lunes, 27 de febrero de 2017

Semillas

Si bien mi vida no son los números, pueden algunos de ellos significar tanto, que es imposible no mencionarlos con orgullo, que es difícil ocultar la alegría producida por ver cómo aumentan a diario, representando así la mejoría lenta pero constante de quien se esfuerza por llegar un poco más alto. Es disciplina, es evitar cojear y procurar caminar derecho sin agachar la mirada ante las sombras, ante los miedos; cosas sencillas para no tropezar y caer, para mantenerse de pie con la sola mentalidad de que el fondo ha desaparecido, de que ya no hay regreso ni punto seguro más que el presente que se vive, más que el segundo presente. ¿Y si se falla? ¡Qué más da! No se caerá, ni se retrocederá, solo se recuperará lentamente la velocidad perdida tras el impacto, se volverá a ser quien se es en realidad con el pasar de los días, de los meses, de los años que sanan, que borran, que siembran nuevas semillas en el jardín. Crecen, con cuidados y atenciones, con alimentarlas, con permitirles existir en paz; habilidades, conocimientos, tantas cosas por sembrar y por cosechar, por simplemente ver crecer. Necesitan luz, necesitan calor, necesitan un lugar tranquilo y amplio en donde sus raíces se extiendan, en donde sus hojas se eleven. Los árboles, tallos con nombres propios tejiendo sus propios destinos, se cruzan, se entrelazan; mezclan sus frutos y sus secretos, sus nidos y sus versos, sus raíces distantes no separan a sus ramas tan cercanas las unas de las otras, unidas por una fuerza extraña presente en ese lugar sin reglas, fuera del mundo real y conocido. Es ese el que ha de seguirse, es ese el que no puede abandonarse, se pavimenta con las experiencias y con las dinámicas presentes en el escenario haciendo más plausible el desenlace, más fácil andar sobre él. Sin paradas, sin puntos de descanso, es una ruta sin escalas con un destino seguro, con un destino claro sobre el que ya se sueña, ya se habla, ya se escribe. Es posible, es muy posible, plasmar una imagen ausente en la memoria, hablar de la turbulencia sin siquiera haber aterrizado, sin haber escuchado el rechinar de las ruedas causado por el contacto con el asfalto. No se ven las marcas en el suelo, ni se siente el aroma a la goma quemada; no se está allí y sin embargo puede verse, puede imaginarse con los ojos abiertos y la mente abierta, las manos abiertas a la espera de sujetar la nieve. Las luces de la pista, la oscuridad de la noche en un lugar muy lejano y muy frío, es esto lo que llena, es esto lo que se busca, es esta la imagen que quiere verse y que vuelve de un texto cualquiera un momento para hablar de lo que hay más allá de las montañas, de los límites que han de romperse en un instante, como si fuese un cristal resquebrajándose con cada golpe, con cada paso firme que acerca a la meta. Una sonrisa amistosa, un comentario positivo, una especie de impulso para no decaer cuando se oscurece el cielo, cuando se tapa el sol por las nubes que tan comunes son en estos días, en estas mañanas de febrero helado. Verano, otoño, invierno; las estaciones aquí son más sencillas y a la vez más complicadas, una caja de sorpresas de la que puede sacarse desde el atardecer más colorido hasta la granizada más extensa, más fría, más densa. Lo que un año atrás era una sequía hoy es un amanecer nublado, sin rastros de sol hasta que este escapa por ligeros orificios luego de horas estando ausente, escondido. Sin colores, sin otro presagio diferente a un diluvio, quienes están a cubierto se tranquilizan y quienes aún no lo están apuran el paso, aceleran la marcha, se apresuran con tal de no estar por ahí exponiendo el pellejo. Pero nada cae, no llueve ni por escasos segundos, todo se mantiene uniforme mientras los minutos pasan uno a uno, mientras los automóviles en la calle que se ve por la ventana pasan uno a uno. Rojos, blancos, amarillos, azules, de todos los tipos y de todos los tamaños, inmensas piezas de metal que llenan el pavimento y exhalan humo de un color similar al del cielo, de un color que se confunde con el del cielo, que se desvanece en él tras algunos metros flotando. El aire en donde se está es más limpio, se está aislado de la toxicidad del exterior y eso es todo lo que podría desearse, es todo lo que podría necesitarse. El aroma a café, un perfume conocido, unas manos tibias rozando las mejillas, puede verse el cronometro correr, pueden verse los números aumentar como aumenta la fecha, como aumenta la edad, como aumentan las ganas de llegar a la cima cuando solo faltan unos metros, un último esfuerzo. Se crece también, se florece también, se es un árbol después de todo, un árbol que va por ahí dejando semillas en la tierra.

domingo, 26 de febrero de 2017

Después de la tormenta

Un rayo, el destello que entró por su ventana seguido del trueno, la mezcla de lo visual y lo auditivo para sacarlo de sus fantasías, para hacerlo abrir definitivamente sus ojos, quitarse de encima todas las cobijas que había usado la noche anterior y ponerse de pie después de horas estando acostado. No dormido, quizá solo en el limbo, en ese constante despertar cada 20 minutos para mirar el reloj y comprobar que se había estado desconectado por un rato, por un momento muy corto. Una, dos, tres veces la misma sensación, la misma mirada furtiva a los números en la pared antes de tomar una decisión final y dejar la pereza, antes de recobrar la fuerza en las piernas, antes de pasar saliva para aclarar la voz y estirar los brazos como si no hubiese un límite conocido. Un abrigo, un pantalón, unas botas, todo para soportar la helada mañana y no fallar en el intento; los restos de una noche fría podían sentirse, podían notarse. Había llovido, eso lo sabía bien, las gotas sobre el tejado habían sido arrulladoras en cualquier caso; un sonido blanco para que el silencio no llenase su cabeza de pensamientos, de ansiedad, de recuerdos, un sonido blanco para mantener su mente ocupada y no divagando. Un sonido blanco para imaginar que no estaba en casa, para imaginar que no estaba protegido de la lluvia sino bajo ella, sintiendo las gotas caer en la ropa, empapando su alma y llevándose las piedras que habían quedado estancadas, incrustadas en la orilla. Sin sombrillas, sin tejados, nada más que el agua y su piel para variar, para reaccionar. No había abierto las cortinas todavía, pero al hacerlo otro rayo lo encegueció por escasos segundos; no cesaría, no se detendría por lo pronto, aún quedaban algunas descargas, algunas lloviznas antes de que saliera el sol definitivamente, antes de que este se sobrepusiera a la oscuridad general y recobrase así el control. Miraba por la ventana como si buscara algo en las calles a su alrededor, aun sabiendo que no tenía allí nada que buscar, que no había perdido nada que fuese suyo, que lo que le pertenecía estaba con él. Era solo el aburrimiento, el sentirse encerrado y con los planes modificados de golpe, como si no contase con lo que sucedía y tratase de encontrar una rápida solución, una alternativa. Desvariaba, pensaba en tonterías mientras las manecillas a su espalda seguían su ritmo habitual, de derecha a izquierda sin parar. El nivel del río que tenía frente a sus ojos había aumentado considerablemente, se elevaba por encima de las barreras de ladrillo y metal arrastrando la basura que tenían a su alcance. Se perdían, las aguas turbias, en las cañerías y tuberías negras para comenzar de nuevo ese ciclo de salir, de arrastrar la tierra y el polvo, de bajar, de repetir esto una y otra y otra vez hasta que se evaporase el río. Sus dedos jugueteaban con el seguro del cristal, como tentado a abrir la ventana pero rechazando la idea de perder el poco calor que aún conservaba la habitación. Decidió, por fin, cambiar esto por el aroma del exterior, un calor momentáneo por el aroma de la lluvia. Las bisagras giraban, la brisa entraba por su nariz, por su boca, limpiaba sus pulmones del humo de la ciudad y lo dejaba pensar con más tranquilidad, como si el despertar no hubiese sido hasta el momento en el que había tomado aire fresco. Miraba hacia atrás, hacia su habitación todavía hecha un desastre. Papeles, maletas, tantas cosas en el suelo que debía recoger antes de comenzar el día propiamente, antes de salir a la calle si es que el clima se lo permitía. Se alejó del marco de la ventana y tomando una bolsa grande que estaba sobre uno de los muebles comenzó a levantar todo, a organizar todo aprovechando su repentino impulso. Hoja tras hoja cayendo en el interior de la bolsa negra, papeles inservibles y notas de otros tiempos, trapos viejos, cristales rotos; la bolsa se llenaba y pronto ya no cabía nada, pronto pesaba demasiado para cargarla con una sola mano. Era increíble, lo que en unos días podía haber acumulado, pero dejándolo cerca de la puerta se aseguraba de no tropezar con todo ello nuevamente, de que esto no volviera a acompañarlo en su lecho haciendo se sus sueños tóxicas pesadillas. Pronto lo llevaría afuera, pero primero quería comer algo. Frutas y yogur, avena y café, pan blanco y mantequilla amarilla untando ligeramente sus dedos, impregnando de grasa sus huellas. Boronas cayendo en la mesa y en el suelo, barrería, se irían los restos y las cenizas, lo que quedaba, lo que sobraba y no pertenecía a ese lugar tranquilo que podía llamar hogar. Hogar con lluvia, con sol, hogar para iniciar el día o para cerrarlo en silencio, para quedarse abrigado leyendo una historia o escribiendo una nueva. Escribiendo la propia, tal vez, puliendo los detalles de cada página venidera, de cada capítulo a cerrar y a abrir, de cada nuevo giro que puede existir. Ya no se escuchaba el murmullo, ya era posible salir, pero daban ganas de quedarse adentro un poco más, de perderse en los sorbos que aún quedaban del café para disfrutar de la calma después de la tormenta.

viernes, 24 de febrero de 2017

Desde otra ventana

Desde una ventana distinta, desde la ventana del autobús, el mundo parece moverse sin complicaciones, como si todos los engranajes girasen en armonía sin enredarse, sin saltarse, sin fallar de ninguna forma. El recorrido comenzó contados minutos atrás, con un destino todavía incierto que entre parada y parada parece volverse más turbio, más confuso, más distante. Se recupera el aliento, la firmeza, la valentía y se pasa saliva, se toma agua de la botella que se lleva y de nuevo se mira hacia afuera, hacia la calle. El tráfico avanza sin bocinas, sin gritos, nada perturbaba la paz de una mañana abrigada por nubes blancas que dejan adivinar los rayos de sol ocultos tras sus bultos, tras sus formas claras. A veces escapan, y como reflectores iluminan pequeños lugares que reciben luz, calor, colores diferentes a los del cuadro arriba que susurra lluvia, que invita a quedarse en casa con sus rayos y sus truenos. Bajo este cuadro, bajo estos colores, el verdor de la montaña a la derecha parece una línea divisoria entre el cielo y la tierra, entre un paraíso y la oscuridad del abismo. Árboles majestuosos en la cima, troncos que se desprenden en decenas, centenas de gruesas y oscuras ramas llenas de hojas, llenas de nidos en donde las aves cantan y revolotean cada mañana, pues son el eco que puede escucharse cuando todos callan al amanecer. Por lo demás, más cerca del suelo, arbustos y maleza, piedra y barro, senderos borrosos y huellas desconocidas de los pocos pies que por allí han pasado en tantos días, en tantos años. Es un bosque perdido, al que no podía entrarse y al que no va a entrarse jamás a pesar de tenerlo al alcance de las manos. Alambres de púas separando el concreto de las raíces, mientras las flores de los matorrales se deslizan a través de los orificios del enrejado y avanzan, crecen, viven más allá de la muralla imaginaria, conceptual, que tienen a su alrededor. Los colores ausentes en el cielo pueden encontrarse mirando abajo, mirando a los costados del camino mientras el autobús se encuentra detenido, apagado. La vida está allá, tras la barrera, y en el silencio puede escucharse lo que allí sucede sin problemas. Silbidos, de la brisa, de las hojas sacudiéndose suavemente y desprendiéndose, volando por ahí hasta caer y fundirse con la tierra. El motor se enciende nuevamente, se detiene la melodía de la naturaleza que canta en la distancia; se opaca, se pierde, se desvanece junto con la pureza del aire que es remplazada por el aroma a gasolina, a aceite, a humo. Se queda atrás lo fresco, lo limpio, se desciende a toda velocidad por la avenida mientras la brisa entra por la ventana y se mezcla con las finas gotas de agua que ya caen, que ya mojan el pavimento y vuelven del polvo lodo, que ya mojan el rostro cuando se asoma. El destino, el lugar en donde habrá que ponerse de pie y bajar, caminar, se encuentra a algunas calles de la autopista según las notas contenidas en el papel que se tiene en las manos. Esto, las notas, y el recuerdo que se tiene en la cabeza de haber pasado por allí son suficientes piezas de información para ubicarse, para no perderse de ninguna manera y, lo más importante, para llegar a tiempo. El papel se arruga mientras la ansiedad se va y mientras las piernas recobran la fuerza, sostienen el cuerpo ya sin nervios, ya seguro de que al tocar el suelo solo serán unos pasos para estar frente al escritorio, frente a la pluma, frente a las oportunidades presentadas como una baraja frente a los ojos. De pie, fuera del metal del autobús, ya no hay lluvia, ni sol, solo una calle desierta y enorme llena de camiones, llena de agujeros, llena de charcos que se esquivan uno a uno para llegar al edificio de cristal que reluce en un lugar tan gris. Las puertas se abren, el aroma a café llena los pulmones mientras se mira hacia adentro, hacia las paredes blancas, hacia las palabras en cuadros cubiertos por vidrio, hacia las personas que dentro de ese lugar caminan y ríen y hablan; beben café, de allí viene el aroma, pero no dan ganas de tomar uno, se está despierto todavía, a la espera de tomar la mejor decisión posible, de no fallar en el intento. Hay un punto en el camino en el que puede irse en una de dos, tres, cuatro y hasta más direcciones; se es libre de tomar la más conveniente, de no tomar ninguna de ellas y seguir derecho si se quiere, pero las consecuencias que vendrán con esto deben asumirse también. La mejor decisión, es tomar un vaso de agua y tomar asiento también, esperar un poco. Los sorbos fríos aclaran la garganta, aclaran las ideas, se ven las manecillas girar mientras llaman a las personas allí presentes y se tiene esa sensación extraña de escuchar el nombre propio en una voz ajena. Es hora, de caminar al final del pasillo y abrir la puerta de madera, de ver aquel lugar como un nuevo hogar. Es hora, de ver desde otra ventana.

jueves, 23 de febrero de 2017

Cosas por hacer

No pueden seguir dejándose las cosas por hacer, pendientes archivados o guardados que con el tiempo se llenan de polvo y se vuelven ilegibles, que con el tiempo se arrojan a la basura junto con las demás cosas que ya no sirven. Notas personales, promesas propias, palabras ocultas en libros amarillentos que recrean una realidad tan ajena a la actual; nada de esto pertenece a un cubo de metal lleno de desechos, pues no es un desecho, no es lo que sobra ni se parece de ninguna forma. Sucios, de arriba abajo, en cada lado que se mirase; un trapo húmedo sobre el cuero de las portadas se lleva el tono gris que las cubre y los colores brillan nuevamente, las ideas se encienden nuevamente mientras con letras doradas los títulos aparecen a un costado y dejan adivinar sus personajes, sus escenarios, sus caminos entrelazados y hasta enredados. Hablan de bosques, de paisajes montañosos y arenosos, pedregosos, rocosos y áridos; con nieve y niebla, con sol y luna llena, con el ruido pasos de cientos de hombres avanzando a través de la pradera en busca del oro, de la plata, del bronce que los haría inmortales, ricos e inmortales. Todas fantasías, algunas tan descriptivas, algunas tan llevas de vida, que es difícil no encontrarse después caminando allí junto a las letras negras. Brillan, las letras doradas de las portadas, las historias centenarias, milenarias tras ellas. La luz de la lámpara sobre ellas ilumina la habitación, la calienta en una noche tan fría que aún con las cortinas cerradas puede escucharse a la brisa silbando por los pequeños orificios en la ventana. El silbido, el sonido de la música, ambos ritmos en sincronía mientras se ubican los libros, mientras se repasan algunos títulos en la repisa como tratando de hacerse una idea, como tratando de descubrir un mundo oculto en textos cortos. Textos viejos, textos que no recordaba ni siquiera, habiendo olvidado tantas historias a lo largo del camino se pierde la cuenta, se pierden las llaves que abren el casillero donde se han guardado todas, un cajón perdido en la memoria. Estas, sin embargo, nunca cayeron durante el camino, ni se quedaron encerradas; estaban a la deriva, a la espera de un par de ojos que las leyese nuevamente, que desentrañase sus secretos en tardes, en noches, en madrugadas enteras. Sobre la madera marrón, las coloridas portadas le dan un tono distinto a la habitación, el gris que parecía enraizado en la cabeza desaparece de repente. Verlos, los colores, verlos nuevamente relucir para traer alivio y bienestar es todo lo que se necesita en realidad para que una noche nublada no opaque el brillo de la luna, para que una noche con fantasmas grises en el cielo no apague el brillo de las estrellas. Brillan tras las nubes, y puede llegarse a estar sobre ellas en un rato, dejar a un lado el clima oscuro por un poco de claridad en la inconciencia. Escapar es tan tentador, pero más vale dar pasos seguros y no tambalearse en arenas movedizas, saber que un paso firme sobre el suelo es mejor que uno sobre una nube. Ya habrá un momento para despedirse, para decir adiós a lo que no se hizo y para cerrar libros que no volverán a abrirse, pero por ahora vuelven a la repisa, a recordar a diario que quedan cosas por hacer antes de partir.

miércoles, 22 de febrero de 2017

Lo que busca

Tendida sobre su cama, en el silencio de una madrugada cualquiera, observaba la pantalla de su teléfono deslizando con el dedo las imágenes y palabras que allí aparecían, un corto contacto con el mundo y lo que ha sucedido mientras no se ha mirado hacia afuera le era necesario para irse a dormir en paz. Más que las noticias, más que lo nuevo, buscaba algo, algo entre aquellas imágenes; las palabras que desorganizadas en su cabeza solo podían tomar forma al verlas de una manera entendible, al llevar la oscuridad de un pensamiento a la luz ajena, a una boca ajena, a la pluma ajena. Nada salía, nada cercano, todo hablando de lo que no quería saber, todo acabando con su esperanza y susurrándole al oído que cesara ya, que descansara ya pues perdía el tiempo, pues su pensamiento era una estructura todavía a medias, todavía una obra incompleta que no encontraría por lo menos ahora. Miraba la hora, ya eran las 3, abría los ojos desorbitadamente cuando el cansancio amenazaba con cerrarlos. Se esforzaba y luchaba contra sus propios límites para seguir despierta pero, en realidad, le era tan difícil después de un día como el que había tenido, después de la marea de emociones y actividades que la habían tomado por sorpresa y que la habían agotado en todos los sentidos. Sus parpados se cerraban, ya ni veía, ya ni leía; volvía a abrirlos de golpe como pretendiendo que nada había pasado nada y bostezaba, bostezaba sacando su pereza en cortos segundos estirando los brazos. Tan persistente, tan decidida, había esperado todo el día para este momento y parecía decepcionarse, parecía simplemente perder el último impulso que no la dejaba parar contados minutos atrás. Se rindió, se quitó sus lentes y lanzó el teléfono sobre la almohada; reanudaría su búsqueda en unas horas, eso era seguro. Podía hacer una pausa en el camino, y no por eso dejar de avanzar a la mañana siguiente; no se trataba de cuando llegara, sino de que llegase y ya. Se puso de pie, aún llevaba el jean que se había puesto el día anterior, la misma blusa y los mismos zapatos también; no se había quitado nada desde que había llegado a casa, necesitaba ponerse la pijama para dormir cómoda. Buscó tras la almohada su pijama y comenzó a desnudarse, a lanzar la ropa al suelo, a cambiar el áspero contacto del jean por la suavidad de su vestido blanco, lleno de líneas y puntos purpuras que recorrían su delicada figura. Se miró al espejo, dio dos vueltas, liberó su cabello del peinado que llevaba y lo dejó caer sobre su espalda, sobre el escote en ella. Era vanidosa, pero ya había visto suficiente; recogió la ropa del suelo y comenzó a colgarla en la pared, no quería dejar todo tirado y desorganizado, simplemente no lo toleraba. Al terminar, se acercó nuevamente a la cama, sacudió sus pies descalzos y saltó sobre ella, cubriéndose casi inmediatamente por las cobijas. Había olvidado apagar la luz de la habitación, pero era perezosa; buscó sin levantarse una sandalia bajo la cama y, al tenerla en sus manos, la lanzó contra el interruptor. Un apagón repentino indicó el éxito de su operación, tenía muy buena puntería desde muy pequeña, no fallaba jamás cuando el no levantarse era la meta. Volvió a recostarse, a perderse bajo la cálida tela mientras con los ojos cerrados ya fantaseaba con lo que quería ver, ya trataba de organizar las palabras que no había visto como tratando de darse aliento, como tratando de dejar ir la negatividad para concentrarse en el hecho de que no solo su cabeza interpreta el mundo. Encontraría lo que buscaba, en algún momento, en algún lugar. Ya fuese en su teléfono, en sus caminatas matutinas a través de los senderos vacíos, sobre las paredes de los edificios que veía desde la ventana del autobús cuando se movía de un lado a otro, en el cielo, en las nubes, en el arcoíris que nacía cuando acababa de llover y volvía a salir la luz del atardecer. Ya soñaba, con todo esto, su respiración tranquila apenas podía sentirse mientras la pantalla encendida, en silencio, se iluminaba con las luces de neón que dejarían de brillar cuando fuese hora de despertar.

lunes, 20 de febrero de 2017

Llena de gusto

Hay cosas que llenan de gusto con solo verlas, como un amanecer despejado, como un atardecer rosa y anaranjado. Un anochecer lleno de estrellas, con la luna llena y las nubes flotando aisladamente como espectros que no dan miedo, sino dicha; cosas como estas, como las que suceden afuera y las que suceden adentro, las que crean las manos ajenas y las que crean las manos propias. Llena de gusto un buen desayuno, uno improvisado lejos de casa después de un largo trayecto, sobre un tronco de madera junto a los árboles inmensos que rodean un río poco profundo, agua que baja de las montañas para perderse en las raíces y en la tierra, en las hojas y en las ramas. La brisa allí es tan fresca, la brisa allí es tan limpia, limpia del humo y del vapor grisáceo que se asemeja a las nubes en el cielo cuando llueve, que se asemeja a los malos augurios de tiempos pesados, de tiempos oscuros que ya se han olvidado. Nada de esto está presente, y es todo lo que podría desearse en realidad. La ausencia de aquello por lo que se escapa permite no solo respirar tranquilo, sino caminar con el peso necesario, evitando preocupaciones de más que hagan del paseo una pesadilla, un martirio, una tortura. Las sombras se desplazan lentamente mientras el contenido del vaso disminuye, mientras el tiempo se consume bajo los rayos del sol que calientan la piel descubierta. El café refresca la garganta, despierta un poco los sentidos que adormecidos rodando bajo el sol recobran su fuerza y parecen prepararse para lo que queda, para el corto trecho que separa de casa. Cuando se ha acabado, el vaso vuelve a una bolsa negra que se guarda en la maleta y, sin nada más que hacer allí, se retoma el recorrido con más energía que antes, con más ganas que antes de sentarse a descansar. La vía continúa vacía, salvo por contados ciclistas que pasan por allí sin detenerse, sin prestar atención a quien ha parado por un momento junto al pequeño bosque en la mitad de la pradera. La cadena se mueve, las ruedas comienzas a girar muy despacio y a levantar el polvo presente en el pavimento, presente en las líneas blancas que rodean el asfalto agujereado. Se avanzan algunos metros, se pierde la cuenta, pronto los agujeros se vuelven menos comunes y el bosque se deja atrás para volver a la llanura, a los amplios cultivos en donde pequeñas figuras se mueven de un lado a otro cargando cajas, cargando bultos, cargando inmensos cestos llenos de alimentos. También se quedan atrás, ellos y sus cestos, se llega a la falda de las montañas en donde el ascenso comienza, en donde el verde lentamente se torna gris, en donde la cima es el punto medio, la frontera entre dos mundos aparentemente distintos que pueden cruzarse, mezclarse, con un poco de voluntad, con el mero deseo de ver lo que hay del otro lado. Ya se sabe lo que hay del propio, las luces del tráfico y las bocinas y el ruido, los parques protegidos por rejas y las aguas rodeadas de lazos amarillos; solo una pequeña fracción del mundo exterior es suficiente, para no de quedarse con una rebanada del pastel, sino con un trozo gigante de este, en un intento por tenerlo todo. El mundo, los lugares, los destinos, no basta con una probada ni con las promesas hechas al viento; no basta con poner cosas en la lista y dejarlas allí desvanecerse, más vale realizarlas antes de que sea tarde, antes de que la tinta sobre el papel acabe de borrarse. Una a una, pronto acabarán todas, pronto no habrá nada que tachar y la tinta roja sobre la negra será lo único en el blanco del papel. Pronto habrá una nueva lista, escrita con otros ánimos, sobre una madera distinta, con una pluma distinta; se tendrá la oportunidad de escribir una nueva historia, pero más vale corregir la que ya se tiene, pulir los detalles, arreglar el libro antes de ponerlo en la repisa y mostrarlo, mostrarme, como lo que soy y lo que seré en el tiempo.

sábado, 18 de febrero de 2017

Al abrirlos

Es grato despertar con los rayos del sol, y no con el retumbar de los truenos que como en el día de ayer eran la única alarma existente para abrir los ojos y salir a enfrentar el frío en una mañana oscura, en una mañana distinta a la que se presenta en el presente. Hay más colores, hay más aromas, hay más sabores el día de hoy, como si se tratase de un mundo nuevo que se ve por primera vez después de romper el cascarón. La escena no es tan metafórica, no se resume en la idea de verse a uno mismo golpeando las paredes interiores para salir de él y ver qué hay fuera de la burbuja oscura en la que puede uno quedar encerrado, se trata del hecho de realmente dejar salir todo de la manera que debe salir, como estas notas, que solo pueden salir por la ventana. Hay escapes, desahogos, distracciones tan distintas y tan variadas para liberarse un poco, para suturar lo que se ha abierto, para cerrar un libro o sol dejarlo arder y cauterizar así el asunto. Hay días dulces para salir o días amargos para quedarse en casa a ver la lluvia, para no disfrutar de nada que no sea el ruido neutro de las gotas golpeando el tejado, golpeando el cemento, golpeando el cristal de las ventanas que cerradas solo dejan al agua escurrirse por acción de la gravedad hasta metros, metros más abajo. Las gotas no caen, el sonido neutro está ausente, es un murmullo lo que se escucha afuera, como voces de personas que aprovechan el sábado, su sábado. Al asomarse a ver de qué se trata, a confirmar con los ojos la idea mental que se ha creado, puede verse la bruma sobre las montañas en la distancia, esa presente en un mar no de agua sino de gente. Patines, patinetas, bicicletas y automóviles por doquier, pasando junto a los charcos que lentamente se evaporan, que mueren mientras el sol se eleva y todos viven, todos ríen, todos juegan. No se ven más que escasas líneas blancas en el cielo, retazos de nubes como algodón deshilachado que solo acompañan al azul y se dispersan a través de él con la cálida brisa que sopla desde el oriente, desde el occidente, desde cualquier dirección para golpear las mejillas. Brisa tibia, como si el sol la calentase y la moviese a través del paisaje, a través de los árboles, a través de los troncos, de los tallos, de las ramas y de las hojas; vuela a través del verdor para llegar al gris metálico de la ciudad, al gris y al naranja de los ladrillos que conforman los edificios vecinos. La brisa entra, despierta a quienes allí duermen y los saca de sus sábanas blancas, los lleva a poner sus pies en el suelo de madera para descalzos asomarse al balcón y ver a la ciudad moverse despacio, como un gigante que despierta y ronca al tiempo. No me despertó la brisa, no es mi caso, no estaba allí, pero ya se ha podido volar para seguirla sin siquiera salir de la habitación, ya se ha podido fantasear un poco con la idea de vivir no junto a las montañas, sino en ellas y perdido en ellas, en nada más que el canto de los aves para despertar en la mañana. Ya no se necesita una alarma, ya no se necesita nada más que una libreta, para escribir del día en el que se abran los ojos donde siempre se ha querido.

viernes, 17 de febrero de 2017

A través del alba

Era necesario caminar, bajar un momento de las ruedas para sentir las raíces rozando las plantas de los pies, para sentir el contacto del pasto húmedo, de la tierra mojada, del cemento frío del que no se tenía noticia desde hace mucho; todo conformando una sensación tan novedosa, tan extraña e inesperada, como si por un momento se hubiese olvidado como caminar a través de la niebla sin perderse, sin olvidar el camino a casa. Es normal, el perder la costumbre por encerrarse en rutinas, y romperlas es tan grato que puede uno desorientarse en el proceso, por la emoción. Los segundos pasaban, los pasos a través de la niebla eran torpes y temblorosos a causa de la ausencia de luz, a causa de la necesidad del sol para ver el camino, las señales, las marcas en el suelo que en la oscuridad no eran ni manchas, no eran ni sombras. Se recuperaba lentamente el control de los sentidos y del equilibrio, los primeros rayos aparecían a través de las fisuras en las nubes y aclaraban las figuras borrosas. Con esto, ya los edificios tomaban más forma, ya se veía en la distancia el ventanal al que se llegaría dentro de escasos segundos, si corría o si aceleraba un poco el paso solamente. No había afán, de cualquier modo, había sido un paseo corto, uno para equilibrar las cosas y nada más, Poner los pies en el suelo es necesario de vez en cuando, aterrizar y dejar de volar para ver la realidad llanamente puede ayudar a llegar más lejos cuando se emprenda el recorrido nuevamente. Con esto, salir en la madrugada puede ser acogedor, puede ser una buena costumbre como esa de ver el amanecer que tanto se disfrutaba con anterioridad. Al llegar a casa, el abrigo cae sobre el sofá mientras una taza de chocolate caliente se lleva los restos del frío que quedan, se lleva la niebla impregnada en la nariz y en las mejillas con un dulce aroma, uno tan dulce que se olvida lo amargo. La habitación está ya más clara, el cielo un poco más blanco y las nubes todavía cubriendo gran parte de los rayos del sol. No hay papeles en el suelo, en las paredes, en ningún que no sea su lugar. Un poco de orden, de caos, de luz, de oscuridad, de frío y calor, de dulce y ácido, todo en su justa medida para mantener la balanza en el punto apropiado, para no caer de la cuerda floja ni tropezar con los nudos en ella. Una mañana y un chocolate, un paseo y un amanecer bajo los árboles, de todo ello puede llenarse una vida en solo unos días, en solo unos años. La brisa silba a través de las pequeñas fisuras en el marco de la puerta, como si quisiera entrar y arrebatar el calor del lugar, no dejando fantasear con el hecho de estar afuera. No puede entrar, pero se escucha su murmullo, y pronto habrá que reunirse con ella, no darle más espera a una cita programada con anterioridad, hacer de la fantasía algo real. Lo que queda de una noche pasada por el agua son solo charcos, formados por diminutas gotas a través de las horas. Están ausentes en este momento, pero los los tonos grises entre la blancura del cielo amenazan con traerlas de nuevo y más vale estar bajo un techo para cuando esto suceda. Hay que apresurar el paso, para no mojarse y encontrar un escritorio firme en el cual escribir con el murmullo de la tormenta ambientando la escena. Dejar ideas claras, sólidas, en el papel y en la realidad, ideas que evocan no solo un pensamiento, ideas que transmiten es algo más que un ruido; es un mensaje común, un mensaje presente en tantas bocas y en tantas cabezas, el mismo que los impulsa a saltar, a correr, a subir un poco la voz para desconectarse luego y volver a la melodía, a las notas, al humo que acompaña a las nubes que se levantan en el cielo una mañana como hoy. En un día como hoy, se levanta la voz para caminar bajo la lluvia, para no detenerse por unas gotas en la mañana.

jueves, 16 de febrero de 2017

Sacudida

He llegado al cielo, a no detenerme ante los empinados caminos con solo mirar hacia abajo, con concentrarme en la línea blanca bajo las ruedas que atraviesa el cemento gris y polvoriento, esa que no se detiene sino por escasos metros para guiarme a casa sin problemas en una noche oscura, en una mañana clara. Es el camino por el que se pasa, es el pasado en general que se ve reproducir como fotografías, como imágenes que se quedan atrás como si cayesen de la bolsa, de la maleta, de la cabeza; caen, se posan en el suelo tal como las hojas en el otoño, tal como los copos de nieve en las copas de los árboles y no se levantan, se quedan estáticas, pegadas al suelo y luego desintegradas, esparcidas como cenizas. Solo imaginar esta escena libera un poco las ataduras, cicatriza un poco en realidad. La cima está cerca, y repetir esta frase una y mil veces es todo el combustible necesario para poner manos a la obra y hacerla realidad entre paso y paso, pedaleo y pedaleo, respiro y respiro. Miradas furtivas, opiniones cargadas de toxicidad y pesimismo. ¿Qué es la cima? ¿Qué es llegar lejos? ¿Qué es llegar alto? No se trata de los intereses ajenos, de las opiniones ajenas, sino de lo que dicta aquella voz en la cabeza, aquella voz familiar que llamamos propia, la conciencia que susurra los mejores planes, los mejores destinos, el sueño tan anhelado representado claramente y solo a la espera de que unas manos temblorosas se decidan a sacudir la realidad. Es una sacudida, salir de la zona de confort y enfrentarse a la crudeza del camino solo por mero capricho, solo por no seguir el camino trazado por la normalidad. Crear uno nuevo, una ruta distinta que se sigue no a ciegas, sino con la mirada en alto y seguro de que si se ha de fallar, habrá sido por las decisiones que se han tomado, seguro de que estas son las que pintan el cuadro imaginario en el que las manos cubiertas por guantes juguetean en el bosque, en las aguas congeladas sobre las que patinan las sonrisas de los niños, de los adultos, de toda clase de personas que por un día se despiden del sol para darle la bienvenida al frío. Hoy le doy la bienvenida al frío, al orden, a la idea de llegar a sacudir la nieve de las ramas para despertar las manos, para iniciar el día con una pluma de tinta negra en un papel tan blanco que el contraste casi haga desear llenar todo el espacio con letras, con dibujos, con historias más completas, algo más que revivir una escena pasada. Historias no de días futuros, historias de días que no existen y que existirán en cuanto se ponga el punto final. Hay más allá de los segundos previos, hay más historias de las que no se tienen recuerdos sino solo expectativas, ideas nebulosas de lo que son y lo que podrían ser; historias por contar, historias para dejar el tiempo, el alma, la vida.

miércoles, 15 de febrero de 2017

Granos de arena

Las historias a mi alrededor podrían resumirse en un común denominador, en el sentido de que todas parecen construir un mismo mensaje ya sea con palabras, ya sea con gestos, ya sea con un simple apretón de manos o con un abrazo cálido que hace olvidar el frío, la piel fría que lentamente aumenta en uno, dos, tres grados por cada sonrisa que aparece en el rostro. En efecto, las sonrisas ajenas desembocan en la propia con el tiempo, como si un poco de orden en el exterior llegase al interior. La luz del sol puede entrar por la ventana aún cuando esta está cerrada y protegiendo el caos que se refugia en la cabeza, es un cristal, no un escudo que vuelve de una vida una cueva, y basta con mirar afuera para darse cuenta de que hay razones para seguir, razones para no cerrar las cortinas, ni la memoria. Hay un atardecer en este momento, ese de tonos naranjas del que tanto hablo y que me encantaría ver sin nada más que montañas; sin edificios ni cemento ni personas ni nada. Ese atardecer, es una razón para mirar afuera, para ponerse en una situación distinta a la presente que parece girar entorno a quienes velan a un alma perdida que se retuerce en silencio. No está perdida, y cada palabra lo confirma, cada palabra la alienta a levantarse y a mirar su reflejo. Lentamente gana brillo, lentamente aumenta su luz mientras llega la noche y se acaba el día. Pasa un día, en horas llegará uno nuevo. Es cuestión de tiempo, para que el reloj apenas recuerde tan memorables granos de arena.

lunes, 13 de febrero de 2017

Metáforas de hoy

Es gracioso recapitular, pues algunas horas después del evento puede verse con más claridad el escenario, entender todos los factores que la inmediatez del momento no permiten ver por estar enfocado en el par de ojos que directamente miran los propios, que luego se agachan y se desvanecen en la sal, en el agua, en el brillo y la humedad que se nota con la luz del atardecer que entra por la ventana. Ruido, ruido, voces conocidas y luego el silencio mientras se bajan las escaleras y la puerta azul se abre por última vez, al menos por manos propias. Un rechinar, los motores de los autos y luego el silencio, tan real como cuando se está en casa, como cuando se está cerca de ella. Descansar un poco, grita la conciencia entre bostezo y bostezo, pero con subir las escaleras y abrir la puerta, es cuestión de tiempo para que las notas se tomen la habitación, para que las notas se lleven lo que los pasos arrastran consigo mientras recostado se va el humo, se va la lluvia, se van las nubes. Quedan restos, es difícil, pues, alejarse de lo que se lleva bajo los pies, como papeles pegados de hojas viejas que han de despegarse de la suela y lanzarse a la basura, pues de nada sirven ya llenos de tierra y polvo. Zapatos fuera, un vaso de agua, mejor algo para despertarse, para abrir los ojos y combatir el sueño mientras se escribe. La percepción de la realidad desaparece entre palabra y palabra, prueba del delirio y de la falta de sueño que en algunos minutos habrá acabado, que con palabras como estas dejará el testimonio de hoy, el testimonio de que estoy aquí todavía antes de volver a las cobijas. ¿Qué si he escrito? En lo absoluto, en serio. La desconexión es necesaria de vez en cuando. Hay varios motivos, razones para estar tan perdido, pero no pretendo dar explicaciones que no se han pedido, solo pretendo retomar las cosas desde donde las dejé y seguir caminando, volverme a poner los zapatos después de caminar voluntariamente sobre vidrios rotos, dejando cerrar las heridas con los pasos y no el pasar del tiempo. Metáforas, imposible dejarlas cuando se vive con ellas, cuando hasta las oraciones más simples tienen ese toque característico de realidad y ficción, de verso y prosa que hace reconocerlas estando aún en una letra diferente a la propia, aún estando en tinta ajena, aún estando en tinta compartida que hoy ya no tiene el aroma de cuando recién se escribía, de cuando recién se llenaba con trazos temblorosos un papel, se llenaba de ideas firmes y promesas deshechas en el tiempo. No deshechas, mejor desintegradas, con el mero propósito de cumplirse parcialmente, de no dejarlas simplemente en la palabrería del momento sino en un mensaje que trascienda. Se cumplirán, una a una y quizá en desorden, quizá cuando no se esperen y simplemente se presenten de la nada como para permitir de una vez por todas tacharlas de la lista. Nunca estará completa, habrá cosas que se agregarán, nuevas promesas, nuevas voces, nuevas rutas por conocer con los ojos un poco más abiertos, con las manos un poco más listas y más despiertas.  Llegará el día en el que se aflojen los nudos, el día en el que la memoria pueda liberarse de aquellos lastres que pueden de alguna forma disminuir la velocidad, impedir el salir a flote del pozo en el que se cayó al tropezar con una caja llena de recuerdos.

viernes, 10 de febrero de 2017

Debates de letras

Es gracioso, como algunos comentarios dichos por una persona que apenas se ve por primera vez pueden significar una desestabilidad, una ligera sacudida que motiva a dar una respuesta, una reacción a los eventos desencadenados por un discurso sencillo. Mencionaba, de manera muy abierta, la ambigüedad de la literatura y la mutabilidad de la misma, sus cambios a través de los años y lo que esto representaba. Traía nombres de obras muy antiguas, que contaban historias sobre lo bello, sobre lo hermoso; el arte estaba en las letras y en la lira, en las voces y en los cantos que versaban sobre héroes y dioses. Decenas de pares de ojos abiertos la observaban, se deleitaban con la elocuencia de aquella voz delicada que parecía lanzar verdades a la mesa, que parecía romper viejos esquemas para establecer cimientos de los nuevos o mejor, parecía sembrar dudas, preguntas, la necesidad de indagar para encontrar la verdad tan anhelada. ¿Podría encontrarse? En las páginas los ojos confundidos buscaban respuesta siguiendo atentamente el debate, examinando detenidamente a quienes tenían la palabra de tanto en tanto, esperando a su momento para dejar salir su manera de ver las cosas. Llegaban las comparaciones, entre tantos literatos y tantas obras, entre tantas escuelas y tantos pensamientos, entre tantas visiones del mundo; entusiastas y pesimistas, coloridas y negras, felices y tristes. Es un “y”, no un “o”, puede haber ambos dependiendo de la hora, dependiendo del lugar, dependiendo de la cabeza y de cómo esta maneja lo que allí entra. Lo que antes era sí ahora era no, lo que antes era no era tal vez, lo que se tenía por seguro era ahora impensable y obligaba positivamente a encontrar un punto medio, el ponerse de pie en la mitad de las cosas y analizarlas objetivamente para no dejarse tambalear, para volver de una visión propia una que trascienda por su propio valor. Las miradas se encontraban más brillantes, como si todo lo que veían los deslumbrase y los dejase no estupefactos, sino deseosos de saber más. Se acababan los minutos, las miradas furtivas al reloj por parte de esta persona lo indicaban, y era como si todos quisieran que estos corrieran más lento para quedarse un poco más a escuchar, a opinar, a dejar plasmada su realidad para continuar moldeándola día a día. Hora de irse, los cuadernos se guardaban lentamente, las sillas sonaban mientras todos se ponían de pie e intercambiaban ideas ya fuera del contexto, ya fuera del tema y sin embargo con la misma mirada, con el mismo brillo que no desaparecería por más que estuviesen fuera del aula, por más lejos que estuviesen del campus. 

jueves, 9 de febrero de 2017

Restos del ayer

Al abrir los ojos después de dormir por horas, después de descansar para poder seguir caminando sin cojear o titubear ante la realidad, el escenario parece indicar que en efecto todo marcha bien, que uno o dos inconvenientes no van a alterar el paisaje general que se presenta en la mañana. Con los ojos todavía pesados, los sorbos tibios de café van entrando a un cuerpo frío que observa apoyándose sobre la baranda como el sol se levanta, como otro día despejado promete grandes cosas más allá de las montañas que han de cruzarse, que han de dejarse atrás para llegar más lejos y no solo hablando en términos de distancia, sino la misma metáfora de progresar que tanto se utiliza. Cobra sentido hasta que se vuelve la meta, hasta que se dejan los lastres para llegar a ella. Depende de uno mismo, el cómo verlo y el cómo vivirlo, el cómo tomarlo y cómo caminarlo; qué pausas quieren hacerse y cuando debe acelerarse. Todo va más rápido, los ojos se van abriendo y dejando atrás la pereza con cada sorbo que vacía la taza, recobrando la energía necesaria para salir de casa y vivir el día. La brisa disminuye, la ciudad se calla, la realidad confabula para detener el tiempo. Una desconexión temporal para desligarse del tiempo pasado, para volver solo al presente en donde nada más existe que las palabras que se escriben a diario. Palabras varias, largas y cortas, letra a letra conformando un pensamiento que versa y susurra mensajes para el viento en la mañana, en la tarde, en la noche e incluso en la madrugada, cuando no se puede dormir y solo se desea refrescar un poco la cabeza. Refrescarla, liberarla de recuerdos innecesarios dejándolos en el papel y cerrando el libro, y pensando que la siguiente página está en blanco. ¿De qué podría llenarse? De eventos afortunados y desafortunados, de risas y llantos, de juegos y discusiones, de opuestos innumerables que hacen del papel una balanza con cargas en ambos lados, con razones para sonreír y también para simplemente cerrar el libro y lanzarlo lejos. Hojas vacías, luego llenas, luego perdidas en el tiempo y en el fuego; cenizas, brisa, todo saliendo por la ventana y llevándose no el día de ayer, sino los restos del ayer.

lunes, 6 de febrero de 2017

De otras voces

Algunos paseos pueden interrumpirse sin previo aviso, solo porque sí, solo por una tontería que conduce de vuelta a casa con una mueca neutra, como quien no sabe qué decir ante los hechos recientes y que desea recostarse, dejar de pedalear bajo el sol abrasador que calienta el asfalto y las hojas y la basura desperdigada en el descenso de la montaña. Un grito, un gesto en la distancia que invita a detenerse y a acercarse a la orilla es lo único que puede distinguirse bajo la oleada de calor. Casi llegando al final del descenso, una voz familiar saludaba, una voz familiar que tomaba forma en tanto que la distancia que nos separaba se hacía más corta. La intención era saludar, seguir después de contados minutos, pero es difícil saber cuándo una parada cualquiera puede detenerlo todo, el tiempo mismo, solo con palabras sabias, con consejos breves que reflejaban una verdad ya susurrada por otras personas, una verdad ignorada en innumerables ocasiones. No importa cuántas, en realidad, se ha perdido la cuenta y es mejor dejarlo sin cantidad, dejarlo en el simple hecho de que un mensaje previamente ignorado aparecía ahora tan claro, tan grande, tan imposible de negar. Bajo los rayos, sin nubes que dieran un poco de sombra, se escuchaba con deleite el discurso improvisado, la elocuencia de alguien familiar y su manera de ver las cosas, siempre diferente a la propia. Con palabras cortas podía hacer entender algo tan simple, podía aclarar algo tan confuso, podía despejar los miedos y podía llevarse todo lo innecesario para permitir ir ligero de peso, para permitir andar sin retrasos, como lanzando las bolsas de arena del cesto para ganar altura. Los retrasos, los obstáculos que se encargaban de hacer tropezar se quedaban atrás, ya sea por esquivarlos o por pisarlos y caer de lleno. Se quedaban atrás, se quedaban en las historias y en las anécdotas cortas que ilustraban un pasado turbio, que ilustraban un pasado nebuloso del que solo se extraían enseñanzas, como debería ser en realidad. ¿Para qué algo diferente? Una pesadilla, un mal momento, un mal hábito, todo esto solo representa lastres, solo representa ralentizar el ascenso e incluso detener el despegue mismo, quedarse estancado en donde todo comenzó para sumirse en el polvo y no despertar de nuevo. ¿Para qué algo diferente? A las buenas noticias, a las tardes de miel y caramelo, a los almuerzos breves rodeado de personas desconocidas que lentamente dejaban de serlo; esto es lo que se saca de aquellos días, razones para construir nuevos, para pintar nuevos de tonos distintos a los ya gastados como los son el gris y el negro, como lo es un lienzo en blanco. Más colores, para representar la realidad y la verdad escuchada en la mitad del descenso, más colores para abrir los ojos nuevamente y retomarla ruta, como se había planeado desde un principio. No se volverá con la maleta vacía, ni tampoco con la cabeza vacía; se llevan las palabras necesarias para saber cómo aprovechar el tiempo, y para no desperdiciarlo más pensando en la lluvia que ya pasó. Han de abrirse las ventanas, para dejar entrar al aire fresco que en un cielo despejado inaugura la tarde, que en un cielo despejado refresca las mejillas; ha de abrirse la mente, para dejar entrar las ideas que de otras voces provienen.

domingo, 5 de febrero de 2017

Por el drenaje

Las ideas comenzaban a organizarse, a tomar forma con el humo que inundaba la habitación mientras la música hacía vibrar los cristales, mientras la música hacía latir el corazón con rapidez y volvía de un lugar oscuro la cuna de nuevas emociones, emociones claras, aquellas de las que solo se escuchaba en boca de otros y de las que solo se tenía vagos esbozos. Notas desconocidas, ajenas y suaves, retumbaban sin cesar y acompañaban al baile, al juego y a la euforia general que parecía no tener intenciones de detenerse, que parecía ser eterna con el pasar de los minutos. Se detuvo, solo la música, de un momento a otro y para no volver, dejando las figuras blancas desvanecerse en el silencio, sin notas que acompañasen su danza, sin notas que le dieran forma a sus líneas blancas. Sin ruido, el sopor se hacía más fuerte, los ojos pesaban, los ojos se cerraban como en un parpadeo mientras imágenes de lo que se deseaba inundaban la cabeza. Se forjaban decisiones con la mente encendida, con la mente apagada, con la mente trabajando a medias; conexiones rotas que se restablecían y se reparaban, que sanaban y sacaban la suciedad, toda acumulada a través de algunas horas y lentamente degradada con segundos de paz. La ventana abierta, un poco de aire fresco que entraba a los pulmones y se llevaba la toxicidad, llenaba de pureza y del aroma a café, del aroma a agua corriendo por un canal cercano, un aroma que no se percibe todos los días y que por una mañana puede serlo todo, puede ser lo único que motive a salir del trance repentino en el que se ha caído. Se volvía a abrir los ojos, con la salida del sol y su aparición sobre los tejados vecinos. La claridad dejaba ver los vasos vacíos, dejaba ver los papeles desperdigados, dejaba ver la ceniza en el suelo y las migajas esparcidas por doquier. Caos, desorden, risas y alegría; después de rememorar y reír, después de recordar y sentir que el sueño no terminaba, nada más falta, nada más sobra. Fuera del cristal, de la burbuja de cristal y cemento y acero, la realidad parecía soleada, los árboles se sacudían y se llevaban el silencio con el resonar de sus hojas que, frágiles, se desprendían y caían a la corriente del riachuelo bajo las ramas, ese rodeado de ladrillos rojos que se pierde en túneles y sale de la ciudad pasando bajo ella a través de un mundo subterráneo. Ahí van las pesadillas, ahí van las limitaciones propias, ahogándose en la corriente y desvaneciéndose ante los propios ojos. Se está en la superficie, el paisaje se llena de edificios entre pedaleo y pedaleo, con cada metro que se avanza en dirección a las montañas. Se deja a un lado la calma, se deja a un lado el verdor, se deja a un lado el canto de las aves y el sonido del agua corriendo sobre los ladrillos. No se necesitan más, no es necesario estar junto a todas estas cosas, basta con tenerlas presentes en la memoria para escribir acerca de ellas, acerca del día en el que la basura se fue por el drenaje.

viernes, 3 de febrero de 2017

Más alto

Después de llegar a la cima sin detenerse como no se hacía hace mucho, no está de más sonreír y llenarse de gusto, saber que no se está tan oxidado y que limpiarse no parece tan difícil es suficiente motivo para estar contento, el pedalear tan rápidamente es suficiente motivo para estar dichoso. El recuperar la fuerza, la resistencia de otros tiempos, era el objetivo que se perseguía cojamente a través de los días hace algunas semanas, y través de los minutos silenciosos en la soledad de un parque las ganas se iban, se dejaba a un lado la motivación y se volvía a empezar una, dos, tres veces de nuevo, siempre seguro de que el siguiente comienzo sería diferente cuando en realidad parecía resumirse en la misma historia una y otra y otra vez. En un parque, en este, en aquel; lunes, martes miércoles, era un círculo, una secuencia que lentamente apagaba las luces, que lentamente borraba la tinta y rompía las plumas, cortaba las alas y frenaba cuando el entorno permitía avanzar. No se veía con claridad, pero limpiar el cristal permitió ver lo que sucedía afuera e iluminar lo que había adentro. El caos, el desorden y la basura reposada por mero gusto que se rehusaba alquiler salir, todo triturado y quemado, todo calcinado y enterrado para que no representase más que cenizas. Fue posible levantarse, fue posible volver a escalar las montañas y alejarse de todo lo que estancaba, de todo lo que parecía limitar los movimientos y lo que parecía detenerlos en su totalidad. No es suficiente con haberse alejado, eso solo son medidas preventivas que no llevan a nada sino al inicio de otra historia similar. Hay que volver, entrar de nuevo a la habitación y arreglar el desastre que se dejó. En la habitacion, en los parques, en el cemento oscuro, en las barras amarillas y cualquier clase de objeto en el que antes se veía una posibilidad para llegar más lejos, en un aspecto sencillo como este claro. Una botella, los guantes protegiendo manos manos, todo arreglado, todo limpio, todo desempolvado; la claridad traía las imágenes de cuando apenas se aprendía a subir allá arriba, a cuando apenas se perdía el miedo a caer y a lastimarse con el simple deseo de llegar más alto. Solo unos metros más, sólo una más antes de un vaso de agua y eso será todo. Minutos cortos aunque fructíferos, minutos valorados como nada que se consumen lentamente en repeticiones agotadoras, que se van en el agua y en el sudor, en las palabras y en la tinta mientras se reposa y se confirma la idea de que todo sigue su camino, mientras se confirma la idea de que la realidad mueve sus engranajes sin problema. Una mañana cualquiera, de conocer personas nuevas y bajo la sombra, refugiado del sol, continuar con el propósito anterior, retomar el camino que nunca se acaba.

Después de tanto

Es una sensación extraña, aquella de despertar nuevamente en donde no se despertaba hace meses, hace mucho tiempo, el suficiente como para borrar la imagen de una mañana tras los cristales de esta ventana que cubierta por el polvo parece oscurecer un poco más la escena. Han pasado tantos días, y sin embargo el paisaje general se mantiene vigente, inmutable a través de las horas y solo alterado con las luces del atardecer y la oscuridad del anochecer. Las montañas en algunas partes permanecen inundadas por los colores de las casas, en algunas partes permanecen inundadas por el verdor y la vida; y en ellas, los estrechos caminos a través de los árboles y la tierra permiten descubrir no un mundo nuevo, pero si uno en el que el reloj parece no avanzar mientras el canto de las aves se lleva los segundos, se lleva las preocupaciones, se lleva todo como a las hojas se las lleva el viento, alejándolas de sus ramas. Hojas ausentes, ramas ausentes, la madera del techo es lo único que puede verse al abrir los ojos y recordar que se está en casa, que se ha vuelto por fin; el viento silba a través de una pequeña abertura y el frío que entra motiva a levantarse por fin, a preparar todo para partir y rodar con la niebla. No recordaba el caminar por el estrecho pasillo blanco de este lugar, no recordaba el espejo gigante al final de este. Había minutos enteros para detenerse frente a esta figura, a aquella cansada que miraba de reojo su reflejo deseando partir, deseando simplemente verse en un lugar distinto en el que todo pareciera más claro, más luminoso. No sucedió, o por lo menos no de la manera que se esperaba, y hoy una figura no tan cansada, no tan estresada, más liberada, observa su reflejo mientras lentamente se integra al entorno en donde nacieron sus palabras, sus letras, sus ideas de libertad que perdió y olvidó por completo. La mesa de cristal, las paredes blancas, todo sigue siendo lo que era y parece ahora dar la bienvenida, parece ahora dar indicaciones para no tambalear y seguir con firmeza, para acelerar y quitar los dedos del freno, olvidarse de los límites y los miedos que pueden mantener enterrado, sin posibilidad de tocar las nubes. Metáforas, sobre cómo llegar más alto, sobre cómo llegar más lejos, sobre cómo se encuentra paz volviendo a este lugar después de tanto.

jueves, 2 de febrero de 2017

Trazos olvidados

Extrañaba esos días en los que no había nada por hacer, aquellos en los que lo único que había en la lista era ver el tiempo pasar o ponerse de pie e invertirlo mejor; no desperdiciarlo pensando en tonterías y ponerse en marcha de una vez. Rodar, caminar, dar vueltas sin mirar el mapa para volver satisfecho después de horas expandiendo aquella imagen mental del mundo cercano y luego… Luego las historias, luego las letras y el agua y la música combinadas para lanzar prosa sobre el papel hasta que los ojos se cerraran casi automáticamente, hasta que el cuerpo pidiese un descanso merecido y lo tuviese sin dudarlo. Hasta las 9, hasta las 10, hasta las 11; un buen desayuno y luego más historias, más paseos, la rutina de romper la rutina con nuevos destinos y nuevos sabores volviéndose un platillo tan agradable que no daban ganas de detenerse, de cambiar los planes. Los recorridos se han vuelto un poco más limitados en el trascurso de esta semana, y con limitados no me refiero a que estén ausentes, a que no los haya; lo que quiero decir, es que se reducen a los trayectos que me llevan a los lugares en donde me quedo por horas, no permiten el escapar como tanto se desearía a veces. Sin embargo, esto se vuelve aceptable y agradable al recordar la razón de los desvelos, al recordar la razón de aquellos recorridos y del simple hecho de despertar temprano en realidad. La historia que ha comenzado es algo con lo que se soñaba, y después de haberla perdido, después de haberla lanzado a la basura para ser más exacto, el solo hecho de estar sentado allí nuevamente es razón suficiente para no desperdiciar nada, ninguna de las segundas oportunidades que ya se ha tenido no solo en este caso sino en la mayoría de los aspectos que determinan los avances de un individuo cualquiera. Vuelven aquellos días de rocío sobre el pasto en crecimiento, recién cortado y todavía alto en algunas partes, que llega a las rodillas y rodea los árboles gigantes. Sentado junto a ellos, los personajes en las páginas del libro sobre mis manos parecen aún más grandes, sujetos de otros tiempos que llenos de sabiduría indican el mejor camino a seguir. Sus vidas, la manera de contarlas a manera de un diario personal en algunos casos, son tan tangibles que casi dejan una copia de su realidad en la memoria, una marca que no desaparece y que se tiene presente en las siguientes palabras mencionadas, en los siguientes pasos dados. Es como si se estuviese allí observando sus discursos y sus frases con asombro, deleitado con la simplicidad de tantos aspectos que lentamente dejan de preocupar y se van, se van con la brisa y el bienestar de una mañana tranquila y una conciencia tranquila. Aprovechar el tiempo dicen, moverse con el sol para llegar a los edificios blancos que ahora son de ladrillo y cemento, que de ellos era madera fría y mohosa que inundaba la nariz. Avanzar por vías colosales dicen, junto al tren rojizo que avanza exhalando humo y haciendo temblar el suelo, sacudiendo bruscamente las plantas junto a la carrilera, pasando por estaciones desiertas y sobre ríos poco profundos. Llegar al destino dicen, ver el sol desaparecer tras las montañas, tiñendo de colores las nubes que bajo el flotan y dándole un nuevo tono al azul del cielo, dándole a la noche una buena bienvenida, dándose a sí mismos una buena despedida. Todo esto en un libro, todo esto en una corta lectura que se tenía pendiente y que ahora no se desea detener; el poder de soñar con otros tiempos, el poder de embarcarse en la idea de quedarse otra hora, otra vida allí junto al tronco, bajo las hojas y las ramas, trazando y pintando lo que el agua había borrado.

miércoles, 1 de febrero de 2017

Está pasando

Ha sido difícil adaptarse nuevamente a ese escenario en el que nada se detiene, en el que todo avanza con rapidez y ha de seguirse la corriente sin dudarlo, sin tener al menos un momento para tomar un respiro. La motivación no desaparece, pero los párpados pesados y el simple hecho de mantenerse alejado de todo en general proyecta un panorama poco alentador. Ha de darse la vuelta, de mirar para otro lado, mirar aquellas fotografías en la pared que traen recuerdos de buenos tiempos, que traen motivos para no rendirse cuando el camino apenas comienza, cuando con unos días o algunas semanas más todo estará mejor. Ahora parece difícil, el no dormir y entre sueños pesados dejar representaciones de lo que se ve con notas nebulosas; ahora parece difícil el ver el amanecer ya bajo el cielo, ya fuera de casa. La seguridad de saber que será más sencillo es suficiente, es todo el combustible que se necesita para alimentar el motor, para recargar el tintero y dejar notas cortas como esta, solo diciendo que aún estoy aquí, viviendo de nuevo lo que hace un par de años parecía pan comido. Es curioso, que años después parezca difícil cuando antes no era así,  pero tiene sentido si se considera que el crecer radica precisamente en reconocer realmente quién se es, para dónde se va y dejar a un lado la soberbia, el orgullo, la imagen de que se está sobre el mundo cuando se ha caído tantas veces; entender que se es pequeño y que se puede fallar también. Palabras que trae el tiempo, que trae la corta experiencia aún en proceso de formarse y dejar algo más que un testimonio vacío del enderezar un camino torcido. En realidad, quiero hacer más que eso, en realidad es más complicado que pavimentar un sendero agujereado y pretender que ya ha pasado; no ha pasado, está pasando, y no acabará hasta que la tinta se acabe por completo, hasta que las notas dejen de salir por la ventana.