lunes, 30 de enero de 2017

De las raíces

El salir de la ciudad y ver paisajes más allá de las montañas es una buena manera de cerrar la semana, y una buena imagen mental para comenzar una nueva convencido de que el paisaje presente es una construcción temporal, convencido de que todo cambia y crece y se mueve a donde tenga que moverse. Lunes en la mañana, pocas horas antes de iniciar el reloj nuevamente que detenido en múltiples sentidos había incluso retrocedido un poco, se había degradado un poco. La suciedad en él puede limpiarse, las manecillas pueden repararse, los engranajes pueden cambiarse si es necesario para hacer que todo corra en perfecta sincronía nuevamente y ver aquellos números de colores indicando los pasos, indicando la meta, indicando el camino con un simple tic-tac. Nada más que eso para estar listo, la idea de saber que todo marcha bien. Brisa fresca entrando a la habitación, llevándose el polvo con el ritmo del reloj y enfriando la escena que cálida segundos antes se torna diferente al abrir las cortinas y dejar entrar la luz también. Un paisaje oscuro se torna claro, se despeja el cielo y es entonces cuando se puede salir, cuando se comienza el camino después de un buen desayuno y algo de música para abrir la mañana con buenas notas de madrugada. Un camino ya trazado, ya finalizado en varias ocasiones y sin embargo nunca como se hará en algunos minutos, como si todo se tratase de algo desconocido, como si la ciudad blanca a la que quiero llegar fuese un misterio todavía. Lo es, en realidad nunca dejó de serlo. El tener la oportunidad de adentrarse en aquel misterio y entender lo que antes no se entendía es un cuaderno nuevo, es el fuego que incinera el anterior y deja escapar sus cenizas con el viento. Se llegará al bosque, a los árboles frondosos que ocultaban tantas historias como hojas en sus ramas. Historias del amor, del desamor, de las letras, de los números, de las ciencias, de las artes; numerosas, y parecían tan reales como talladas en la madera, como talladas en el tronco y en las ramas de los gigantes erigidos junto a blancas estructuras. La idea de estar allí es suficiente para hablar de ello, para pensar que la nueva historia que ha de escribirse allí no puede parecerse a la anterior, que no ha de estancarse junto a las raíces sino salir de ellas, sino crecer a partir de ellas y levantarse cuando es necesario para volver a casa, para volver a lo que sea que haya de hacerse sin más demora. Fue quizá ese el error, el no entenderlo lo que causó todo. Meses largos bajo los árboles contemplando las nubes sin deseos de ver más que eso, sin otro deseo fuera del silencio. Sin ruido, sin autos, sin voces, ni nada; la soledad absoluta reinando por mero gusto bajo ramas torcidas, sobre ramas quebradas, plasmando ideas en tinta tóxica de color negro sobre cuadernos ya perdidos. Ya es historia en cualquier caso; no vale de nada lamentarse respecto a lo ya hecho, a lo ya escrito. Esa tinta ya no existe en ningún papel, lo único que queda de ella está en la memoria, y día tras día una palabra de aquellos días desaparece. Una nueva se pone hoy, antes de tomar una ducha y salir, y rodar, y ver si todo lo dicho se siente como tal cuando se esté en aquel lugar. Pocos minutos antes de la hora final, todavía se siente como el primer día.

viernes, 27 de enero de 2017

Para variar

Dentro de los tantos cambios venideros, todos ellos en pro de estar relativamente más tranquilo, se incluye lo que antes era tan agradable, eso de rodar mientras todos duermen. Se acabaron los recorridos después de las 12, se acabaron las largas horas pedaleando por calles vacías que permitían usar toda la calzada para avanzar rápidamente bajo los postes y los cables, bajo las estrellas y la luna. Minutos largos, fríos e inquietantes; la ciudad entera resguardada del viento que silbaba a través del metal de los edificios, del cristal de las ventanas y de la madera de los árboles. Sin ninguna protección ante el viento helado, este entraba en los oídos y congelaba las orejas, congelaba las mejillas, congelaba la nariz; hasta la respiración se volvía fría minuto a minuto. Antes de llegar a frenar el movimiento de alguna forma, el conjunto de todas estas sensaciones motivaba a acelerar un poco más para mitigarlas; solo unos kilómetros más, solo unos semáforos más para llegar al destino seguro, el fin de un corto recorrido que es corto por el simple deseo de llegar a casa en cuanto antes, sin más ganas de estar por ahí exponiendo el pellejo porque sí. No solo ante el frío, pues esto con una bebida caliente se va; el exponerlo a través de kilómetros solitarios es también un inconveniente, es incómodo recordar noches en las que una o dos figuras desconocidas que avanzaban por los costados obligaban a acelerar y a dejarlas atrás entre pedaleo y pedaleo; dejarlas en las sombras hasta la llegada del amanecer. Si bien el destino no es tampoco una burbuja impenetrable en donde nada puede pasar, al menos da la tranquilidad de que se está a salvo. Un escenario conocido será siempre mejor refugio que una tierra de nadie, una tierra vacía con luces intermitentes no se parece en nada al lugar en donde se quiere estar a esas horas. No más de eso, una rutina así no tiene ningún sentido y desgasta como ninguna otra cosa, acaba lentamente con los deseos fervorosos de despertar en la mañana a correr y a simplemente ver el sol. Después de paseos así, las mañanas se consumen en el sopor del cansancio, una historia que se repite con la llegada de la noche, nuevamente y otra vez más. Ha de escribirse una página nueva, en la que se llega temprano para variar y puede escribirse un poco antes de cerrar los ojos, la imaginación puede antes de cerrar el libro por una noche. Notas al azar en páginas olvidadas que nuevamente tienen un propósito, notas nebulosas que lentamente toman forma para luego salir por la ventana a caer en manos extrañas, en manos no tan extrañas o simplemente a perderse en la lluvia. Las que no se lanzan, las que se quedan en el cuaderno como si fuesen propias, contienen los esbozos de lo que se hará en el transcurso del día, como una lista a la espera de ser completada con las horas, con las risas y la buena compañía. Estando renovado, sin la sensación de que se estuvo en peligro por un momento, pueden ponerse los pies en el suelo firmemente y comenzar el día. Un paseo matutino, uno de una brisa menos fría que la de ayer, una con la compañía del sol que apenas sale y aclara el pavimento, se lleva la oscuridad de cada rincón que antes ocultaba un misterio. Todo es tan claro en la mañana, y esta mañana es claro que todas las piezas han encajado en su lugar, que ya puede respirarse en paz y decir de una vez por todas que no hay nada por hacer, que todo está hecho y que solo quedan días para que llegue el día soñado. Por fin, diría, pero es en realidad el comienzo de todo. Limpiar los rastros de un tropezón pasado no es sencillo, y no es lo que busco en cualquier caso; la hoja se arrancado, ya no se escribe con lápiz, lo que venga en la siguiente página será permanente.

jueves, 26 de enero de 2017

Dirección correcta

Seguro de que se avanza en la dirección correcta, el camino parece mucho más sencillo, mucho más corto. Con una mentalidad pesimista parecía tan eterno, tan largo y tan peligroso, que es grato haber dejado eso atrás, haber lanzado tal lastre mental del globo para retomar el trayecto sin demora y sin retrasos de ningún tipo; todo lo innecesario ha de caer por efecto de la gravedad, fuera del cesto y alejado de las nubes que se elevan a la par de las manos propias. ¿Qué ha de quedarse entonces? Las provisiones para un buen viaje, lo que no puede faltar a través de los días como lo son las buenas historias, como lo es un buen libro de otros años; como lo es la posibilidad de adentrarse en una realidad ajena y quedarse allí por horas, tomando de aquellas palabras centenarias todo lo posible para reestructurar la prosa propia, la mente propia que crece día a día y que apenas comienza a abrirse realmente. Es curioso ese concepto de abrir la cabeza, de expandir los horizontes; todo malinterpretado con anterioridad y causal de tantos malos recuerdos, causal de tantos eventos ajenos al control propio por un error, por un descuido. Se quedó atrás, el tener la oportunidad de redefinir tales palabras es un regalo, es una especie de boleto para volver a subirse de nuevo en el tren del que se saltó en un acto de cobardía. Lo que hubo atrás, lo que el caer y no levantarse trajo ya pasó; aquellas piedras con las que se tropezó han desaparecido, la posibilidad de nacer nuevamente de las cenizas parece posible, como si aquel incendio hubiese erradicado toda la toxicidad que pudo haber en un momento. Hubo, ¿ya no hay? Hay, todo se trata del equilibrio después de todo, del balance entre lo bueno y lo malo, de la armonía entre el caos y el orden, entre la astucia y la estupidez. Pronto las caídas se hacen menos frecuentes, pronto desaparecen y entonces el camino deja de parecer nebuloso, entonces el camino parece claro de una vez por todas, tan impecable y sin fisuras, como si todo lo anterior hubiese sido solo un sueño. Quizá se trata de la manera de ver las cosas, que es en realidad lo que cambia y por consiguiente lo que altera el recorrido en general; quizá conunos lentes distintos puede ahora verse que con lo que se ha tropezado antes ha sido tan mínimo, tan insignificante, que reprocharse sería una opción si no fuese por el hecho de que tener la oportunidad de corregir tal error lo vuelve innecesario. Es eso crecer de alguna forma, el dejar de lamentarse ante los cristales rotos y comenzar a limpiar, el poner manos a la obra antes de que la tormenta llegue y con ello escapar de la lluvia. Refugiarse de ella como quien se refugia del frío, bajo los altos techos de edificios antiguos, rodeado de desconocidos que caminan en diferentes direcciones, rumbo a distintos destinos. Cuando esta se detiene, cuando la calma vuelve al cielo y puede mirarse hacia arriba sin empaparse la cara, es momento de retomar el camino y esquivar los charcos, esquivar las grietas que se han llenado de barro y de ramas. Todos salen a la calle, algunos sacuden sus sombrillas de colores, salpicando con diminutas gotas la superficie del agua reposada mientras la multitud avanza y se detiene tras los semáforos, tras las cebras que brillan con las luces de los postes. Los automóviles avanzan a través del pavimento mojado, sus luces blancas y rojas destacan en la oscuridad y en una atmosfera empapada. Algunas noches de lluvia no van a alterar nada; así, algunas caídas, algunos inconvenientes no van a alterar nada tampoco. Habrá días de sol y días de lluvia, días de niebla y días de brisa, días para levantarse a ver el sol y otros para dormir hasta que sea su luz quien inunde la habitación; que sea esto lo que lleve a despertar. Sin alarmas para variar, sin afanes para variar; un poco de libertad en las más mínimas cosas para poder sentirse realmente libre. Nada como ser el autor de la historia y no un personaje de relleno que sigue las instrucciones como un títere sin titiritero alguno. Nada como tomar las riendas, como encender el motor que por tanto estuvo apagado y avanzar bajo las estrellas seguro de que se va bien, de que se llegará a casa a escribir de ello; en la ruta correcta, en el sendero apropiado.

Volver a casa

Decidí, por qué no, escribir mientras esta desconexión intermitente me mantiene alejado de la ventana, mas no del papel y de la pluma que día a día siguen siendo la manera de dejar una prueba tangible de múltiples eventos con palabras intangibles, ideas intangibles que rondan en mi cabeza y se quedan en mis recuerdos. Más que metáforas para tratar de explicar lo que sucede, un poco de franqueza no estaría mal, el decir las cosas sin tantas figuras literarias complejas. Sin maquillaje, sin tapaduras, con la crudeza de una idea expresada en palabras llanas no hay lugar para ambigüedades, para malinterpretaciones que llevan a molestos escenarios; evitando exagerar para transmitir un mensaje se obtienen mejores resultados. Así, esto sucede: me mudo, nuevamente. Han pasado ya varios meses desde aquel día en que me despedí de aquellas paredes azuladas, de aquel ventanal amplio que daba a las montañas y al verdor de las calles en las afueras. Ha pasado mucho tiempo desde que llamé a ese lugar hogar, y es que en realidad desde antes de irme la atmosfera en general ya era pesada, ya era turbia y sofocante. En un ambiente hostil, del que solo se deseaba escapar con rabia y sin medir las consecuencias, el poder hacerlo de la mano de las personas correctas evitó un trágico desenlace que de una u otra forma fue la mejor alternativa para un callejón casi sin salida. Un escape colectivo, el deseo de tener tranquilidad moviendo vidas enteras y alterando otras, modificando todos los engranajes existentes y dejando así de ser lo que eran, dejando así de ser lo conocido. Dando tumbos por ahí, estando lejos de donde las primeras historias nacieron, no puede sentirse uno a gusto; falta algo, falta la calma de aquellos días en los que el silencio no era incómodo, sino la compañía para la paz reinante. Falta el sentimiento de saber que se está a salvo, de que los limites son los propios, de que la tranquilidad es llegar y escuchar voces conocidas inundando el pasillo, inundando una habitación; un lugar pequeño y acogedor, cálido no por su posición sino por el calor de las personas allí presentes. Esas personas, los vínculos rotos con ellas a través de los días pasados, todo eso es historia. Ya no son lo que eran, ya no son los restos de un incendio; en el presente se tejen nuevamente, en el ahora se fortalecen y lentamente se asemejan a su imagen en mejores épocas, al recuerdo que se tiene de ellas en mejores días. Quizá no volverán a ser lo que eran, pero su sola existencia es suficiente para sentirse completo, para poder decir que nada falta, que están quienes deben estar y se han ido quienes deben irse. Ahora nada falta, hablando en general. Ahora solo se cuentan los días como se hace cuando faltan pocos segundos para que acabe el año o solamente cuando quedan segundos para que lleguen las 12. Un reloj mental, uno que anuncia la llegada de buenos momentos, de más prosa lanzada a través de una ventana distinta a nuevos destinos, a nuevos lugares; la posibilidad de conocer nuevas fronteras con solo perder el miedo al error. Se puede fallar, como se ha hecho a lo largo de todos estos años; y se puede aprender de ello, dejar que la enseñanza se adhiera a la memoria, a ese registro que no desaparecerá por más que pase el tiempo. Hacerse más grande, más sabio; prepararse para los eventos venideros con el simple deseo de dar una respuesta acertada y no titubear, de trazar con firmeza y sin temblar. Falta poco para volver, y el desorden que todo esto genera me motivó a escribir estas palabras no como una explicación, sino como un simple anuncio de alguien que gusta de contar que sucede a su alrededor. A mi alrededor, en este momento, las paredes vacías antes llenas de mi galería personal parecen desnudas, parecen incompletas; una escena siempre presente al despertar no puede olvidarse de la nada, pero la costumbre no es motivo para dudar en los siguientes pasos, sino el combustible para acelerar y enfrentarlos sin demora. Que llegue la hora, es todo lo que podría desear.

domingo, 22 de enero de 2017

Días de antaño

Extrañaba las mañanas de domingo tranquilas, las mañanas para despertar en casa después de largas horas de sueño y no después de minutos eternos sumido en el sopor provocado por el humo y el sudor ajeno. Hasta el primer sonido que se escucha al despertar es tan diferente, hasta el sonido de los pájaros que cantan afuera de la ventana es tan diferente; con abrir los ojos en un escenario familiar, conocido, se tiene suficiente para pisar el suelo con seguridad y prepararse para un paseo ya planeado con anterioridad, cumplir una promesa no por obligación sino por simple gusto. Después de pasar revista entre los presentes, las mochilas de cuero se llenan con objetos de toda clase, se llenan con lo necesario para una aventura tan corta como la disponibilidad de tiempo lo permite. El deseo de recorrer la ciudad puede mover a muchos sin importan las obligaciones que se tengan, puede poner en el camino a viejos personajes de los que ya no se hablaba, viejos personajes que evocan recuerdos de cuando no se rodaba, de cuando solo se corría y se saltaba y se arrastraba por el suelo como niños. Otros tiempos, otros años, otros juegos en los que se trepaban los árboles para llegar a lo más alto y ver el mundo desde otra perspectiva, para ver las callejuelas coloridas desde un ángulo más alto entre el verdor y el rocío. Otros juegos en los que se corría a través de los callejones hasta muy tarde, hasta la madrugada si era posible, buscando en la oscuridad alguna voz conocida con la cual charlar, una voz conocida que siempre estaba allí para escuchar y aconsejar cuando la niebla parecía ocultar el camino en las mañanas. Eran otros tiempos, eran otros años; la pobre iluminación no daba un aspecto sombrío al lugar, daba alegría a un escenario triste, opacaba las penas perceptibles con un modesto brillo naranja proveniente de faroles elevados que se apagaban con los rayos del alba, que se encendían con los rayos del atardecer. Es este naranja el único que queda en la ciudad, aquel que viene del sol al despedirse. El nuevo alumbrado público en los parques y en las avenidas le da otro aspecto al áspero pavimento bajo sus focos, eliminando el recuerdo de aquellos días con el blanco de sus bombillas alargadas. No se necesita más ese recuerdo, en cualquier caso, de esos días se ha sacado todo el provecho posible y no tiene ningún sentido cargar latas vacías en los bolsillos. Ha de avanzarse sin tanto equipaje, ligero de peso por si se camina sobre arenas movedizas, ligero de peso por si se nada bajo aguas desconocidas. En cuanto se hayan sorteado todos los obstáculos, podrá disfrutarse de la vista, podrá cobrarse la recompensa prometida. Con los pedales moviéndose rápidamente y las piernas agotadas, llegar a la cima es en cualquier caso un premio secundario, la satisfacción de no detenerse ante el cansancio entendiendo que faltan pocos metros para acabar. Un cuadro en la distancia, sin nubes, sin humo y sin nada que opaque el cielo; el brillo se filtra a través de las ramas del árbol vecino, del árbol más alto de todos, dejando al descubierto sus hojas coloridas y sus ramas robustas, sus ramas frágiles que en lo alto se sacuden con la brisa. La luz cubre los edificios, todos ellos se encuentran teñidos de un naranja claro mientras el sol desciende y se oculta, mientras llega la noche y se van todas las sombras presentes. Con ellas se van las voces, con ellas se van todos; la soledad vuelve con el silencio y el calor desaparece, llega la noche, llega el fin de un paseo en el que se estuvo saltando entre tiempos, entre palabras del ayer y del hoy. El recuerdo del paseo de hoy no podría olvidarse, y quizá con los años se hablará de él como una anécdota; el día en que se rodaba bajo un cielo azul, tan azul como en los días de antaño.

viernes, 20 de enero de 2017

Notas al amanecer

Han pasado bastante tiempo desde la última nota escrita tan temprano en la mañana, no siendo esto por pereza o por dormir algunas horas más. Se estaba despierto para contemplar los amaneceres sin falta, se estaba despierto para contemplar los primeros rayos del día aparecer en la distancia; se estaba despierto para eso y nada más. En aquellas situaciones en las que solo se bosteza recostado en el barandal, no dan ganas de hablar o de escribir en realidad, no dan ganas de interrumpir con palabras la paz del momento que se vive mientras todos duermen. Cuando todos duermen menos las aves que ya despiertan, la calma deja de ser un concepto utópico para ser lo que conforma los minutos, los segundos que transcurren en silencio. Por una mañana, la simplicidad de todo parece revelada ante unos ojos medio dormidos, ojos que despiertan progresivamente con el frío helado que recorre el cuerpo y hace tiritar, hace reaccionar así no se quiera. Una bebida y una cobija para acompañar el despertar de la pintura, nada más que eso para estar completo desde tan temprano, para no necesitar más piezas de ninguna clase fuera de las ya colocadas sobre la mesa. ¿Para qué más? Palabras, algunas más; en el presente y no dejándolas para después, no dejando que se acumulen y se pierdan y se olviden. Si bien se puede explicar la perfección de una escena como esta horas después cuando ya se ha disipado el recuerdo, es preferible hacerlo en el momento que se vive, cuando puede sentirse todo y quedarse callado, completamente enmudecido y dejando que sea la tinta la que describa lo que ven los ojos. No basta una fotografía, no bastarían mil para encerrar los tonos naranjas y rosados que colorean el cielo mientras que con un café se olvida el frío, mientras que con una gran cobija, compañera de hace años, se olvida el viento que sopla desde todas direcciones y rebota con la lana roja. La taza blanca, el líquido negro, el cielo azulado y las aves marrones sentadas en el tejado; un momento colorido pintado a mano por el simple gusto de despertar para ver el juego de las nubes con el sol, las figuras inalcanzables que representan lo alcanzable. Los dedos tiemblan, ansían unos guantes desesperadamente y se aferran al calor de la taza con fuerza, como tratando de absorberlo todo mientras el contenido se acaba, mientras se sale del sueño con las últimas gotas de café. La luz se elevaba sobre los tejados vecinos, sobre el tejado propio y las manos propias, las que ya no tienen frío y sujetan la taza suavemente, ya no necesitando apegarse a ella para sentirse a gusto. Es entonces cuando la única fuente de calor tangible recibe compañía, es entonces cuando entre sorbo y sorbo se despierta un poco más el cuerpo y se inaugura el día con el sabor amargo que tanto encanta desde hace tanto. Es agradable, eso de escribir con la escena ante los ojos y no solo recordándola; es agradable eso de escribir despierto y no sumergido en la memoria.

jueves, 19 de enero de 2017

Conciliación propia

La vista desde lo más alto de las montañas parece abarcar todas las calles, todas las casas, todos los rincones por los que cientos de historias laten a ritmos distintos. No pueden leerse todas ellas, pero hay algo de agradable en simplemente ojearlas, pasar las páginas rápidamente y ver nuevos rostros que quizá no volverán a verse, pasar por callejuelas estrechas en las que quizá no volverá a entrarse; oportunidades para conocer el mundo antes de cerrar los ojos al anochecer y aclarar así otro lugar del mapa mental que lentamente deja de parecer nebuloso, poder decir que estuve allí y que lo recuerdo como si fuera ayer pues fue hoy, solo hace unas horas, y mañana será un recuerdo más que una anécdota para anotar y lanzar por la ventana. Es ver lo que antes era solo una pintura, una parte de las fotografías en dirección al oriente, lo que llena y enorgullece; lo que permite tachar otra cosa de la lista intangible que se tiene en la cabeza y respirar tranquilo, satisfecho de ver la ciudad desde otra perspectiva y no solo dejar ir la imagen a la que se ha acostumbrado sino dejar ir todo, dejar ir la toxicidad en los pulmones con un suspiro profundo mientras sale, sale volando. Eso, en efecto, es escapar de la rutina, y la idea de hacerlo resalta como una luciérnaga en la oscuridad, cuando no se sabe qué hacer y se camina dando tumbos a través de los charcos. Con los ojos abiertos, lejos de voces pesimistas y marcadas a través del tiempo, es cuando la conciliación propia tiene lugar y puede decidirse sin dudar, sin vacilar en torno a cuestiones innecesarias. Nadie dijo que esto era rápido, claro; ni una hora, ni dos ni tres parecen suficientes para decidirse a volver, para decidirse a bajar de donde se está y regresar al suelo. Es allí, junto al verdor del bosque empinado, en donde la claridad existe realmente, en donde el silencio permite hallar el camino sin necesidad de usar los ojos, simplemente escuchando a las hojas de los árboles sacudirse, deleitándose con la melodía de las aves que en sus refugios cantan y vuelan, sobrevuelan los tejados y las cabezas de quienes caminan bajo el sol. Los observo, a las aves y a las personas, todas ellas volando mientras los segundos transcurren y las nubes en la lejanía avanzan, mientras la música no se detiene y parece abrir la mañana con las notas de otros días. El sonido de la alarma, la hora de partida que no recordaba y la necesidad de correr, de volver a tomar una ducha caliente que deje ir el sudor y el polvo, que deje ir el cansancio y las cenizas. Ropa limpia, agua fresca que refresca la garganta y aclara un poco la voz, antes ronca y distorsionada; la propia ahora se reconoce, la propia hace ahora eco en una habitación medio llena, medio vacía. Podría solo ir a dormir, pero aquel deseo escribir antes de hacerlo trae más que felicidad; trae un propósito, algo que llena más que cualquier otro recuerdo. Escribir sobre hoy, sobre el contacto con la madera de los árboles y las ramas de los nidos; escribir sobre el ahora, sobre el contacto de la almohada con la espalda y las ganas de aumentar el volumen de la música, las ganas de aumentar el volumen después de horas de silencio. Se estuvo a punto de caer de lleno contra el suelo, de chocar contra un muro de ladrillos construido por voces ajenas; se estuvo, ya no se está, ahora se está en casa y a salvo. No bastaba con dejar aquella experiencia en el olvido, con simplemente olvidar lo que alguna vez significó más que todo, más que nada. Una nota ahora, la última antes de que acabe el día, antes de que la luna desaparezca ante mis ojos. Las manecillas avanzan y no importa el tiempo, no importa el sueño, no importa nada; no basta con dar lo suficiente, en realidad una conciencia tranquila da un poco más de lo necesario.

miércoles, 18 de enero de 2017

Desde arriba

Las páginas en las que la tinta se ha borrado han de arrancarse, no vale nada una hoja con historias a medias, con las intermitencias generadas por la necesidad de crear puentes entre la realidad y la ficción, entre la realidad tangible y aquella que solo existía en la oralidad, en las palabras, en las anécdotas y en los recuerdos. Eran memorias, eran tonterías, con el frío de la mañana los personajes que danzaban en aquellos trozos de blanco papel se decoloraban con el alcohol, ardían con el fuego; las cenizas se las llevaba el viento en dirección a las nubes, pronto flotaban rumbo a las montañas en donde nacieron sus ojos, sus manos, su conciencia y la idea de estar vivos no solo en un papel sino en una cabeza confundida. Trataban de salir, de entrar al mundo real como si fuese tan fácil poner los pies en hielo delgado, como si no fuese evidente el riesgo de tambalearse y caer en el agua helada que sacaría a cualquiera de sus fantasías. Eran reales, sus historias y sus secretos le pertenecían a mi memoria y allí crecían haciéndose fuertes, haciéndose grandes. Día a día alimentaba sus vidas mientras día a día entraban a la mía y tejían lazos tan fuertes, tan difíciles de romper que para cuando lo hicieron, fue tan difícil el cambio, fue tan complicado el aceptar que no se era tan libre como se pensaba cuando se vivía con ataduras a lo dicho, a lo hecho, al pasado y sin manera de tocar el presente. Perdido en el miedo y en el humo, en la rabia y en el odio hacia todo que no fuese lo propio, aquellas voces eran el único consuelo, la única razón para despertar aunque al hacerlo fuese solamente para caminar hasta la soledad de un bosque silencioso para dormir, para soñar y dejar que los minutos se llevasen todo como lo hace la brisa con las hojas. De todo ello se habla como se habla de un mal recuerdo, como se habla de algo sin levantar la mirada y con la voz apagada, plana, casi muda. Eran otros tiempos, era un momento distinto en el que las emociones parecían simplemente comandar lo que era un cascarón vacío, incapaz de abrir los ojos ante la verdad que se dibujaba frente a él. Las largas horas sin dormir abrieron el baúl de aquellos días desconociendo las consecuencias de traer a la vida aquellas almas marchitas y descarriadas; un error, un error el querer escribir aquellas palabras que se llevó el viento y que no volvieron, el deseo de volver tangible algo que nunca fue más que un susurro. No era tarde para detener una locura como esa, en realidad nunca fue tarde para encender el fuego y dejar que en la oscuridad la tinta alimentara las llamas, la tinta soltara los nudos. El blanco se vuelve naranja, gris, negro; se va y vuelva bajo las estrellas mientras abajo todo parece tan pequeño, mientras atrás todo parece tan sencillo. Todo es cuestión de perspectivas, y que agradable es mirar desde arriba.

martes, 17 de enero de 2017

Refugio

No hay cansancio de ningún tipo, como si se hubiese estado reposando por horas a pesar de que el reloj indica otra cosa. Los ojos abiertos, alertas; las manos liberadas a la espera de tomar un lápiz y un papel para dejar en este último algo más que palabrería sin sentido, dejar un poco del mundo soñado en él. Los dedos ansiosos, deseosos de apretar con fuerza el manillar y llevar a desaparecer tras una nube de humo, de esa que se escapa cuando se rueda junto a los autobuses y los grandes vehículos que ocupan la mayor parte del pavimento. Una pausa, agua fresca; un respiro sentado a la mitad de la nada pensando en todo, pensando en nada. La velocidad se lleva el polvo, la brisa arrastra las hojas secas que han caído de los árboles con la lluvia, pero ninguna de estas dos cosas se lleva los pensamientos recurrentes que deben salir de donde se encuentran rondando, de donde se encuentran causando estragos. Retomar el camino es sencillo, solo basta con subir de nuevo y no detenerse hasta la meta, aquella nebulosa que todavía conserva un poco de claridad, un poco de luz dentro de la penumbra. Un metro, dos, tres; un día, dos tres, pasan las ruedas sobre los agujeros como cráteres y las ramas rotas, sobre las grietas que prometen un abismo en su interior y los papeles viejos, viejos periódicos de ayer o de hoy. Otra pausa, sin agua ni descanso; solo una pausa tras la luz verde a pesar de poder cruzar, como un límite invisible y mental que me ataba al suelo en el que me encontraba, que me unía a la idea que parecía dejar ir y que volvía con un tirón de aquella soga invisible atada al cuello. Luz roja, luz verde nuevamente, luz roja, luz verde de nuevo y los pies seguían estáticos, inmóviles sobre las losas de cemento. Las manos no se movían, los parpadeos eran largas epifanías cargadas de emociones de antaño; el ruido, las bocinas, la realidad, todo se encargó de desmoronar la edificación que una fantasía momentánea pudo crear, desvaneciendo la utopía y dejando al descubierto las calles desnudas, la presencia de las nubes negras acercándose por un lado, la presencia del sol acercándose por el otro. Ninguno es lo que se necesita en el momento, pedalear de nuevo parece tan simple como antes solo si el destino es la lejanía, solo si el destino no existe dentro de la memoria. Es posible despertar de aquel sueño repentino, es posible buscar un refugio para alejarse de lo que llega al suelo.

lunes, 16 de enero de 2017

¿Y hoy?

¿Y hoy? Un café, el único que necesitaré para mantenerme despierto el resto del día y mantener los ojos claros, mantener los ojos abiertos las horas que faltan para cerrarlos de nuevo en la oscuridad. El contacto del vaso con la piel es completamente diferente al del viento que entra por la ventana; tibio, como para sostenerlo en las manos frías mientras se observa como las nubes en el cielo se mueven, mientras se observa como los tonos blancos y grises se mezclan generando esa zozobra de no saber qué va a suceder, de no saber qué esperar. Extrañar el cielo despejado, los buenos días, de nada sirve todo eso más que para alentar a una memoria aturdida; está despierta, está alerta y solamente deseando que no llueva mientras se rueda, que no caigan gotas sobre el polvoriento pavimento que la llevará a mejores lugares, a mejores recuerdos. Tan deseosa de ver y ver y guardar y añorar, de pasar por páginas blancas e impecables, de pasar por páginas amarillas y polvorientas; pasar por toda clase de lienzos en los que pudieron pintarse las más hermosas historias ya fuera en tinta o ya fuera en pintura, ya fuera con pincel o ya fuera con pluma, ya fuera un par de manos o ya fueran dos, ya fue, ya es, ¿qué es? El tiempo parece avanzar lentamente mientras el contenido del vaso se acaba, mientras el tic tac del reloj hace eco en las paredes vacías. El silencio ¿y la música? No más música, no por hoy; hoy café, mañana música, pasado mañana tinta para escribir de nuevo y quizá entonces ya podré decir que estoy bien; estoy bien, quería escribirlo y leerlo, releerlo y lanzarlo por la ventana; ir a buscarlo para finalmente guardarlo, tenerlo en mis manos para convencerme de que no todos los aviones son enviados al azar, para convencerme de que todos ellos tienen un destino.

viernes, 13 de enero de 2017

Recreando el ayer

Muchas de las cosas que suelo escribir son el realidad formas moldeadas de lo que sucedió, de lo que sucede. Nada más que lo conocido y aquello que se desea conocer para conformar una historia, pero para recrear algunas de ellas, para recrear los cuentos y las historias que se contaban en las largas caminatas de camino a casa, es necesario un poco más de tiempo, un poco más de aire; dejar que las marcas desaparezcan antes de exhibir un lienzo corroído como si se tratase de una obra de arte, como si el contacto con aquellas imágenes negruzcas e incoloras no causase estragos en la memoria. Líneas débiles y temblorosas conformando la pintura, conformando los recuerdos de noches ruidosas, de los paseos a toda velocidad para llegar a lugares recónditos dignos de llamarse infames, dignos de quienes a la media noche entraban sin dudarlo por la puerta de atrás sin haber sido invitados. Luna llena, muros de ladrillo, saltos y linternas para ubicarse en la oscuridad; un paseo clandestino del que se formaba parte solo por mera curiosidad, solo por ese gusto de probar cosas nuevas y terminar en un lío porque sí, ¿por qué no? En la mañana todo habrá pasado, con la luna todo se habrá ido. A ciegas, sin la conciencia como brújula, era sencillo perder el norte, perder el sur, perder el sentido de la orientación con los oídos desconectados; conectados a los audífonos con notas graves y vacías mientras se avanzaba a través de los contenedores, de las grandes repisas de metal que sostenían cientos de cajas de cartón. No se avanzaban por voluntad, las manos que guiaban el camino sostenían la linterna también, sostenían el único indicio de que no me estrellaría contra algo. Más linternas, más luces blancas iluminando las etiquetas que sostenían manos enguantadas, que sostenían rostros encapotados y cuyos ojos brillaban de codicia; un estrépito, metal cayendo, la alarma sonando de repente por un mal paso. La alerta, la fuga, todos salían por donde podían con las linternas apagadas, tratando de perderse entre los contenedores y luego entre la maleza que los había reunido. Se escuchaban gritos, voces de alerta que ordenaban detenerse. La música era lo único que se había detenido, y el portador de los audífonos estaba paralizado tras uno de los contenedores realmente perdido, como quien acaba de sentir el agua en el cuello cuando ni siquiera estaba nadando. Un rostro conocido, ahora desconocido, aparecía tras una de las cajas y con gritos trataba de moverme. Sus pequeñas manos me arrastraban, tirando de mis brazos con fuerza hasta que mis piernas reaccionaron y siguieron la estela por voluntad propia. Los oídos se encontraban aturdidos por el sonido del metal cayendo, por el sonido de la alarma rebotando contra las paredes. Era necesario salir, era necesario correr a ciegas en la oscuridad esquivando cualquier clase de obstáculo para escalar el muro y liberarse, volver al bosque y esconderse entre la maleza, esperar hasta la luz del sol si era necesario. Quienes habían entrado ya no estaban, solo quedaban quienes el día anterior prometían un paseo de madrugada, un paseo tranquilo bajo los estrellas. Días después, meses después, la alarma ya no sonaba en aquel lugar de metal y cristales rotos; la paz había vuelto al lugar de donde se había ido. No fue un paseo, pero lo sería ahora, para volver a donde todo había comenzado y decir de nuevo que en la mañana todo habrá pasado.

jueves, 12 de enero de 2017

Faroles de madrugada

Fueron quizá los primeros rayos en la mañana los que se encargaron de forjar las vigas que sostenían una sola idea, una buena idea, aquella de perderse en las hojas cubiertas de rocío y del olor a madrugada. Pan caliente, brisa fría, todo tan renovado y tan fresco como si el pasar de las horas hiciese magia, como si el pasar de la noche cumpliese sueños. El verdor llamaba, invitaba a detenerse sin dudarlo y formar parte de la mañana tranquila que tomaba lugar. Era tentador, la paz del momento era una oferta difícil de rechazar y pronto los frenos reducían la velocidad, pronto se caminaba sobre hojas secas que crujían. Por fin sin autos llenando la montaña, por fin sin nubes en el cielo, la realidad misma pintaba su mejor retrato después de una noche pasada por agua; no se esperaba un cielo despejado, uno que dejase ver los rastros de la luna. Un buen día para estar despierto tan lejos de casa, un buen día para ver la ciudad pasar desde otro ángulo y sorprenderse no con la monotonía de aquellas desiertas, sino con el camino trazado que ya ha pasado por la luz naranja del atardecer, por los tonos tenues de los faroles en la madrugada que señalaban la ruta, que señalaban los límites tolerables dentro de una zona desconocida; escenario de todo, tierra de nadie. Hacía falta la soledad, hacía falta el silencio con la luz del sol y no solo en la escena lúgubre de la media noche. ¿Para qué motores? ¿Para qué bocinas estrepitosas que inundan cada rincón? Hacía falta una pausa, hacía falta bajar el volumen a todo que no fuese las melodías con sabor a buenos momentos, con sabor a los días en los que se escucharon por primera vez. Tan armoniosos aquellos días, tan armoniosos ahora después de la tormenta; el caos es tan necesario y tan repentino que llega en cualquier momento como una sacudida para derrumbar la estupidez nacida con los días, para desmoronar los castillos de arena en los que se refugian reyes falsos que se ahogan con la lluvia. Cuando todo ha quedado despejado, reducido a lo que originalmente era, las vigas reaparecen; surgen de la arena y de la tierra para reconstruir lo que originalmente era un buen día, lo que originalmente era la sensación de estar despierto. Despiertan los sentidos, las viejas costumbres perdidas entre la multitud; despiertan los dedos dormidos y congelados para recobrar el calor y el color; pálidos, tibios, luego emanando el calor de siempre, luego guiando la pluma nuevamente. Apenas se acaba el día, solo unos minutos más para que se acabe la tinta y descansar sin las palabras contenidas a través del cristal.

miércoles, 11 de enero de 2017

Elocuencia

Si bien son las palabras escritas aquello que me llena, aquello que realmente le da un sentido a lo que hago, también existe un gusto particular por la palabra hablada, por el simple discurso que puede nacer esporádicamente en una mañana calurosa y una tarde fría. El monologo improvisado que tuvo lugar hace algunas horas fue prueba de una elocuencia repentina la cual solo nace en momentos específicos, junto a manos específicas; el escribir de ello ayudaría a procesarlo un poco, ayudaría a rumiar y darle un sentido a cada palabra dicha, para evitar solamente dejarlas en el vacío para que se pierdan sin ser recordadas. Escuchaba tantas cosas sobre la honestidad, sobre la libertad, sobre el deseo de escribir una historia como de las que solo se habla en los cuentos, como de las que solo se habla en el pasado; escuchaba tantas cosas, como los detalles generales del camino trazado para llegar a la meta soñada, como los posibles obstáculos y las posibles respuestas a dar, como aprender a caer y a levantarse sin raspones ni heridas que dejen una huella imborrable. Al final de cada oración, los puntos suspensivos conectaban cada idea y tejían un lienzo con todos los acuerdos intrínsecos, dejando la prueba tangible de una conversación en el silencio de una habitación vacía, con la lluvia golpeando los cristales de la ventana. Frío, calor, el olvidar por completo que se tiene que abandonar la comodidad de aquel lugar y ponerle fin al cuento del que se hablaba; los minutos transcurrían en miel, en caramelo, en esa comunicación silenciosa que se da con miradas profundas, con ese simple entendimiento nacido a través de los días como un código, como una clave personal que solo tienen los autores de aquella historia. Para cuando la alarma sonó, ya se estaba despierto, ya se caminaba sobre los charcos sin pensar en que hace solo unos minutos el frío en los brazos estaba ausente; la situación tenía un aire diferente, más limpio, después de haber sacado todo lo que se llevaba adentro no con la pluma, sino simplemente hablando y viendo la reacción al ser escuchado, viendo en los ojos del único espectador el brillo de quien ve algo más que un discurso cualquiera. Un punto para la oralidad, para hablar y no llenarse de basura.

lunes, 9 de enero de 2017

Voces ajenas

Inicia otra semana, la cuenta regresiva para volver a comenzar de nuevo, la segunda oportunidad tan anhelada, está a punto de tocar la puerta mientras los pies descalzos avanzan a través de la semana dando tumbos, esquivando obstáculos repentinos, acelerando cuando es debido y parando a la mitad de la noche por un poco de aire o para refugiarse de la fría brisa que inclemente congela a todo aquel que a esa hora camina por las calles solitarias, vacías. No a esta hora; no a plena luz del día cuando la mayoría camina en busca de algo, de alguien, de lo que sea entre la multitud de personas, de automóviles, de autobuses, de motocicletas y todo lo que conforma el caos citadino tras el semáforo en rojo. Esto, a solo unas horas de que el sol saliese por primera vez, ya era uniforme en cada avenida que se mirase; todos deseando llegar a tiempo saliendo tarde, luces rojas y bocinas inundando la mañana. Antes, con el rostro sobre el cristal completamente adormecido y deseando volver a la almohada, aquella multitud parecía distante; estaban afuera de la burbuja en la que me encontraba, fuera del juego en el que estaba y del cual deseaba escapar. Cerrar los ojos, abrirlos en el destino, cerrarlos nuevamente y escuchar voces ajenas frente a mí, a los lados; nombres familiares e historias nebulosas de las cuales solo era un testigo silencioso que no tomaba notas literales, solo notas mentales para narrarlas posteriormente. Nunca logré reconocerlas, o conocerlas de alguna forma; se han quedado atrás, y no han de salir de donde están. No sucede lo mismo con las nuevas, claro, es ahora cuando se pasa junto a la multitud en la distancia que se puede ver quiénes son, lo que son; cuando se evita el alejarse con miedo para escuchar las voces y sacar en ellas algo más que un murmullo, algo más que susurros; un mensaje claro, una voz amistosa para variar, para sanar y borrar otras ideas creadas a través del tiempo. Aquellas ideas negativas, perjudiciales, parecían al principio hechas con tinta; y por ello la alegría de ver como el grafito cede con el borrador se completa con el blanco impecable de una hoja vacía, otro boleto para una nueva aventura; aquella de estar menos horas desconectado de quienes llenan la vida de sueños. Para cuando se vuelva a casa, la luz del atardecer habrá desaparecido junto con el recuerdo del frío cristal, del suelo lleno de manchas de polvo y suciedad; todo se quedará en el pasado, dormido junto con las demás pesadillas.

domingo, 8 de enero de 2017

Imágenes borrosas

Con algunos segundos de silencio, las imágenes de la noche anterior comenzaban a tomar un poco de claridad, un poco de nitidez en comparación del momento en el que se vivían, en el momento en que eran solo sombras a través de las pestañas. Hablo de aquellas horas como si fuesen remotas cuando en realidad están o estuvieron a solo unas manecillas de distancia, a algunas vueltas del reloj en mi muñeca; fue en efecto un evento próximo que no abandonó la memoria, que solo se quedó a la espera de ser revelado con la mente un poco más despierta, con café negro y tonos claros. Así, frente a la mesa y con la luz del atardecer después de haber dormido y recuperado el control, las imágenes borrosas de rostros desconocidos comenzaban a tomar forma; las luces aturdidoras se desvanecían y el ruido, el ruido incesante que rebotaba contra las paredes desaparecía, era remplazado por la calma de mi habitación vacía. Las mesas, las sillas altas y bajas de madera y metal, el humo espeso que flotaba en el techo y se marchaba al llegar a las ventanas; todo tomaba claridad, como si se viviese nuevamente cada segundo sobre el tapizado rojo del sofá en el que me encontraba viendo figuras, parpadeos, destellos en la distancia nublada y apestosa. La luz de los reflectores semejaba a la luz de la luna, pero la ausencia de la pureza en la atmósfera hacía despertar del sueño en el que se caminaba bajo ella, bajo los árboles y lejos del estruendo de los parlantes en las paredes blancas y rojas. Algo diferente, es todo; una promesa rota para no dejarla en la repisa sino para simplemente enterrarla en lo más profundo, en lo más recóndito de la conciencia. Anécdotas para contar, situaciones que se pueden tachar de la lista para forjar una idea concreta, una decisión que no deje lugar a dudas, Ignoro el momento en el que cerré los ojos, pero recuerdo el abrirlos nuevamente y ver la misma escena que dejé al quedar dormido, como si solo se hubiese tratado de un parpadeo. Una hora, dos horas, tres horas en 15 o 20 segundos; las manecillas volando entre gritos y estruendos, entre botellas rotas y cigarrillos ajenos, entre filtros y un sueño pesado para volver un poco más vivo, más limpio y capaz de tener los ojos abiertos. No, simplemente no; el salir por el pasillo oscuro y volver a la calle, a tomar aire fresco de madrugada sin mirar al cielo y buscando en vano un ruido en particular, el ruido de las aves abriendo los ojos también, cantando también. Ausentes, allí y en las calles llenas de cemento y sueños ebrios; era en el sendero colmado de verdor oscuro donde podían encontrarse, ya fuera en los tonos oscuros de la madrugada o en los colores radiantes de la mañana, al mediodía. De un lado a otro, de rama en rama, el canto se escuchaba sin cesar y era ese sonido, esa combinación de notas, lo único que lograba mantenerme despierto; como no estarlo, si es cuando las aves despiertan el momento en el que la imaginación lo hace también, el momento en el que dormir es solamente una necesidad, más no lo que se desea hacer en realidad. Las imágenes, desde ese punto, no podrían descifrarse de ninguna forma. Un colchón blanco, el frío contacto de las sabanas y lo siguiente era caminar bajo las nubes, junto a las bicicletas coloridas que rodaban junto a mí mientras buscaba la mía, para ir a casa a dormir de verdad y no de paso. Ruedas, bocinas, aire y grasa en las cadenas de las maquinas aledañas, de las familias enteras que rodaban y se detenían por un poco de agua; todo borroso, todo oculto tras los lentes y luego tras el sueño, tras las cobijas cálidas en una tarde fría. Al final, después, es grato dejar algunos momentos así, en el cúmulo blanco y espeso de donde nacieron; no es necesario traerlos, simplemente saber que están allí, y que no desaparecerán, que se quedarán a diferencia de los malos recuerdos. Canciones, fotografías, más imágenes alegres que dejaron sonrisas marcadas; imágenes como estas y como otras que no podrían desaparecer al abrir los ojos mañana en la mañana.

sábado, 7 de enero de 2017

Pañuelo

Al principio, quizá solo hace unos días para ser más exacto, el sinsabor después del éxito todavía existía, la ceguera ante el paisaje visto desde la cima persistía y solo dejaba percibir la niebla, la oscuridad, las nubes grises mientras para todos el sol brillaba y la brisa refrescaba las tardes calurosas, mientras para nadie era un impedimento los árboles marchitos, las hojas secas, la lluvia torrencial. Era esa la duda, el porqué de la felicidad alrededor de un punto vacío, de un agujero negro que parecía absorber los colores, la luz, la alegría esporádica que tan esporádicamente desaparecía también sin dejar huella, como perdida en el tiempo. Solo en ese punto había sombras, pues las estrellas continuaban flotando sin detenerse por tal anomalía emocional y metafórica que tomaba lugar, incapaces o impedidas para ayudar en esa situación; no se trataba de salvar a un ahogado, sino de ponerse de pie al haber tropezado. Costaba trabajo, pues, quitarse la venda y ver lo evidente; aquello que saltaba a la vista debía dejar de ser una imagen nebulosa y era el pañuelo sobre los ojos lo que lo impedía, lo que mostraba bordados confusos de realidades desastrosas que se quedaban adentro, muy adentro de la memoria para salta de vez en cuando y turbar la poca paz que en las noches podía tenerse. Insomnio, suficiente de ello, suficiente de las horas sobre la almohada blanca, suficiente de darle la vuelta cada momento en el que se despierte después de una pesadilla. Un tirón, dos tirones a la delgada tela colorida que aflojaban los nudos, que liberaban un poco de la presión y aclaraban lo que antes era oscuro. Para cuando los nudos se soltaron por completo, dejando al descubierto el mundo tras el pañuelo, las situaciones en general parecieron tomar una mejor cara, como si la representación tangible de lo que antes era nebuloso llenara los ojos, llenara el alma. No más sombras grises, solo nubes blancas y grises y negras, solo rayos naranjas, solo estrellas blancas y noches de luna amarilla, volverse amigo de escenas como aquellas. La sensación, sin embargo, era similar a la de poner los pies en la superficie del agua antes de atreverse a saltar completamente, a sumergirse en el frío helado o en el calor adormecedor; miedo, duda, sensaciones y emociones insignificantes que desaparecían con los días mientras la idea de que las cosas iban bien se volvía más fuerte, instalándose como múltiples señales en el camino que invitaban a seguirlo hasta el final, ese que se veía y se ve tan remoto, tan distante y alejado de quien ahora camina. La duda, entonces, la pregunta se respondía casi por sí sola, al simplemente despertar en la mañana y ver los rayos del sol entre las nubes grises, un motivo para sonreír dentro de tanta locura.

viernes, 6 de enero de 2017

Melodía desconocida

La melodía desconocida, aquella de nombre incierto que rondaba en mi cabeza tan pura y nítida como cuando se escuchó por primera vez, había vuelto a aparecer mientras buscaba entre mis cosas algo para volver al pasado, para encontrarla de nuevo entre tarareos y silbidos. Es grato cuando las cosas vienen por sí solas, cuándo no hay necesidad de ponerse de pie y solo basta esperar, dormir, bostezar y continuar con la espera en el silencio mientras a pasos lentos pero seguros ese algo, esa utopía, se acerca lentamente y solo espera de un último tirón voluntario para entrar a la realidad de golpe. Ese tirón, aquello que ayuda disociar lo real de lo irreal, era la llave para abrir las puertas del pasillo bloqueado; el obstáculo presente desaparecía con las notas, con las suaves notas que ayer y hoy todavía vibran, resuenan en los audífonos como nunca pues la pérdida de la costumbre es el renacer de todos los sentidos, incluido el oído que deleitado pide más, más volumen que hace un segundo, que hace dos, que hace tres. No se detiene, y con el sol y la lluvia intermitente, con el polvo y las nubes, avanza en conjunto con dirección al cielo, a las montañas más altas conocidas, momentáneas; cimas temporales, de todas las que vienen antes de que acabe la canción.

jueves, 5 de enero de 2017

Caudal

Es sencillo navegar a través de los recuerdos como se navega sobre las suaves olas del río, siguiendo la corriente rumbo a los rápidos y a las cascadas, a las memorias nebulosas y borrosas que no han podido desaparecer después de tanto tiempo. Se pasa por los rápidos sin dificultad, se cae por las cascadas turbias para navegar nuevamente sobre aguas tranquilas, sobre aguas claras y conocidas. Buenos tiempos, de soplos de viento al medio día secando las gotas de sudor en la frente y en las mejillas por el calor; buenos tiempos de paseos tranquilos después de un amanecer de olas y truenos. Estos han desaparecido, la calma reina en todo el caudal mientras el calor sofocante es reducido por la brisa, por la sombra de las palmeras en la orilla y la sombra de las aves gigantes que bajo el sol y sobre la superficie vuelan. Sus alas se agitan, pero esto no se escucha; el murmullo de las olas es lo único que se percibe y pronto es remplazado por el chapoteo, por destellos en el aire; peces saltando y salpicando por todas partes el agua dulce en la que nadan. Saltan, nadan, saltan y vuelven a sumergirse definitivamente, a moverse junto a las piedras en el fondo; piedras moldeadas a través del tiempo que brillan con los rayos del sol iluminando el mundo submarino bajo la gruesa madera. El agua cristalina permite ver las algas verdosas sobre las piedras, sobre la arena; los recuerdos más recónditos perdidos en un lugar antes oscuro, hoy brillante, se muestran como historias que invitan a ser leídas nuevamente. Y en efecto, dan ganas de bajar, de perderse en el agua y llegar a sus hojas, a sus páginas cargadas de emociones nostálgicas y confusas, pero fue ese el error que llevó a ahogarse, a tambalearse y caerse en aguas desconocidas tiempo atrás; hay puertas que no pueden volver a abrirse, hay caminos que no pueden volver a recorrerse y aguas en las que es imposible nadar de nuevo. Sin embargo, puede encontrarse la llave, puede re-pavimentarse el sendero y hasta puede aprenderse a nadar, a dejar a un lado los prejuicios y las limitaciones en general; miedos ilógicos, como chapotear con desespero en un charco pando, deben desaparecer y lo hacen, lo hacen con cada centímetro recorrido bajo las aguas cristalinas. Se ha dejado atrás la madera, se nada bajo las aguas sin respirar, respirando, recordando con cada braceo y cada pataleo lo que en el fondo se quedó. Se quedaron las sonrisas pasadas, los lápices rotos, la tinta seca y el cristal opaco; se quedaron las notas olvidadas y personales, las palabras que jamás fueron leídas por ojos distintos a los propios y los trazos marchitos en lienzos polvorientos. Todo sumergido, todo olvidado, ahora flotando libremente y elevándose a la superficie, sacudiéndose con las olas mientras se sale del agua para tomar aire, para volver al bote y retomar el camino; no había nada para traer de nuevo, pero que grato es ver el pasado sin miedo. Así, el camino será ligero, sin equipaje estorboso para llevar a través del río, sin maletas en las cuales guardar memorias. Todo se queda allí, en la inmediatez de la orilla que se toca, antes de partir nuevamente al anochecer por el caudal transparente rumbo al mar azulado.

miércoles, 4 de enero de 2017

Sueños de papel

Es curioso como un abrir y cerrar de ojos puede significar la pérdida de toda conciencia, de todo sentido de la orientación y la realidad. Una página, dos páginas amarillentas leídas y releídas a través de los años por tantas personas; tres páginas de la misma escena y luego el vacío, el silencio, un apagón repentino y la nada, la oscuridad. Ya no había paredes, cristal, madera; los objetos frente a mis ojos y las páginas amarillentas habían desaparecido mientras de pie me tambaleaba. Una pequeña lámpara reposaba sobre una mesa, junto a una libreta, y eran estos lo único que podía verse. Con cada paso dado la oscuridad se iba, la claridad aparecía como si estuviese saliendo el sol, como si las luces se encendieran progresivamente en el camino que se recorría. La libreta, abierta en una página en blanco a la espera de ser llenada con las notas de los días venideros, con las mismas que antes llenaban los cuadros, en donde todo podía moldearse a gusto;  un chasquido de dedos o un leve susurro eran suficientes para alterar los colores, los sabores, las formas de lo que antes parecía indeformable, inamovible. Tan ilimitado el poder de la imaginación por escasos segundos, por escasas horas; dos o tres quizá, el despertar ocasionado por la brisa entrando por la ventana, enfriando las manos lentamente y obligando a cerrar todo acceso de aire, todo acceso de frío. Un refugio, para las nubes grises que no se veían hace mucho tiempo, que no se veían al quedarse dormido. No es un día para paseos, pues suficiente hay de ellos cada noche; un día gris de vez en cuando no está mal, una pausa de vez en cuando para mirar hacia afuera no está mal. Las gotas caen, golpean suavemente el tejado, las ventanas; se escucha el murmullo del agua mientras las hojas se sacuden y liberan su aroma, ese aroma a verde y lluvia que invade las calles, la ciudad entera y se lleva el humo, se lleva todo lo que bajo el sol puede ser tóxico. Sombrillas de colores desfilando, paseando por ahí protegiendo hombres, mujeres, parejas que esquivan los charcos y se detienen ante las luces de los semáforos rojos, se mueven con las luces verdes mientras los taxis amarillos esperan para moverse nuevamente, mientras los demás automóviles y autobuses esperan a la señal de arranque. Largas filas de vehículos, la ciudad sigue moviéndose bajo el agua mientras adentro todo se encuentra seco, anhelando más sueño y un poco más de tinta, un poco más de historias. Historias con sabor a recuerdos, a lo vivido y a lo que se desea vivir; representaciones de la realidad vista a través de mis ojos que se quedarán volando, flotando como los aviones bajo la lluvia. Más páginas vacías, más páginas llenas; es esa la manera de pasar los días grises, con tinta negra y roja sobre el papel.

martes, 3 de enero de 2017

Retomar

Prometí alejarme, alejarme de la pluma y las letras sólo por unos días, los que fuesen necesarios para poder realmente decir que quiero comenzar de cero. Enero cero, el lapso de tiempo que existe antes de abrir los ojos bajo la luna; enero uno, enero dos, hoy tres retomo la prosa como quien retoma una pintura olvidada, dejada en la comodidad del taller de un pintor desconocido. Retomo la escritura, retomo la tinta, retomo las viejas herramientas con la firme creencia de que el aire fresco limpia los pulmones, de que el sol radiante quema y cauteriza las aberturas no en la piel, sino en el alma de un individuo que a la mitad de un año desordenado y tóxico encontró la manera de enderezar la ruta. Se cierran, sutura invisible con hilos transparentes, sutura metafórica que se siente tan real como el tacto de quien acariciaba las mejillas antes de dormir. Dormido, despierto, listo, pies en el suelo y manos en el papel. Retomo, no mi vida, pues esa jamás ha dejado de ser propia; retomo las costumbres sanas, aquellas que me llenaban de alegría antes de todo, antes de nada. Paseos, cartas, juegos, agua; nuevas costumbres como esconderse bajo las olas y sonreír así, sumergido, perdido y sin embargo en casa, dichoso de haber dejado otro miedo atrás, otra barrera que impedía antes subir al cielo, llegar a la utopía que dejaba de ser sólo un sueño. Las nubes, los árboles, todas las metáforas sobre las mañanas y las noches bajo las estrellas, retomo el mundo del que me alejé unos días, para quedarme a hablar de ellos en las tardes largas, en los amaneceres despejados con rastros de rocío sobre las hojas, sobre las ventanas, sobre los dedos que juegan en la niebla antes de que salga el sol. La niebla ha desaparecido, así como los malos recuerdos; es hora de llenar el libro con nuevos.