando a toda velocidad y perdiéndose más allá de los árboles, de las montañas, de los tejados de las casas que se ven desde mi posición. Una buena vista, un buen paisaje, un buen lugar para despertar y comenzar el día. Al abrir la ventana, al mover el cristal, entra la brisa fría colmada del aroma a rocío. Los sonidos se vuelven más claros, el aparente silencio de la ciudad parece real mientras solo se escuchan las aves silbando, mientras solo se percibe el murmullo de las hojas sacudiéndose con el viento, siendo arrancadas de sus ramas, volando por ahí y perdiéndose en el cielo hasta tocar su destino final. Qué tan fuerte ha de soplar, para arrancar hojas todavía verdes, todavía vivas. Han de irse solo las hojas secas, las hojas marrones, pero la brisa no distingue colores y solo se lleva lo que encuentra, aquello que nunca estuvo aferrado realmente. Suficiente del murmullo, de ver hojas volando por ahí; el tiempo apremia, el tiempo se acaba. Me alejo de la ventana, la dejo abierta; la promesa de no volver a cerrarla por abrir una puerta ha de mantenerse. El solo mirar hacia afuera basta para recordar aquella promesa, basta para recordar la ruta, para organizar las ideas. Y para hacerlo, para mirar hacia afuera, hay que dejar entrar la luz, quitar las barreras. En una habitación oscura, aislada, no puede haber fuego, no puede haber vida. En una habitación llena de pendientes, de las palabras que nunca se dijeron, no puede nacer nada nuevo. Abandonarla no es tampoco una opción, correr nunca lo ha sido. Quedarse allí es la respuesta, la decisión final, barrer los destrozos de otros tiempos para así despejar el camino. Decir las palabras que nunca se dijeron, enviar los mensajes que nunca se enviaron, vaciando así la maleta y haciendo más fácil el recorrido. Sin vidrios rotos, sin clavos desperdigados que retrasen el avance, una pista libre para despegar y perderse entre las nubes grises con la esperanza de que algún día vuelvan a ser blancas. No habrá que volver a aterrizar en el mismo lugar dos veces, no hay que volver, ese nunca fue el plan. La cuenta regresiva sigue mientras un domingo cualquiera la semana comienza, mientras con un nuevo teclado se le da la bienvenida a una nota más, a una página más. Una página nueva, una que crece en las ramas de donde alguna vez cayeron tantas hojas.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Desde otro lugar

Escribo desde otro lugar, lamentablemente mi antiguo teclado ya no funciona. Después de numerosos accidentes que pudieron evitarse con un poco más de cuidado, conseguir uno nuevo se vuelve ahora una necesidad, mas no inmediata, puede esperar algunos días y así lo ha hecho. Hay otras prioridades, otras cosas en la lista de pendientes. Este suceso no significa dejar de escribir, dejar las cosas tiradas a la mitad del camino; al fin y al cabo, para escribir solo se necesitan las ganas, así sea en un pedazo de papel cualquiera. ¡Cuántas no ha habido ya de este tipo! Notas al azar en cualquier parte, en cualquier lado. Desde servilletas amarillentas hasta el más blanco papel, desde arrugadas páginas hasta impecables y lisas hojas coloridas. Recopilarlas todas sería una interesante actividad, atar cabos sueltos de los que no se esperaba más que matar el tiempo, sacar la basura. Sin embargo, muchos de esos fragmentos ya no existen, se han perdido, han ardido entre llamas amarillas y azules. Se convertido en negruzca ceniza que ya no significa nada, que ya no representa nada más que sobras, desechos. Las que no ardieron, las notas que se quedaron, los fragmentos que sobrevivieron, se encuentran refugiados en un cajón bajo llave, donde solo un par de ojos podrían verlos de nuevo. Es posible sacarlos de su escondite, pero por ahora, es temprano para que vean la luz nuevamente, la misma que vieron cuando la tinta quedo grabada en ellos. Por otro lado, fuera de la bóveda en la que reposan aquellas historias, hay vida, mucha más de la que podría haber encerrada en la oscuridad. En el papel avanzan, sobre el papel se mueven, aquellos personajes de otros días, aquellos recuerdos de otros años. Relatos escondidos que bajo el cielo negro parecen dar color a la habitación, parecen devolverle el calor mientras la lluvia helada y el granizo blanco cubren las calles por completo, mientras el silbido de la brisa fría se escucha más allá del cristal de la ventana como si esta tratase de entrar. Golpea el cristal, una y otra vez, un murmullo constante que no se detiene con los minutos, con las horas. Una, dos, tres horas en el mismo lugar, dando vueltas en la silla. Las horas pasan frente al escritorio de madera, con un bolígrafo jugueteando entre los dedos, con las ideas organizándose al ritmo de la música, esa que opaca el silencio y se sobrepone al murmullo de la ciudad. Es un poco más lento el proceso, este de escribir a mano, pero el tener una copia tangible sigue siendo una mejor opción. Un cuaderno, un libro, lo que sea que no desaparezca con presionar un botón; opciones más atractivas, aunque no más eficientes en términos generales. Sacrificar la eficiencia por la tranquilidad de que nada se va a perder, sacrificar la rapidez por la sensación de tener el lápiz en las manos y tachar palabras, borrar caminos; una sensación más real de tener el control de la historia al hacer y deshacer físicamente lo que sale de la cabeza. 

martes, 24 de octubre de 2017

En su interior

“Ya despierta, ya habiendo dejado atrás sus ensoñaciones, Christine abrió los ojos y se levantó de la cama. Consultó la hora en el reloj de pared: 9:30. Estiró sus brazos a todas sus anchas y se puso las pantuflas para salir de la habitación. Cruzó el umbral, la sala principal parecía mucho más colorida ahora que los rayos de sol dejaban ver con más detalle los pocos muebles que allí había. Estaba casi vacía, como todo el departamento en realidad, pero pronto dejaría de estarlo. Christine tomó el vaso que había dejado en la pequeña mesa de madera horas atrás y se dirigió a la cocina. Otro vaso de agua, otra vez el sonido de la llave siendo el único ruido presente en el departamento. No estaba acostumbrada a tanto silencio, pero comenzaba a adaptarse, comenzaba a agradarle. Bebió el contenido del vaso en pequeños sorbos y lo dejó en la cocina, salió de ella y se acercó a la ventana de la sala principal. Se recostó ligeramente sobre el cristal, para ver con más detalle la escena allí afuera. El tráfico ya avanzaba con relativa normalidad, se podían escuchar sus motores y sus bocinas retumbando en la distancia y en la cercanía también, pues la avenida frente a su edificio era también muy concurrida. Las calles estaban llenas de personas que bajo sus pies avanzaban de un lado a otro. Todas con distintos afanes, todas con distintos destinos. Era hora de acompañarlas, de salir a caminar junto a ellas. Christine se dio la vuelta y regresó corriendo a su habitación. Se deshizo rápidamente del camisón que cubría su cuerpo y lo lanzó sobre la cama. Nadie podía verla desnuda, en cualquier caso. Tomó la primera toalla que vio y caminó en dirección al cuarto de baño. Allí, colgó la toalla en un pequeño gancho junto a la ducha y entró a ella, cerrando tras de sí la pequeña puerta que la separaba del resto del cuarto de baño. Christine abrió la llave del agua lentamente, gotas tibias se deslizaban sobre su cabello, sobre su rostro, sobre su cuerpo. Recorrían sus mechones castaños y estos caían sobre sus mejillas, sobre su pecho, sobre sus hombros, sobre su espalda. El vapor llenaba la ducha y Christine solamente dejaba el agua caer, solamente dejaba el tiempo pasar. Un minuto, quizá dos, con los ojos cerrados inhalando hondamente, exhalando profundamente, llenando sus pulmones de aquel vapor tan claro que la hacía sentir tan tranquila. Abrió los ojos, sacudió su cabeza y cerró la llave. Comenzó a enjabonar su cuerpo de arriba abajo, llenando su piel trigueña de una clara espuma, de cientos de pequeñas burbujas que se resbalaban por su abdomen, por su cintura, por su cadera, por sus piernas hasta llegar al suelo y perderse bajo sus pies pequeños. Christine abrió la llave nuevamente, las gotas tibias se llevaron el jabón mientras ella repasaba sus manos por su rostro. Era hora de salir. Christine cerró la llave por última vez e hizo un intento por secar su cabello antes de salir de la ducha. Sin éxito, abrió la puerta de cristal de la ducha y tomó la toalla colgada junto a esta. Comenzó a secar su larga cabellera castaña que no dejaba de gotear. La envolvió en la tela azul de la toalla, se secaba con mucho cuidado. Al cabo de un par de minutos, cuando creyó haber acabado, cubrió su cuerpo con la toalla y salió de la ducha. Mientras caminaba en dirección a su habitación iba dejando un pequeño rastro de gotas, así como las pequeñas huellas de sus pies todavía mojados. Ya se secarían, con el calor del día que entraba por la ventana. Christine llegó a su habitación y descubrió su cuerpo, lanzó la toalla sobre la cama y comenzó a dar vueltas alrededor de esta, mientras pensaba a donde iría primero. Se acercó al armario, tomó lo primero que encontró y se sentó sobre la cama llevando la ropa en sus manos. Una blusa blanca con pequeños grabados negros, una falda azul no muy larga. Buscó bajo la cama unos zapatos azules que había traído días atrás y, decidida, comenzó a vestirse. Volvió al armario y tomó de uno de los cajones ropa interior, cubrió su desnudez rápidamente y luego se puso la falda, la blusa y los zapatos. Caminó en dirección al espejo en su habitación y se quedó viendo su reflejo mientras daba vueltas, la dicha la inundaba. Su apariencia era apropiada para el clima caluroso de aquella mañana. Christine colgó la toalla en un gancho y salió la habitación. Hizo un leve repaso, asegurándose de que no olvidaba nada. Abrió los ojos, sorprendida. Volvió corriendo al cuarto y, frente al armario, comenzó a buscar el maletín que se encontraba bajo cúmulos y cúmulos de ropa aparentemente de Dimitri. Sus dedos dieron con el cuero del maletín, lo sujetó con fuerza y lo sacó del armario. Quitó el seguro para poder abrirlo y revisar su contenido. Se escuchó un clic, un sonido familiar para Christine. Como si fuera la primera vez, volvió a abrir lentamente el maletín y quedó nuevamente sorprendida, pero esta vez no lo cerró de golpe. Trató de procesar las cosas con calma, sin miedos, sin dudas. Tomó un fajo de billetes de 100 sin que pareciera disminuir la cantidad que allí había y cerró el maletín, lo dejó bajo su cama. Christine se quedó viendo el fajo de billetes un momento, era demasiado dinero. Más de lo que necesitaba. Lo guardó en el bolsillo de su falda y, como si nada hubiera pasado, salió de la habitación. Nada ha pasado, pensaba, es solo el inicio de una nueva vida. Romper con las costumbres sería difícil al principio… Después… ni ella misma notaría el cambio. Llegó a la sala principal y miró por la ventana una vez más antes de salir, el cielo parecía aún más claro que antes, el sol parecía brillar con más fuerza que antes. Christine sonrió, tomó las llaves que estaban sobre la mesa y salió del departamento. No quería tomar el ascensor, decidió usar las escaleras. Se sentía enérgica, llena de vida, como si en su historia hubiese por fin armonía. Corría a través de las escaleras del cuarto, del tercero, del segundo piso. Llegó al primero y allí estaba Mario parado junto a la puerta leyendo una revista. En cuanto vio llegar a Christine, dejó caer la revista y se quitó el sombrero, con la mirada fija en la pequeña chica.

—Luce hermosa hoy, señorita Moore.
—¡Gracias! —Christine se sonrojó e inclinó ligeramente su cabeza—. Hoy es un buen día caminar después de todo. ¿Qué dijimos de llamarme señorita Moore?
—Christine… Es la costumbre. —Mario comenzó a reír—. ¿A dónde vas hoy?
—Iré a conseguir algunas cosas, moriré de hambre si no lleno la alacena.
—Seguro que sí. Debes comer bien. ¿Hay noticias de Dimitri?
—No realmente, era más una carta para saludar. Ha de regresar pronto. He estado sola por más tiempo, en cualquier caso.
—Si tú lo dices. —Mario abrió la puerta para Christine—. ¿No te cansa la soledad?
—Pues… Ya he de acostumbrarme. Adiós Mario, nos veremos más tarde
—¡Adiós Christine!


Christine salió del edificio y escuchó la puerta cerrarse tras de sí. Tomó aire, los rayos del sol comenzaban a calentar su piel y a devolverle el calor a su cuerpo. La brisa fría despeinaba su cabello, pero a ella parecía no importarle, pues no dejaba de sonreír mientras avanzaba lentamente en dirección al centro comercial. Era un buen día, y el ruido a su alrededor no podría arrebatarle la paz en su interior.”