jueves, 30 de marzo de 2017

Casualidad

“Durante todo el descenso, durante todo el camino, hablamos sin detenernos de todos los temas que nos llegaban a la cabeza. Fueron tres o cuatro kilómetros bajo el sol, a través de las calles atestadas de gente, atestadas de automóviles y de ruidosas bocinas. Nada de eso importaba, el ruido y el calor a nuestro alrededor permitían que todas las palabras llegaran a su destino, que fluyeran como nosotros entre la multitud, como el viento que soplaba fuertemente. Con cada metro que avanzábamos, con cada frase y cada palabra que salía de sus labios rosados, pude entender un poco de quién era Christine Moore, un esbozo inicial pintado por sus propias manos. Vivía sola desde los 15 años, cuando abandonó a sus padres para mudarse a Chicago. No dio muchos detalles respecto a estos sucesos en específico, ni a ninguno previo, como si su vida comenzara desde este punto. Contaba aquellos recuerdos de manera muy superficial, lo hacía sin detenerse a responder preguntas innecesarias, preguntas quizá sin respuesta. Me explicaba que, cuando llegó a la ciudad una noche de julio, se quedó en la casa de un amigo que había conocido en su antigua escuela, que también se había mudado. Esto solo duró una semana, pues su amigo le ayudó a conseguir un trabajo en una oficina, organizando documentos y haciendo otras labores relacionadas. Era buena con los números, le apasionaban, aceptó sin pensarlo dos veces y pudo entonces rentar un departamento, el mismo en el cual vivía todavía y que lentamente llenaba de muebles, de cuadros, de ella, de lo que había dejado atrás. Teniendo ya un lugar estable donde vivir, donde quedarse, quiso en retomar sus estudios en la ciudad, pronto comenzaría un nuevo año escolar y no quería quedarse atrasada. Fue entonces cuando conoció a Grace, su vecina y, también, una secretaria en la secundaria Harmont. Se cruzaron por casualidad una mañana en la recepción del edificio, poco después de la mudanza. Al hablar, al conversar, se dieron cuenta de que tenían gustos comunes aunque fuesen tan apuestas; Grace tan ortodoxa, Christine tan impulsiva. Al escuchar toda la historia, Grace consiguió que admitieran a Christine sin dificultad. Comenzó a estudiar de nuevo, llegando a ser un personaje destacado en la institución; un genio y una rebelde, carismática en cualquier caso. Lideraba toda clase de revuelta, toda clase de problemas en pro de un bien común, en pro de una causa descabellada. Salir antes de clase, más tiempo de descanso, fiestas, lo que se les viniera a la cabeza cuando reunidos pensaban en su siguiente movida. Siendo la vocera de todos ellos, la más indicada para hablar, se metía en líos constantemente, pagaba por ideas a veces ajenas. Su rendimiento académico no bajaba, en cualquier caso, era excelente sucediera lo que sucediera. Después de varios meses, de varios años, se encontraba por fin cursando su último año de secundaria. Iba a graduarse, aún no estaba segura de que estudiaría al salir, no lo decidía todavía. Seguía trabajando con su amigo, me aseguraba que esto le generaba buenos ingresos y que pensaba en salir del país, viajar un poco, despejar su mente. En efecto, había algo en la mirada de la chica que delataba angustia, que delataba preocupación, miedo. Quería hacer más preguntas, llegar un poco más allá, pero una melodía proveniente del bolsillo de Christine interrumpió la conversación. Era su teléfono, lo tomó entre sus manos y contestó la llamada, detuvimos la marcha y se alejó un momento. Mientras ella hablaba, comencé a mirar hacia el final del camino, hacia las paredes azules del gran centro comercial que se levantaba en la distancia. Llegaríamos en cuestión de minutos, observaba como Christine caminaba mientras con el teléfono pegado a su oreja escuchaba atentamente. Daba vueltas, no se detenía, estaba nerviosa. La miraba de reojo y, al encontrar su mirada, ella la agachaba y volvía al pavimento, a sus pies. Se alejó de nuevo y me quedé esta vez recostado en una pared, esperando a que acabara. En cuanto colgó la llamada, se acercó a mí con una expresión seria en su rostro.

—Tengo que irme Evan.
—¿Todo en orden?
—Todo en orden, solo… Trabajo.
—Es una lástima. —Me acerqué y estreché su mano—. Espero que te vaya bien.
—¿Sabes? —Apretó más mi mano con sus pequeños y delicados dedos—. Podemos vernos más tarde, si quieres.
—¡Suena bien! —Soltamos nuestras manos y yo señalé con el dedo índice el edificio azul al final del camino—. ¿Es ese el centro comercial?
—Ese es. Allí encontrarás todo lo que necesitas.
—Entonces iré. Ten cuidado Christine.
—Gracias. Y descuida, no he olvidado que debo mostrarte de la ciudad.
—Solo conozco esta calle, por el momento. —Comencé a reír—. No es una buena manera de empezar tu carrea como guía turística.
—Soy una experta. ¡Nunca lo dudes Evan! —Christine comenzó a reír también, su suave risa dejaba al descubierto sus dientes blancos, brillantes—. Además, conoces más que una calle ahora.
—Seguro, también tengo el esbozo de una chica misteriosa en la lista.
—No soy misteriosa Evan —agregó con un tono irónico—, simplemente no tienes que saberlo todo de mi vida.
—Nunca dije que quería saberlo todo de tu vida.
—¿Entonces a qué viene tu reclamo?
—¿Acaso estoy reclamándote algo?
—Yo… —Miró el reloj en su muñeca—. En serio debo irme.
—Hablaremos después.

Christine se alejó, sin darse la vuelta. Se perdió entre la multitud, simplemente no pude seguirla con la mirada entre toda la marea de cabezas que por allí rondaban. Emprendí la marcha nuevamente, rumbo al centro comercial, rumbo a las paredes azules en la distancia que prometían contener lo que estaba buscando. Mis prioridades en ese momento eran una cama, ropa, comida y, después de tener todo eso, podría hacer una lista más detallada de otras necesidades menores. El sol seguía brillando con fuerza, calentando el pavimento con fuerza. Las sombras generadas por los árboles me mantenían fresco de tanto en tanto, mientras avanzaba y distinguía ya la inmensa entrada del centro comercial. Grandes astas de metal se levantaban frente a este, banderas de colores ondeaban en ellas, el sonido de la tela sacudiéndose por la fuerte brisa ya podía adivinarse. Al cabo de algunos minutos me encontraba bajo la tela colorida, bajo el ruido de las banderas, junto a una fuente llena de agua cristalina que reflejaba el cielo, las pequeñas nubes. Sentado en una banca junto a la fuente, descansaba un poco, secaba el sudor que caía por mi frente con la manga de mi abrigo. Me disponía a entrar, cuando escuché una voz gritando mi nombre. ¿Me llamaban? Miré a mi alrededor, no podía distinguir a nadie. Otro grito, la misma voz de nuevo. Comencé a buscar la fuente del sonido, hasta que mis ojos se cruzaron con los ojos negros de Nicco, quien me miraba sonriente a unos metros de la fuente. Se acercó y me saludó alegremente, estaba genuinamente encantado de verme. Estrechó mi mano con fuerza y se sentó a mi lado.

—¿Cómo te fue con el departamento?
—Pude rentarlo. Esta tarde firmaré los documentos.
—¡Que bien! Ese edificio es una maravilla, y las personas allí son muy amables también.
—Vaya que sí…
—¡Ah! —Los ojos de Nicco se encendieron con malicia—. ¿Ya la conociste eh?
—¿De qué hablas?
—Moore, Christine. —Me miró de reojo—. ¿No te cruzaste con ella?
—No tengo ni idea de quién me estás hablando Nicco.
—Christine… —Suspiró—. Es una chica que vive allí, la más hermosa chica que jamás podrías conocer. ¿En serio no la viste? Cabello castaño, pequeña, misteriosa…
—Muy misteriosa…
—¡Entonces la viste! —Nicco reía dichoso—. ¿Qué sucedió?
—No sucedió nada, solo hablé con ella.
—¿En serio?
—Y entré a su departamento.
—¿Qué?
—Y estaba con ella hace unos minutos.
—Vaya… —Nicco me miraba incrédulo—. Tienes mucha suerte.
—¿Por qué?
—Porque no muchos se juntan con Moore.
—¿A qué te refieres?
—Es muy solitaria, muy misteriosa. Supongo que le caíste bien.
—Me pareció amable. Se ofreció a guiarme por la ciudad, me trajo hasta el centro comercial.
—¿Qué necesitas comprar acaso Evan?
—Una cama, ropa, comida…
—¿Una cama? —Nicco quedó callado por unos instantes—. ¿Sabes? Yo tengo mi vieja cama guardada en mi departamento. No la uso, y estoy seguro de que está en buenas condiciones. Si quieres puedes tomarla, así no tendrías que comprarla por ahora.
—¿Lo dices en serio? Te lo agradezco mucho Nicco.
—No hay ningún problema. Para eso están los amigos. —Nicco sonrió—. ¿Qué más necesitas?
—Ropa y comida, solamente.
—Si quieres, puedo acompañarte. No tengo nada que hacer el resto del día.
—¿Y tu trabajo?
—Acabé de renunciar.
—¿Qué?
—Estaba un poco cansado del trato de algunos clientes. —Nicco se encogió de hombros—. Me tomaré esta semana para descansar y buscaré otro empleo. —Abandonó la banca y estiró sus brazos a todas sus anchas mientras bostezaba—. En fin. ¿Vamos?
—Seguro... Vamos.

Me puse de pie, entramos al centro comercial y nos dirigimos al mercado directamente. Al menos mientras no tuviera una nevera y una estufa, toda mi comida tendría que ser enlatada. No lo soportaba, pero tendría que acostumbrarme. Después de llenar un carrito con enlatados, pasamos a la caja, pagamos y nos dirigimos a un almacén de ropa. No tardé mucho escogiendo lo que necesitaba, pantalones, camisas, camisetas, zapatos... Guardaron todo en una bolsa y salimos sin demora. Si bien quedaba suficiente tiempo para la cita con Grace, no quería tardar más de lo necesario, quería llegar y descargar las cosas también. Salimos del centro comercial con los brazos llenos de bolsas, tomamos un taxi e hicimos primero una parada en el departamento de Nicco para recoger la cama. Dejamos las compras en el taxi y entramos al edificio. Nicco vivía en el primero piso, no tardamos demasiado en entrar y tomar las partes de la cama. Las pusimos una a una en el taxi y emprendimos la marcha nuevamente. Llegamos nuevamente al edificio 7153, a la calle State con 53. Descargamos todo del vehículo y nos acercamos a la entrada, el portero mantenía la puerta abierta para nosotros y se ofrecía amablemente a ayudarnos. La puerta del elevador se encontraba ya abierta, a la espera; pusimos las cosas adentro y entramos también, soportaba todo el peso sin problemas. Un piso, dos, tres, cuatro; llegamos al quinto y la puerta se abrió. Allí estaba Christine, quien sorprendida dio unos pasos hacia atrás, se alejó. Claramente no nos esperaba, los ojos azules de la chica estaban clavados en Nicco, quien se encontraba boquiabierto y sin pronunciar palabra, estático. La mirada de Christine no era amistosa, era una mirada agresiva, sacudió su cabeza y sus ojos se encontraron con los míos de manera más amable. 

—Iba a buscarte Evan. Pensé que te habías perdido. —Christine miró en dirección a la puerta al final del pasillo—. Grace no tarda en llegar, me llamó hace poco.
—Gracias por preocuparte, es muy amable de tu parte. ¿Sabes? —Salí del elevador, me acerqué a ella—. Me hubiera perdido de no ser por Nicco.
—Nicco… —La voz de Christine era grave—. Así que...
—¿Qué? —La miré fijamente—. ¿Se conocen?
—Yo… —Suspiró—. Yo no lo conozco.
—Nicco Versov. —Nicco, quien se había quedado en el elevador, entró a la conversación y estiró su mano en dirección a la chica—. Es todo un placer señorita, soy un gran amigo de Evan.
—Es un placer. —Christine estrechó la mano de Nicco y, al soltarla, volvió a mirarme—. ¿Entonces ya no necesitas nada eh?
—Lo más urgente ya está aquí. Hay que dejarlo en el pasillo mientras llega Grace.
—Yo tengo la llave. —Christine sacó de su bolsillo una pequeña llave dorada, que sostenía en sus pequeños dedos mientras sonreía—. Grace me dijo que abriera la puerta para ti.
—¿En serio? ¡Qué bien! Entremos todo entonces. —Golpee ligeramente el vientre de Nicco con el codo para sacarlo de sus ensoñaciones y este reaccionó. Comenzamos a sacar las cosas del elevador mientras Christine se dirigía a la puerta del departamento para abrirla. Había sido extraña, la actitud que ella había tomado al encontrarnos de manera tan repentina en el elevador, pero ya habría tiempo para hacer preguntas, ya habría tiempo para dar respuestas.”

sábado, 25 de marzo de 2017

Máscaras

“No sé cuánto tiempo pasó mientras estuve allí sentado. No miré la hora, en ningún momento, y no dejé de contemplar la escena que se encontraba fuera de la ventana tampoco. Las personas caminaban por ahí, aprovechando los rayos del sol en paseos matutinos, en largas caminatas a través de la ciudad. Los automóviles avanzaban rápidamente junto a la acera, junto a los árboles, se detenían con las luces de los semáforos y dejaban cruzar a más y más personas que no dejan de aparecer por cada esquina. Decenas de rostros nuevos moviéndose sobre el pavimento a cada minuto, confundiéndose en la multitud. Era una calle transitada, pero no muy ruidosa, estaba seguro de que podría adaptarme rápidamente al nuevo edificio, al nuevo entorno. Era agradable, solamente escuchar el tic-tac del inmenso reloj de pared y no voltearse ni un momento, solo menearse con el ritmo y el tarareo que se escuchaba en la habitación contigua. Era Christine, era su voz, era una canción que conocía muy bien, volando a través del departamento. Comencé a silbar, la misma melodía de la voz lejana, la misma melodía de guitarra que me traía buenos recuerdos. El tarareo se detuvo, solo quedó mi silbido sobreponiéndose a la calma, como si la chica hubiese guardado silencio para solo escucharme por unos segundos. Pensé que respondería, que seguiría el juego que yo acababa de iniciar, hasta que escuché una carcajada y luego simplemente no hubo más tarareos, ni otro sonido distinto al de las manecillas. Una mala movida, una pésima movida, o eso creí hasta que escuché un ruido proveniente del pasillo, el mismo en el que la chica había desaparecido tiempo atrás. La figura despeinada, escotada, que se fue de la sala volvió nuevamente con una sonrisa y sus ojos azules brillando de emoción. No había sido una mala movida, de eso estaba seguro ahora. Lucía diferente, un pantalón negro cubría ahora sus largas piernas trigueñas, una sudadera gris cubría ahora sus caderas, su pequeño ombligo. Llevaba unos zapatos deportivos blancos que relucían, impecables, cubrían sus pequeños pies y sus pequeñas uñas pintadas de rojo. Dio unos pasos y cruzó junto al sofá para llegar a la ventana, se quedó allí de pie frente al cristal con su nariz pegada a él. Un minuto, dos minutos, tres minutos mirando hacia la calle, como si buscara algo en particular en el cúmulo de personas y automóviles afuera. ¿Qué buscaba? Parecía en serio seguir algo con la mirada, como un gato tratando de atrapar un ave que se encuentra tras el cristal. Ella era el gato. ¿Qué era el ave? ¿Quién era el ave? La silueta misteriosa de Christine me motivaba a ponerme de pie, a encontrar respuestas con mis propios ojos, hasta que su voz interrumpió a las manecillas.

—¿Y? —Christine dio un giro de 180 grados y se alejó de la ventana, volvió a mirarme nuevamente mientras se acercaba, mientras tomaba asiento junto a mí—. ¿Qué tal luzco?
—Algo cálida. —Señalé la ventana—. ¿No crees?
—Puedo soportarlo, descuida. —Se puso la capucha de su sudadera y la tela gris cubrió sus mechones castaños, que caían ahora sobre su frente, sobre su pecho.
—¿Puedes soportar tanto calor?
—Seguro que sí. Además, así me siento bien.
—¿Así de abrigada?
—Así de protegida.
—Bueno, alguna vez escuché a alguien decir que si te sientes bien, luces bien.
—Alguien muy tonto —agregó Christine con ironía—, un soñador, un idealista.
—¿Por qué dices eso?
—Lo que dices, lo que dice, no tiene sentido.
—¡Tiene mucho sentido! —Subí la voz—. El interior dice mucho del exterior, más que el exterior del interior.
—El exterior puede ser cualquier cosa Evan, una máscara cualquiera, maquillaje barato. Cualquiera de esas dos cosas puedes esconder una mina de oro, cualquiera de esas dos cosas puede ocultar un abismo.
—No entiendo tu punto.
—Es simple Evan… —Christine acercó un poco más—. Esta sonrisa que está aquí… —Puso su índice derecho en mis labios—. Toda esta tela que está aquí… —Comenzó a deslizar su índice por mi mentón, por mi cuello, por mis hombros; bajó por mis brazos y subió de nuevo—. No siempre va a revelar lo que hay… —Se detuvo en mi pecho—. Aquí. —Sonrió—. ¿Me entiendes?
—No realmente.
—Puedes lucir bien sin sentirte bien, como puedes lucir mal sin sentirte mal. No es directamente proporcional, nunca lo es. Todo es teatro, como te maquilles antes de salir a la escena.
—Tienes una manera muy peculiar de ver las cosas Christine.
—Creo que mejor dejaré de hablar, estoy enredando las cosas. —Christine se puso de pie y se quitó la capucha, liberó de nuevo su rebelde cabello y este volvió a caer por su espalda—. ¿A dónde necesitas ir primero Evan?
—Necesito varias cosas para el departamento. Una cama, algunos muebles, ropa, comida…
—¿Ropa? —Me miró extrañada—. ¿Y tu equipaje?
—Ese es todo mi equipaje —dije señalando mi maleta de mano que estaba junto a la puerta—, y no es una camisa o un pantalón.
—¿Ropa interior?
—Qué simpática.
—Solo bromeo Evan… —Se quedó callada unos instantes, como si organizara la ruta en su cabeza—. Descuida, tengo una idea. Vamos al centro comercial. Encontrarás todo lo que necesitas en un solo lugar. —Dio unos pasos en dirección a puerta y, estando frente al umbral, se quedó viéndome, como invitándome a seguirla.
—Seguro… —Me puse de pie y me acerqué a ella—. Esta conversación no ha acabado, que quede claro.
—¿No tenemos todo el camino acaso?

Sonrió, giró la perilla y abrió la puerta. Salimos del departamento juntos y cruzamos el oscuro pasillo hasta el elevador. Un minuto, 60 segundos frente a la puerta metálica esperando a que se abriera, a que la pequeña caja metálica llegara. Faltaba poco para poner los pies en el primer piso y comenzar el recorrido; faltaba un momento, para comenzar a conocer no solo a la ciudad, sino a Christine.

jueves, 23 de marzo de 2017

Lo que sucedió

Evan tenía el manuscrito en sus manos, las páginas polvorientas frente a sus ojos. Quería leer, quería por fin cerrar un capítulo, pero sabía que la única manera de hacerlo no era contando esa historia, sino contando la suya. Lanzó un suspiro profundo, Ana lo miraba desconcertada, preocupada, mientras este se rascaba la cabeza, como decidiéndose a hablar, a iniciar la lectura. Las primeras palabras, las primeras frases en aquel papel le traían buenos recuerdos, le traían buenas imágenes a la memoria, pero sabía lo que había más adelante era falso, ese final postizo puesto de afán que no se parecía en nada a lo que realmente había sucedido. Para poner un buen final, necesitaría más que una tarde. Para poner un buen final necesitaría más que una pluma. Para poner con sus palabras lo que realmente sucedió necesitaba soltar el nudo que esto generaba primero.

—¿Está todo bien Evan?
—No Ana. No lo está. —Evan se puso de pie y comenzó a caminar en círculos alrededor de la sala con el manuscrito en las manos, apretándolo fuertemente.
—¿Qué sucede?
—No tiene objeto que escuches lo que he escrito.
—No comprendo. ¿Qué escribiste allí? —Ana seguía mirando a Evan fijamente sin comprender, tratando de deducir el significado de aquellas palabras temblorosas.
—Un final distinto.
—¿Por qué distinto? 
—Porque el verdadero no me gusta.
—¿El verdadero? —Ana se puso de pie también—. Evan, no entiendo de qué estás hablando.
—Ana, te dije que lo que sucedió en aquellas páginas también sucedió fuera de ellas. ¿Lo recuerdas?
—Lo recuerdo.
—Bien, no escribí lo que pasó. Es todo.
—Evan… Quiero saber lo que pasó de verdad. —Ana meneaba la cabeza mientras tomaba asiento nuevamente. Respiró profundamente y continuó—. ¿A qué se debe tanto misterio? ¿A qué se debe tanto miedo? ¿A qué se debe la necesidad misma de ocultar aquella historia como si de ello dependiera tu vida?
—Es una historia de mi vida.
—Entonces no pierdas tu vida por una historia.

Evan dejó el manuscrito sobre la mesa, mientras sus pasos lentos lo movían todavía por la sala. Había tantas palabras en su cabeza, que empezaron segundos después a salir de su boca, a llevarse el silencio de la habitación. Hablaba de otros días, de otros años, de otros tiempos más simples en los que los personajes del manuscrito todavía no habían nacido o mejor, el tiempo en el que se formaban apenas en la cabeza, como representaciones de aquellos que apenas había conocido. Ana escuchaba en silencio, deslumbrada, mientras imaginaba aquellas escenas como solía hacerlo con los libros. Estando en la sala del departamento de Evan, se sentía en otra parte mientras él se acercaba, mientras él se sentaba a su lado y le daba cuerda a sus fantasías.

“La meta era comenzar de nuevo, buscar un trabajo y un departamento en renta para antes de que acabara el mes, pues lo que tenía en mis bolsillos y en mi maleta de mano no duraría para más. Eso fue hace cuatro años, cuando apenas había llegado a Chicago. En cuanto crucé el túnel que llevaba del avión al edificio del aeropuerto y, después de pasar todas las revisiones de rutina estando en él, pude salir sin problema por la puerta, llenar mis pulmones de aire fresco. Allí estaba, bajo los rayos del sol, sin ningún lugar a donde ir una mañana de octubre. No quería tomar un taxi, no tenía muy claro hacia dónde me dirigía todavía, así que caminé en dirección a los rascacielos que veía en la distancia por algunos minutos con la esperanza de despejar mi cabeza y tener algo de paz. Mi estómago rugía, no había comido nada antes de subir al avión y habían pasado ya poco más de 10 horas. Hambriento, entré a una cafetería que se encontraba por ahí y ordené en la caja un café, unas galletas y un poco de fruta. Tomé asiento en una cómoda silla de madera frente a una mesa de cristal y sobre ella había una copia del periódico del día que comencé a ojear levemente, todavía desprendía su aroma a recién impreso, a tinta fresca. Fue entonces cuando conocí a Nicco Versov, un mesero del lugar, quien llegó para confirmar mi orden y, por casualidad, terminamos hablando de motocicletas por una fotografía que se encontraba en el periódico. Fue una conversación agradable, me cayó muy bien. Tomó asiento un momento y comenzamos a hablar de todo un poco. Me contaba muchas cosas, de la ciudad, de la vida y de su vida. Era un sujeto agradable, robusto, de ascendencia rusa y criado gran parte de su infancia en San Petersburgo por su padre Dimitri, pues su madre había muerto poco después del parto. A los 14 años se fueron rumbo a Berlín, luego a Roma y finalmente a Londres, todo en dos semanas. Dimitri Versov viajaba mucho a causa de su trabajo, siempre desconocido y misterioso, siempre oculto para su hijo. La relación entre ellos era muy distante, pero Nicco le quería mucho, lo admiraba demasiado por todo lo que hacía y todo lo que trabajaba para darle una buena vida. Se mudaron nuevamente, esta vez a Chicago, en donde se establecieron definitivamente. Nicco reanudó sus estudios de secundaria mientras Dimitri trabajaba todo el día para pagar los recibos. Pasaba así el tiempo, pasaba así un año, dos, tres, Nicco seguía estudiando y sacando buenas calificaciones, siendo el mejor en lo que hacía y recibiendo felicitaciones por todas partes. Estaba a punto de graduarse con honores, su padre le regaló una motocicleta en su cumpleaños número 18 y por primera vez en mucho tiempo se sentaron a hablar, a discutir una noche cualquiera hasta el amanecer. Estaba feliz, estaba dichoso, no creía que nada pudiese alterar lo que tenía en las manos… Pero bastaba con una sacudida en el tablero, una muy ligera, para que todas las piezas cayeras. Una noche, una semana después de su cumpleaños, su padre no llegó a casa, ni a la mañana siguiente. Pasaban los días y no había noticias, era como si se lo hubiese tragado la tierra. Las autoridades no tenían respuesta, nadie las tenía y por esto Nicco perdía la cabeza, perdía la calma, los estribos. Sus calificaciones bajaron demasiado, dejó de ir a clases, dejó de salir de casa. Pudo graduarse, pero no asistió a la ceremonia y solo reclamó su diploma días después, más por obligación que por voluntad. Sus allegados no entendían que le había pasado, simplemente se había vuelto alguien distinto, alguien frío. Se mudó al otro lado de la ciudad, rentó un departamento y abandonó aquella casa sin mirar atrás en cuanto cerró la puerta. Entró a trabajar en la cafetería cercana al aeropuerto, empezó a suprimir los recuerdos. Habían pasado ya tres meses desde aquellos eventos, su voz todavía tenía esa pisca de dolor que puede sentirse en el discurso de quien abre viejas heridas solo por gusto, solo por ver si todavía duelen y sí, duelen como la primera vez. Quería decir algo, pero sentía que Nicco simplemente quería desahogarse, sacar lo que lo estaba dejando sin aire; opinar, por el momento, no ayudaría, escuchar sí. No sé en qué estaba pensando, pero en cuanto este acabó de hablar, le dije que lo ayudaría en lo que necesitara, no solo por decirlo, sino porque en serio quería ayudarlo, si bien no a enderezarse por lo menos a quitarse un lastre de encima. Sus ojos negros se habían humedecido, una sonrisa había aparecido en su rostro. Nicco se puso de pie y se retiró, rumbo a la cocina, para volver minutos después con una bandeja. Café, manzanas y peras picadas, galletas todavía humeantes sobre la plata. Dejó la bandeja llena sobre la mesa y dijo que hablaríamos luego. Mientras desayunaba, comencé a buscar en el periódico los anuncios, los departamentos en renta. Marqué todos con una pluma y me propuse buscar un mapa, encontrar el más cercano. Guardé el periódico en mi maleta de mano junto con la pluma y terminé de desayunar. Me puse de pie, pagué en la caja y me acerqué a Nicco, quien se encontraba organizando unas cosas en el mostrador. 

—¿Qué necesitabas del diario? ¿Noticias?
—Un departamento en renta. Hay varios, ahora debo encontrar donde están.
—¿Sabes Evan? —Nicco se quedó pensando unos instantes—. Vi un anuncio en la State con 53, es un quinto piso y no es muy costoso.
—¡Suena bien! —No tenía mucho dinero, era justo lo que buscaba—. ¿Es muy lejos?
—Puedes llegar caminando, pero es mejor que tomes un taxi si no quieres perderte. No te cobrará mucho, llegarás en cuestión de nada.
—Gracias, es muy amable de tu parte.
—Descuida Evan. —Evan cerró la vitrina y me extendió su mano, que estreché fuertemente—. Ojalá puedas rentarlo. Yo vivo a dos calles de ese lugar, es un buen vecindario.
—Entonces seremos vecinos.
—Pues si yo fuera tú, desearía vivir en ese edificio.
—¿Por qué lo dices?
—Ya lo verás.

Una voz en la cocina llamó a Nicco y este se excusó para correr a toda carrera. Yo salí de la cafetería, caminé unas calles más en dirección a los rascacielos y luego tomé un taxi. Le pedí al conductor que me llevara a la State con 53, llegamos en cuestión de minutos al lugar, cerca del centro de la ciudad, cerca de los edificios que veía en la distancia. Habían allí inmensos árboles junto a las calles pintadas de gris, negro y blanco, tantos colores en un mismo cuadro. El ambiente era agradable aquella mañana, había gente caminando por ahí, disfrutando del calor que podía sentirse. Me bajé del taxi y comencé a mirar hacia las ventanas, en busca del anuncio del que Evan hablaba. Encontré uno en un quinto piso, era el edificio 7153. Me acerqué y subí los escalones que llevaban a la puerta del gran edificio color ladrillo, saludé al portero y le expliqué el motivo de mi visita. Este abrió la puerta y me anunció a través del teléfono del edificio, luego me condujo al elevador. Subí hasta el quinto piso, caminé por el oscuro pasillo en cuanto salí de la caja metálica y me dirigí a la puerta del departamento 5A. Golpeé, suavemente, pero esta se abrió casi de inmediato. Una señora de edad me recibió con una sonrisa. Se llamaba Grace, no recuerdo su apellido, pero era muy amable y amistosa. Me presenté y le expliqué personalmente el motivo de mi presencia, me dejó entrar y después de ofrecerme un vaso de jugo de naranja me enseñó el departamento de arriba abajo. Era muy amplio, tenía tres habitaciones con inmensos ventanales por los que entraba la luz de la mañana. Estaban vacías, como casi todo el departamento. Grace me explicaba que ya se había mudado a su nueva casa en las afueras, que solo había venido por pura casualidad a recoger lo que quedaba. Decidí aprovechar la casualidad y empezar a negociar. Después de convenir el precio, uno razonable, cerramos el trato y agendamos la firma de los últimos documentos necesarios a las 5 de la tarde. Tenía pues, unas horas todavía, pero me encontraba perdido en una nueva ciudad, sin muchas ideas de a dónde ir o dónde conseguir lo que necesitaba. Grace me dijo que había una chica al otro lado del pasillo, en el 5B, que era muy amable y que tal vez podría ayudarme, que tal vez podría guiarme mientras me adaptaba. Acepté dichoso la propuesta y Grace se excusó un momento para enviarle un mensaje. Yo continué mi recorrido, viendo por la ventana hacia la calle, hacia la soleada mañana en lo que sería mi nuevo hogar. Grace llegó a donde me encontraba y anunció alegremente que la chica había aceptado, que nos estaba esperando. Salimos del departamento rápidamente y cruzamos el pasillo en silencio. Estando frente a la puerta de madera, Grace golpeo dos veces y esperó unos segundos por la respuesta.

—¿Sí? —Una dulce voz se escapaba del marco de madera.
—Soy yo, Grace.
—¿Qué Grace?
—¡Abre ya engendro! —Grace golpeó la puerta de nuevo.
—¡Qué delicada eres!

Se escuchó el mecanismo de la puerta moverse, y esta rechinó mientras se abría, mientras revelaba una figura que sonreía con malicia, mirándonos fijamente. Sus ojos azules brillaban, ocultos a través de algunos mechones de cabello castaño que caían por su frente, que caían por sus hombros y su espalda ligeramente escotada. Llevaba una blusa holgada color crema, que dejaba al descubierto su abdomen, su cintura. Una corta pantaloneta cubría sus caderas, sus piernas largas; se encontraba descalza y lucía sus pequeños pies, sus pequeñas uñas pintadas de rojo. Grace la miraba con una mueca de desaprobación mientras esta sonreía, como si disfrutara de provocar aquellas emociones en su antigua vecina y gran amiga.

—¿No tenías algo más que ponerte? —Su voz tenía un tono maternal que provocaba aún más la risa de la chica
—Me acabo de despertar Grace, esta es mi pijama. —Me miró de nuevo y prosiguió—. ¿Amigo tuyo?
—Tu nuevo vecino
—¿Lo dices en serio?
—Que te lo diga él. Tengo que irme. —Grace extendió su mano y estrechó la mía—. Tengan ambos un buen día y Evan, nos vemos aquí a las 5. 

Mientras Grace se alejaba, poniéndose el sombrero que llevaba en las manos, yo seguía con la mirada fija en los ojos azules que me analizaban minuciosamente. La chica misteriosa no hablaba, solo callaba, solo esperaba a mi siguiente movimiento. ¿Y cuál era este? Yo estaba congelado, estático en el umbral, sin saber si extender la mano era lo más apropiado o solo esperar, escuchar antes de hablar.

—¿Vas a quedarte ahí? Pasa, me pondré algo y saldremos a buscar lo que necesitas Evan.
—Me parece bien. —Sonreí extrañado—. ¿Cómo sabes mi nombre?
—Grace ya me puso al tanto… Bueno, más o menos. Sé que necesitas ubicarte en Chicago, que eres nuevo aquí.
—Bueno, eso es verdad. No conozco la ciudad.
—Descuida, estás con una experta. —Comenzó a reír a carcajadas mientras se recostaba ligeramente en el umbral—. No dejaré que te pierdas.
—Te lo agradezco mucho… —Me quedé callado unos instantes—. ¿Cuál es tu nombre?
—Christine Moore.

Estrechamos nuestras manos y entramos al departamento. Christine desapareció tras un largo pasillo, mientras yo cerraba la puerta y tomaba asiento en el blanco sofá junto a la ventana. Miraba hacia la calle, hacia los árboles inmensos que se levantaban junto al cristal, rozando la superficie con sus ramas, con sus hojas, con los nidos de las aves. La espera valía la pena, la escena valía la pena, ya pronto sería hora de comenzar de nuevo.

martes, 21 de marzo de 2017

Tratos

El silencio se mantuvo durante todo el camino, hombro a hombro sin decir ni una sola palabra a través de las oscuras escaleras del edificio en el que se encontraban. Descendían ensimismados, sumergidos en mundos distintos. Evan imaginaba el momento en el que Ana pusiera sus manos en el manuscrito terminado, el momento en el que sus ojos grises se posaran sobre la tinta propia. ¿Sería lo que había esperado? ¿Le gustaría? ¿Qué le diría cuando acabara? Tenía tantas preguntas que se responderían en cuestión de minutos, de horas. No había afanes, con esta chica no había prisa, tenía toda la noche y toda la madrugada para hablar, hablar y hablar hasta que ambos saciaran su curiosidad. La analizaba de arriba a abajo, Ana caminaba sonriente, firmemente, con los ojos brillantes y completamente abiertos; a la expectativa, dichosa y alegre. No parecía prestar atención a nada más que al cúmulo de papeles que llevaba aferrado a su cuerpo, abrazado, como si lo protegiera de todo, a su más preciado tesoro. Parecía feliz, y lo estaba, estaba feliz de poder terminar de leer una historia que había dejado a medias, estaba feliz de ayudar a Evan a cerrar un capítulo de su vida también. Era una ganancia para ambos, o lo sería pronto. Apresuró el paso, ya quería estar en casa, deleitándose con las aventuras de los personajes que solo ella conocía, con sus secretos y sus sueños por fin revelados. Habían escapado del cubo de basura, de la niebla, de las sombras, habían escapado del olvido para volver una vez más a iluminar su habitación con aventuras extraordinarias que recordaba bien, que sujetaba contra su pecho cerca de su corazón, cerca de sus latidos acelerados que expresaban su deseo de llegar cuanto antes. El cuarto, el tercero, el segundo piso se quedaba atrás mientras llegaban al primero y cruzaban el pasillo, mientras cruzaban la iluminada recepción. Estaba vacía, no había rastro de Gustavo por ningún lado, debía estar en otra parte del edificio. Evan se adelantó y abrió la inmensa puerta, una ráfaga de viento entró y sacudió el cabello de la pelirroja, quien tiritó de frío y apretó con más fuerza el manuscrito. Había oscurecido de repente, se había ido la claridad de la tarde mientras discutían arriba. Esta había sido remplazada por nubes negras que amenazaban con más nieve, con más lluvia mientras flotaban sobre la ciudad. Sin detenerse, sin esperar a su acompañante, Ana cruzó el umbral y comenzó a caminar rumbo a la entrada del edificio contiguo, soportando las embestidas de la brisa helada. Estaba aturdida, confundida, no se daba cuenta de que marchaba en la dirección contraria, segundo a segundo se alejaba más y más mientras Evan la observaba perplejo, indeciso. Decidió, por fin, seguirla, alcanzarla antes de que se perdiera o de que resbalara con los charcos que la nieve derretida había originado. Dando largas zancadas a través de la oscuridad, saltando sobre el agua reposada, pudo alcanzarla y la rodeó con sus brazos, conduciéndola lentamente en la dirección correcta. Ella no se resistía, se dejaba guiar y parecía pegarse más a aquellas manos que la sujetaban suavemente, como si estuviera segura de que así estaría bien. Se sentía cansada, débil, no quería dar un paso más pero se esforzaba por no detenerse. Al cabo de algunos pasos, de algunos metros, llegaron al edificio de Evan. Él abrió la puerta y entró junto con Ana, quien amenazaba con desplomarse. Sus piernas flaqueaban, parecía perder el último aliento que la mantenía de pie. Evan tomó el manuscrito de las manos de Ana y lo guardó en su abrigo. La miraba fijamente mientras sostenía sus manos heladas, los ojos verdes de la pelirroja habían perdido el brillo de antes, su rostro se encontraba pálido, apagado. Algo le sucedía, de eso estaba seguro, pero no encontraba respuesta con solo mirarla. Se acercaron al sofá que se encontraba en la recepción y tomaron asiento, Evan comenzó a acariciar el cabello de Ana mientras esta parecía tener la cabeza en otro lugar aunque físicamente esta no se movía.

—¿Todo en orden Ana? —La voz de Evan era como una soga que sujetaba a Ana en la realidad, que la mantenía fuera del sueño febril en el que quedaba sumida.
—Me siento algo débil. Necesito entrar a mi departamento ahora.
—Si vas a saltar por el balcón, no vas a hacerlo en estas condiciones. Puedes caer, puedes resbalar y llegar al primer piso de la manera fácil.
—¡No me voy a caer! —Ana protestó e hizo una mueca—. Solo necesito un buen impulso.
—Seguro. Un impulso que te llevará a la recepción.
—¡Evan! —Ana comenzó a reír, parecía ahora más despierta—. No digas eso. Voy a estar bien.
—Lo sé. Sé que vas a estar bien porque te quedarás en mi departamento —Evan vaciló un momento, y agregó—, al menos hasta que estés en condiciones óptimas para cruzar.
—No voy a…
—Ana —la interrumpió—, no quiero que te pase algo y que mi balcón sea el escenario. Quédate, después podrás cruzar con el manuscrito y leerlo si quieres.
—Está bien, podemos hacer un trato… —Ana se quedó callada unos instantes, mientras organizaba las ideas que quería poner sobre la mesa—. Si me quedo, si no salto… ¿Leerías el final para mí?
—¿Con qué objeto?
—Quiero escucharlo de tu voz Evan.
—¿Y si me rehúso?
—Saltaré a mi balcón en cuanto lleguemos a tu departamento y, si caigo, será tu culpa.
—¿Lo dices en serio?
—Claro que no. No estoy tan loca como crees tú.
—Es tu vida con lo que estás jugando Ana, nada más que eso. Recuérdalo, antes de decir o cometer una locura.
—¡Solo bromeo! No te lo tomes todo tan personal. Tú lo has dicho, es mi vida. —Ana reía a carcajadas, parecía haber recuperado su energía, parecía haberse recuperado del frío helado que la había sumido en ese letargo.
—En fin… Es demasiado tarde —Evan todavía sonaba serio—. Ya no puedo verte de otra forma.
—¿Y cómo me ves ahora? —La mirada de Ana estaba llena de curiosidad, mientras preguntaba solo por preguntar, solo por hablar, solo por deleitarse con una conversación cualquiera.
—Como una chica caprichosa y manipuladora.
—¿Qué? —Ana subió la voz y el fuego se desató en sus ojos grises. De repente ya no se deleitaba, ya no estaba ese gusto por una conversación cualquiera, sino ese gusto por golpear a un extraño cualquiera en el rostro. Ese extraño acariciaba sus mejillas, y el fuego se apagaba o mejor, reflejaba un incendio distinto.
—Yo también puedo bromear Ana. —Evan sonreía mientras la acariciaba—. ¿Te sientes mejor ya?
—Me siento mucho mejor. —Sonrió, tomó aire y se puso de pie, abandonando los suaves cojines del sofá—. Gracias, por ayudarme allá afuera Evan.
—Descuida. No quería que te perdieras de camino a este edificio.
—Son solo unos metros. ¿Cómo podría alguien perderse?
—Eso pensaba yo, luego te vi caminar en la dirección contraria.
—Basta. ¿Lo disfrutas eh?
—Un poco. —Después de un guiño, Evan se puso de pie también—. ¿Usamos el elevador?
—El elevador, por hoy, no estaría mal. Sigo algo mareada.
—Vamos entonces.

Al llegar a las puertas metálicas del elevador, Evan presionó el botón plateado junto a la pared. Una luz se encendió en este, una luz roja que indicaba como la pequeña caja de metal descendía desde el séptimo hasta el primer piso. Un siete, un seis, un cinco en puntos rojos sobre un cristal oscuro que reflejaba dos rostros cansados, dos rostros deseosos de tomar asiento nuevamente. El número seguía cambiando mientras un rechinar se escuchaba, mientras el murmullo que se hacía más reconocible. Se detuvo, por completo. Las puertas metálicas se abrieron y allí estaba el elevador, con su tapete rojo, su aroma a limpio, sus botones brillantes y su espejo de piso a techo. Desde que Evan se había mudado era la primera vez que lo usaba, así que se sentía ajeno en ese lugar. Dejó que Ana entrara y luego entró tras ella. Mientras lo hacía, presionó el botón del séptimo piso y las puertas se cerraron de inmediato, el mecanismo se activó y comenzaron a ascender, mientras miraban sus reflejos en silencio, hombro a hombro, como desde hace ya varios momentos. Al llegar al séptimo piso, las puertas se abrieron y ambos salieron al mismo tiempo. Caminaron por el pasillo hasta el umbral del departamento mientras Evan buscaba las llaves en su abrigo. Teniéndolas en sus manos, abrió la puerta y dejó que su invitada pasara primero. Ana entro, dio algunos pasos sobre las losas, sacudió sus zapatos y luego se los quitó. Descalza, con sus pequeños pies cubiertos por la gruesa tela de las medias, corrió hasta el sofá y se lanzó sobre él, mientras Evan entraba y sin dejar de mirarla cerraba la puerta. Se acercó al sofá y tomó asiento junto a ella, quien se había incorporado ya y lo esperaba ansiosa.

—¿Y bien? —Ana tomó la palabra, rompió el silencio
—¿Y bien?
—Cambiaste de tema, no creas que no me di cuenta. ¿Vas a leer para mí?
—¡Casi lo logré! —Evan sonrió—. Pensé que lo habías olvidado.
—No podría…
—Eres muy persistente. —Se quedó callado unos instantes y luego suspiró—. Bien Ana, lo haré.
—¿En serio?
—Lo haré, pero debes quedarte, descansar un poco antes de saltar por el balcón para entrar a tu departamento.
—¿Ahora eres tú el de los tratos? ¡Qué ironía!
—No estoy haciendo tratos contigo. Solamente quédate, cuídate.
—Está bien, me quedaré a escucharte. —Ana comenzó a aplaudir y su mirada parecía buscar el manuscrito—. ¿Dónde está?
—¡Aquí está! —Con su mano derecha sacó el manuscrito del abrigo y se quedó viéndolo un momento—. Dime Ana… ¿Qué quieres escuchar?
—Si puedo elegir Evan… Quiero escuchar la historia completa.

martes, 14 de marzo de 2017

Al otro lado

Estando frente a frente, con unos centímetros de distancia entre ellos, Ana besó la mejilla de Evan y lo invitó a subir a su departamento mientras tiraba de las mangas de su abrigo. Él asintió con la cabeza y la siguió, hombro a hombro ascendieron por las escaleras sin decir nada, en completo silencio. Las palabras podían esperar, las fotografías podían esperar, la caminata en las afueras podía esperar, todo eso era pasajero, todo eso se volvería a presentar. Lo que no podía esperar, lo que quizá no se volvería a presentar, era el hecho de que Evan estuviera allí con el manuscrito, lo cual tenía a Ana llena de dicha. Antes que salir, antes que perderse en bosques desconocidos, quería quedarse a ver lo que iba a pasar, quedarse a perderse en una historia conocida, que conocería completamente por fin. ¿Le diría por fin el final? ¿Había cambiado de opinión? ¿Seguiría escribiendo como tanto lo deseaba ella? Estaba tan nerviosa, tan ansiosa, que sus dientes castañeaban mientras llegaban al quinto, al sexto, al séptimo piso del edificio. Sus manos crispadas, sus dedos moviéndose de un lado a otro, recorrieron el largo pasillo y frente al umbral del departamento 704, la anfitriona buscó las llaves en el bolsillo de su abrigo mientras Evan miraba distraído hacia el vacío, hacia la nada. ÉL pensaba en tonterías, recobraba la calma, tomaba aire, se preparaba para cuando llegase la hora de hablar de una historia que generaba tanto desorden dentro de sí. Ana seguía buscando las llaves sin éxito, parecía no encontrarlas en el bolsillo así que comenzó a revisar el siguiente, y el siguiente, y el siguiente hasta el último de ellos. Estaba segura de que las había guardado antes de salir. ¿Habrían podido caer en tan poco tiempo? No recordaba haberlas guardado, probablemente las habría dejado sobre algún lugar en un descuido. Miraba a Evan preocupada y este seguía sin entender nada de lo que sucedía. La miraba sonriente, como tratando de sofocar el fuego presente en los ojos de su interlocutora.

—¿Estás bien Ana?
—¡Estoy de maravilla Evan! —Sonaba irritada, hablaba sarcásticamente—. No puedo entrar a mi departamento. —Ana suspiró y se cruzó de brazos, sintiéndose completamente impotente.
—¿Y tus llaves dónde están?
—Creo que se quedaron dentro, estaba algo distraída al salir, tenía prisa.
—¿Prisa por verme acaso?
—Ni siquiera sabía que venías Evan. Yo iba a dar un paseo por las afueras hasta que Gustavo me dijo que habías llegado. No tenía la menor idea de que estuvieras en camino.
—Yo tampoco tenía la menor idea, pero para cuando me di cuenta ya bajaba las escaleras con un manuscrito olvidado en mis manos, ya bajaba las escaleras con un final que antes no estaba.
—¿Un final? —Ana subió la voz y se abalanzó sobre Evan—. ¡Quiero leerlo ahora!
—¡Espera! —Evan retrocedió y levantó el libro con su brazo derecho—. ¿No quieres resolver lo de tu departamento primero Ana?
—¡No! —Chillaba, suplicaba, daba saltos tratando de tomar el manuscrito—. Por favor, déjame leerlo ahora. ¡Deja de hacerme esto! —Ana no cesaba sus intentos por alcanzarlo—.
—¿Y tu departamento?
—¿Mi departamento? —Dejó de forzar y por un momento pareció recobrar la compostura. Arregló su gorro y se cruzó de brazos nuevamente—. Supongo que dormiré afuera, no es la primera vez que sucede Evan.
—¿Lo dices en serio? —Evan lanzó una carcajada y bajó el manuscrito, ya seguro de que no intentaría tomarlo de sus manos.
—Algo se me ocurrirá, no quiero pensar en eso ahora, es todo. Faltan horas para el anochecer, sé que encontraré la manera de entrar.
—Bueno, mi balcón está allí por si lo necesitas.
—¡Es una excelente idea! —Los ojos de Ana se encendieron, brillaban de alegría—.
—Si lo piensas bien, no es una excelente idea. —La voz de Evan se había vuelto repentinamente grave—. Es muy arriesgado.
—Lo he hecho varias veces Evan. ¿Qué podría pasar?
—Podrías caer, resbalar.
—¿Y? —Ana cambió la alegría en su voz por la ironía 
—Morir —agregó a secas—, básicamente.
—Qué dramático.
—¿Dramático? ¡Por favor! ¿No te importa tu vida?
—Me importa mi vida. No por eso voy a dejar de vivirla Evan.
—¿Y saltar de balcón en balcón solo porque puedes es vivirla? —La miraba confundido, estupefacto, tratando de descifrar el misterio en aquellos ojos grises que ocultaban tantas respuestas.
—Evan… Vivir es hacer lo que me haga feliz. Cuando supe que el escritor de las historias que tanto amaba vivía cerca, en el edificio de al lado y por pura casualidad en el apartamento de al lado, me apasionaba la idea de visitarlo un día, de llegar a descubrir los secretos que escondía su cabeza, el final tan anhelado que escondía su pluma. Era un sueño, puesto sobre el papel, bajo los efectos del sueño y del humo. Con el tiempo me mataba la curiosidad, simplemente no podía contenerme. ¿Y qué si debía saltar un balcón? Solo eran unos metros, para llegar a donde quería, unos metros para llegar a mi destino. No iba a detenerme por ese pequeño obstáculo, uno tan franqueable.
—¿Franqueable? Es ponerte innecesariamente en riesgo y…
—Lo hice… —Lo interrumpió y pasó saliva—. Lo hice y lo volvería a hacer. Al menos ya no tengo que dejar cartas e irme, al menos ahora sé que puedo quedarme.
—¿Cómo lo sabes Ana?
—Porque sé que no quieres que me vaya tampoco.

Evan se quedó callado, mudo, estático ante los ojos grises que fijos en los propios analizaban cada movimiento. No era necesario decir nada, ni agregar nada, podían descender por las escaleras y cruzar los escasos metros que separaban las recepciones de ambos edificios. Unos metros bajo el cielo nublado, unos metros junto a la nieve caída. Podían ascender de nuevo, llegar al departamento de Evan en cuestión de minutos y abrir la puerta, encender las luces, devolver los colores al lugar. Podían beber café mientras hablaban, podrían poner música suave, podían quedarse toda la noche si era necesario ,dejando salir lo que faltaba en una conversación cualquiera de madrugada. Podían quedarse despiertos, hasta el amanecer, soñarían después cuando cerraran un capítulo, cuando no quedara nada pendiente. Él, una historia escrita primero medias; ella, una historia leía por ahora a medias. Podían cambiar esto, podían hacer tantas cosas, pero ninguno se movía, ambos seguían con la mirada fija en el otro, esperando a que alguno diera el primer paso para dejar que la tarde continuara. En efecto, les quedaba mucho de qué hablar todavía, de historias viejas e historias nuevas también.

domingo, 12 de marzo de 2017

Visitante

—Lo va a tirar a la basura, no lo va a soportar. ¿Para qué se lo entregué? ¡Brillante! —Ana caminaba en círculos sobre las losas de mármol de su departamento, mientras analizaba los eventos recientes meticulosamente. Se detuvo frente a la mesa y tomó de ella un vaso de agua que bebió sin detenerse hasta el final. Mirando el vaso metálico de color plateado, tan brillante y pulido, observaba su reflejo, alterado por la forma cóncava del objeto. Devolvió el vaso a su lugar, para retomar la caminata mientras su ansiedad se iba, mientras su estrés se sofocaba paso a paso. Habían pasado unas 4 horas desde que Evan se había ido y no había dejado de pensar en la posibilidad de que simplemente no volviera, de que simplemente quemara el manuscrito como tanto lo deseaba. ¿Sería capaz? ¿Para qué la promesa entonces? No cesaba de lamentarse, de lamentar su movida, pero decidió, al fin, confiar en su palabra y no darle más vueltas al asunto. Quería estar tranquila y, además, si era necesario podría entrar por su balcón en cuestión de segundos. Eran solo unos metros, un salto para llegar a su destino. Loca, loca, repetía esa palabra una y otra vez, recordando el tono de voz de Evan, tratando de comprenderlas, de entender su significado. En su voz, en su propia voz, se escuchaba distinto, era una pregunta sin respuesta, una pregunta lanzada al vacío. Impulsos, impulsos que la llevaban a olvidar los límites, que simplemente le presentaban un lienzo en blanco a la espera de ser pintado como ella quisiera, se trataba de eso y nada más. No estaba loca, solo necesitaba descansar, dormir bien cuando llegara la noche, con eso volvería todo a la normalidad. No tenía que trabajar los jueves, así que podría hacer lo que deseara el resto del día. Miró hacia la calle, por la ventana, había dejado ya de nevar, pero las nubes cubrían la ciudad todavía y no dejaban ver la luz del sol. Una atmósfera gris, fría, aguardaba más allá del cristal de la ventana. Eran las 3 de la tarde según el reloj en su pared, ya era hora de salir, de enfrentar el mundo real. No quería estar en casa, quería caminar ahora que era posible, quería tomar fotografías ahora que era posible. Corrió a su habitación y en cuestión de segundos dejó el vestido blanco atrás por unas botas, un pantalón negro, un abrigo del mismo color y un gorro gris que cubría sus pequeñas orejas. El viento helado no entraría a su cuerpo, solo rozaría sus mejillas, solo despeinaría su cabello rojo que escapaba de la lana. Estaba lista, se miraba en el espejo mientras decidía hacia donde iría. Había un bosque en las afueras, a unos 20 minutos de donde estaba. Era el lugar perfecto, no lo pensó más y se acercó a la mesa de noche junto a la cama. Allí, dentro de un cajón, estaba el estuche de cuero que guardaba una de sus pertenencias más preciadas, un regalo que sus padres le habían dado hace un par de años. Amaba su cámara fotográfica, la llevaba a todos los lugares que visitaba por mero gusto, por mero placer, por el deseo de salir una mañana y no volver hasta el anochecer. Bosques, lagos, ríos, tierras desconocidas por las que pasaba a lo largo de su vida, tenía una galería entera que atesoraba en sus paredes. Le faltaba espacio, pues decenas de ellas todavía no habían sido reveladas, no habían sido impresas. Pronto llegarían, a llenar el resto de su casa, a poner más color en el departamento. Sería pronto, guardó el estuche en el bolsillo de su abrigo y salió de la habitación. Buscaba las llaves en la mesa principal, y teniendo los pequeños objetos plateados en las manos se dirigió a la puerta y la abrió de golpe. No necesitaba nada más, llevaba su billetera y su teléfono en el abrigo también. Cruzó el umbral y cerró la puerta, comenzó a caminar por el oscuro pasillo hasta llegar a los escalones y bajar, bajar uno a uno desde el séptimo hasta el primer piso. Estando en el cuarto, su teléfono comenzó a sonar. Una melodía rompiendo el silencio, el nombre y el número de Gustavo en la pantalla. Se detuvo, contestó la llamada y acercó el teléfono a su oreja.

—Estoy bajando las escaleras, ¿qué sucede?
—¿Es que nunca estás en casa? —Gustavo sonaba irritado—. ¡Tienes visita!
—¿Visita?
—Evan está aquí desde hace algún tiempo. Dijo que lo habías citado, te ha estado esperando.
—¿Y no pudiste llamarme a mi departamento acaso?
—¿Crees que no lo intenté? ¡Nunca contestas Ana!
—El teléfono del edificio no ha sonado en todo el día Gustavo, creo que necesita una revisada.
—Bueno, después veré si está fallando. Por ahora, él va en camino, ya está subiendo.
—Vale, gracias por avisarme, aunque iba de salida. ¿Por qué lo dejaste seguir?
—Llevaba 10 minutos esperando, no me parecía justo dejarlo ahí.
—¿El tipo puede ser un criminal y tú lo dejas seguir después de 10 minutos?
—¿No soy yo el de las historias locas? —Gustavo reía al otro lado de la línea, mientras Ana sostenía el teléfono con impaciencia.
—¡Qué gracioso! Después bajaré y arreglaremos cuentas tú y yo.
—Seguro, seguro que si pequeña. Ten un buen día, ya ha de estar cerca.

Ana colgó la llamada y guardó el celular nuevamente en su bolsillo. Subía las escaleras, tratando de encontrarse con Evan en cuanto este bajase del elevador. Estando en el séptimo piso, se quedó mirando la puerta de metal esperando a que se abriera. Pasó un minuto, dos, no se abría. ¿Estaba de camino? Se acercó de nuevo a las escaleras y escuchó pasos, la respiración agitada de alguien que subía. Su propia respiración se detuvo, estaba nerviosa. Se repasó rápidamente el cabello, acomodó su gorro de lana gris y se quedó muda, de pie, a la espera del visitante. Él apareció al final del pasillo, vestido con un abrigo azul, un par de jeans, unas botas de montaña y una sonrisa. Miraba a Ana fijamente, sin decir palabra, sostenía en sus manos el manuscrito y lo agitaba mientras se acercaba. El brillo volvió a los ojos de Ana en cuanto vio este objeto nuevamente, la tranquilidad de saber que nada había acabado, la tranquilidad de saber que todo apenas comenzaba se tomaba su cabeza.

sábado, 11 de marzo de 2017

Un final

Sentados en el sofá del departamento 704, dos personajes decidían el destino de unos más pequeños, los que se encontraban en el viejo manuscrito que Ana sostenía en sus manos mientras hablaba sin parar mirando fijamente los ojos verdes de Evan. Mencionaba todas las razones por las que él debía seguir escribiendo, las razones por las que debía invertir un poco más en aquella historia incompleta, en aquella historia olvidada. No se contenía, simplemente se dejaba llevar. Ana estaba convencida de que esas historias eran fantásticas, eran mágicas, estaba convencida de que estaban cargadas de tanta pasión, de tantas emociones; no podía desecharlas, no podía entender cómo pudo él desecharlas. Las quería, las adoraba, y deseaba ver el final, tenerlo en sus manos y leerlo de una vez. Teniendo al escritor de todas ellas frente a sus ojos, junto a su departamento, se rehusaba a la idea de dejarla morir, se rehusaba a la idea de dejar que la oportunidad de tener lo que tanto anhelaba desapareciera. Era sin embargo su opinión, era sin embargo su anhelo, desconocía completamente lo que Evan quería, desconocía los motivos que lo habían llevado a renunciar a tantos paisajes, a tantos lugares. En efecto, desconocía el efecto que ver aquellas páginas amarillentas después de tantos años tenía en su escritor, en la persona que había puesto allí la tinta. Evan, nervioso, miraba el manuscrito mientras Ana lo sostenía. Lucía igual que en sus recuerdos, salvo por algunas manchas y el polvo de los años, pero la historia que estaba allí le pertenecía, los personajes que estaban allí le pertenecían, eso lo sabía bien. No recordaba el punto exacto en el que se detuvo, en el que dejó de escribir, ni muchos de los pasajes por los que cada vida pasaba. Deseaba como nunca volver a repasar aquellas páginas, al menos una vez más, perderse en aquella historia por mero gusto, por probarse que todo había acabado, que todo estaba cerrado. Había dejado de escuchar, estaba hipnotizado, tentado a leer y a recordar todo con claridad. Sacudió la cabeza. ¿Para qué? No tenía sentido hacerlo. Devolvió la mirada a los ojos grises de su interlocutora y estos lo miraban brillantes, alegres. Por su parte, Ana estaba contenta, le gustaban las visitas. Al vivir sola, sin sus padres, las visitas que recibía eran muy pocas, se había acostumbrado a la soledad de su amplio departamento. Ahora, con Evan frente a ella, se sentía a gusto y deseaba que se quedara un poco más. Dejó de hablar, dejó de expresar sus pensamientos y tomó aire, estaba exhausta. 

—¿Algo más? 
—Es todo lo que tengo que decir. —Ana lo miraba sonriente, articulaba cada palabra con suavidad mientras pasaba sus dedos por las páginas del manuscrito. 
—Es bastante para procesar, no sé qué decir. 
—No tienes que responderme hoy y… 
—Ana —la interrumpió—, no quiero posponer esto más. ¿Qué estamos haciendo? No voy a terminar esta historia, eso no va a cambiar. 
—¿Entonces qué quieres hacer? No quiero lanzar esto a la basura nuevamente. —Ana pasó saliva y dejó el manuscrito sobre el cojín del sofá mientras lo miraba—. No puedo lanzar esto a la basura nuevamente, a donde tú lo tiraste alguna vez. 
—No tienes que hacerlo, puedes conservarla, hacer algo mejor de ella. 
—¿Algo mejor? 
—El libro que me diste está, salvo por unas cuantas páginas, completamente vacío. Puedes escribir en él Ana, transcribir ese manuscrito si así lo deseas, y terminarlo también. Llegar al final de lo que tanto buscabas está en tus manos y no lo ves. Hay algo de… 
—¡Qué brillante! —Ana lo miraba seriamente, su tono era sarcástico, agresivo, lo interrumpió sin vacilar—. ¿Cómo no se me ocurrió antes? 
—¿Qué? 
—Si me interesara escribir un final por mi cuenta lo haría Evan… Pero quiero saber el final, quiero tener el final de verdad. 
—Ana… 
—¡Evan! He esperado tanto por esto, nunca creí estar tan cerca de algo cómo lo estoy ahora y… 
—Ana… 
—Por favor, si no quieres escribir solo dime qué pasó. No quiero imaginar más el final, no quiero soñar más con los tantos caminos que cada uno de ellos pudo tomar. Quiero saber la verdad, quiero tener la certeza de que el final no es solo una fantasía creada por mí. 
—¿Y qué cambia con eso Ana? —Evan subió la voz—. Puedes cortar tus lazos con esa historia y crear una propia, tienes todo el potencial para hacerlo. 
—Y tú todo el potencial para terminar esta, pero no lo estás haciendo. ¿O sí? 
—Tú no tienes que enfrentarte a algo que ya has olvidado como si se tratase de algo nuevo, no tienes que volver a ver aquellos espectros y volver a sentir miedo como la primera vez. —El tono de Evan había bajado, ahora era serio, era frío, hablaba mirando fijamente los ojos grises de la pelirroja que escuchaba atentamente, sorprendida—. ¿Lo crees tan fácil Ana? Escribe tu peor historia, tu peor recuerdo, el peor momento de tu vida, ponlo en un papel y tendrás lo que yo puse en aquellas páginas amarillentas que sacaste de la basura. —Su garganta estaba seca, se le había ido el aire. Un nudo invisible, inexplicable, lo ahogaba lentamente ante la mirada desconcertada de Ana. 
—¿Espectros? ¿Qué sucedió con ellos Evan? 
—¿Con quiénes? 
—Nicco, Michelle, Christine… Todos ellos, tus personajes. ¿Acaso ya los has olvidado? —agregó con ironía. 
—¡Ana! Cada personaje no es una persona en el mundo real, olvida esa idea. En ellos tres, está la esencia de tantas personas, los pensamientos de tantas cabezas, las ideas de tantas mentes; hay algo más de un nombre o dos, hay algo más de una vida o dos. 
—¿Entonces a qué se debe el misterio si no se trata de nadie en específico? 
—Lo que ellos vivieron si sucedió, lo que pasó en aquellas páginas pasó también. 
—¿Y? ¿Qué pasó? 
—Ese es el problema Ana… Cuando trato de recordar, solo puedo evocar algunas imágenes parciales de todo lo que sucedió. Suena tonto, quizá, pero las heridas han cerrado y hasta de aquí se han esfumado. —Tocaba su sien con su mano derecho, algo lo incomodaba—. Pero quedan esquirlas, quedan huellas, y las respuestas que tú buscas pueden ser lo que yo estaba buscando también. Quiero de verdad leer nuevamente la historia, reconstruirla en mi cabeza y dar respuesta a tus preguntas, darte el final que tanto quieres. 
—Me parece bien. —Ana estiró sus manos y tomó el manuscrito del cojín, extendiéndolo en la dirección de Evan con una sonrisa—. Llévatelo, solo no lo arrojes al cubo de basura.
—Descuida... Pero si lo hago, si te doy el final, dejarás de hacer preguntas y olvidarás todo el asunto. Hablo en serio, no quiero imaginar que vas a entrar por mi balcón a traer mis primeros escritos de la primaria. —Evan comenzó a reír mientras tomaba el manuscrito en sus manos y se ponía de pie. Ana reía con él, seguía sus movimientos con la mirada mientras este acomodaba su bufanda. Al final, comenzó a caminar a la puerta y estando frente al umbral se dio la vuelta para mirar a la anfitriona—. Ya me voy, volveré luego. 
—¿Vas a bajar las escaleras? ¿Es en serio? 
—No estoy loco, y aprecio mi vida. 
—Eres un cobarde Evan. 
—Y tú estás loca, pero ya establecimos eso antes, ¿o no? 
—No resbales bajando las escaleras. 
—Ni tú entrando por mi balcón. 
—¿Así que escritos de primaria eh?
—Adiós Ana. 

Evan giró la perilla y la puerta se abrió. Salió del departamento sin mirar atrás, con el peso de su pasado en sus manos. Era el manuscrito, quería leerlo en cuanto llegara a casa, y mientras bajaba las escaleras pensaba si era buena idea, abrir algo que había estado cerrado por tanto tiempo. Perdía el miedo, escalón por escalón, y mientras sus dedos acariciaban las páginas solo soñaba con el momento en que la claridad volviese a su memoria.

jueves, 9 de marzo de 2017

704

La recepción del edificio vecino era relativamente más lujosa. Un candelabro de cristal colgaba del techo, brillaba con fuerza e iluminaba toda la habitación que cubierta de losas de mármol reflejaba la luz bellamente, le daba los colores que le faltaban a la recepción del edificio propio. Un sujeto con un vestido de paño azul muy elegante se acercó a Evan en cuanto este entró por la inmensa puerta y con una sonrisa le preguntó el motivo de su visita. Tenía unos 30 años, quizá más, su cabello comenzaba a teñirse de blanco en algunas partes, pero este era abundante, largo, le daba una apariencia juvenil a su rostro un poco marcado por los años. Tenía unas leves ojeras, no de esas que se hacen con los años sino esas de un fin de semana sin dormir. Era jueves en la mañana, probablemente solo se trataba de una noche sin dormir, de un desvelo cualquiera que no impidió que se levantara después a trabajar responsablemente. Junto a su corbata blanca, al lado derecho, había una placa de metal con el nombre “Gustavo” en ella, el nombre del portero. Evan comenzó a hablar, mirándolo fijamente a sus ojos negros.

—Buenos días… Vengo en busca de un residente de este edificio.
—¡Por supuesto! —Su voz era suave, cálida, agradable de oír—. ¿Cuál es el número del departamento?
—No estoy seguro, sé que vive en el séptimo piso, pero no sé el número.
—Bueno, cada piso tienen 4 departamentos. Conozco a casi todos los residentes, puede decirme de quién se trata y resolveremos este misterio si gusta. —La voz del portero, de Gustavo, estaba llena de seguridad y, combinada con su mirada serena, era suficiente para convencer a Evan de que llegaría al fondo de todo esto con la ayuda de este sujeto extraño que ahora tenía toda su atención.
—Se llama Ana, es pelirroja, no muy alta, ojos grises…
— ¡Ana Marino! ¡704! —gritó—. No puede ser otra. Dígame, por favor, ¿Qué hizo esta vez? Puede contarme con toda tranquilidad, mis labios estarán sellados y quiero colaborar con la justicia.
—¿La justicia?
—¿No es usted policía señor?
—¿Policía? —Evan estaba extrañado con las respuestas de Gustavo, pero pasó saliva y retomó la palabra— No soy policía. Soy un… —Pasó saliva de nuevo—. Soy un viejo amigo de Ana, es todo. ¿Se encuentra en casa?
—No la he visto salir, y con esta nevada no creo que salga. Lo anunciaré de inmediato. ¿Cuál es su nombre?
—Soy Evan, Evan Tremblay.
—Bien señor Tremblay, permítame un minuto. —El portero se retiró y entró a una habitación en la recepción. Evan escuchaba como llamaba al departamento de Ana a través del sistema interno del edificio, pero no parecía haber respuesta después de múltiples intentos. Salió de la habitación con una mueca de desagrado, como preparándose para dar malas noticias.
—¿No está?
—No contesta, pero si gusta puede subir, estoy seguro de que está allí y sé que estará encantada de… Ejem, recibir una visita de un viejo amigo como usted. —Gustavo miraba de arriba a abajo al visitante, como tratando de descubrir el motivo o las intenciones que tenía.
—¡Seguro que sí! —Agregó Evan decido, sin prestar atención a la mirada analítica del sujeto elegante—. Gracias por entender. ¿704 eh?
—704, sí. Puede golpear, tal vez eso si lo escuche.
—Me encargaré de que así sea —agregó riendo y caminando en dirección a las escaleras—. Tenga un buen día Gustavo.
—Usted también, señor Tremblay.

¿Señor? Tenía, 20, no era tanto en realidad, y su apariencia no era tampoco la de un adulto, por lo menos no para que le llamasen señor. En fin, le daba igual, como le llamasen era relativamente irrelevante en su vida. Siguió subiendo escalón tras escalón hasta llegar al segundo, al tercero, al cuarto piso, y así hasta el séptimo, hasta la puerta de madera del departamento 704. El número estaba grabado en letras doradas sobre el botón dorado del timbre. Evan lo presionó con su dedo índice, pero se dio cuenta de que nada sonaba, de que no parecía haber ningún ruido en el interior. Estaba descompuesto probablemente, apretó sus nudillos y golpeó con ellos la madera. Primero suavemente, luego un poco más fuerte. Uno, dos, tres golpes que no tenían respuesta, ni una voz ni un ruido que delatara la presencia de alguien. Pensaba en irse, pero volvió a golpear, y de nuevo el silencio parecía indicarle que se marchara. Se alejó y comenzó a caminar rumbo a las escaleras, pero escuchó el ruido de los seguros siendo removidos, el sonido de la puerta siendo abierta al cabo de unos pasos. Se dio la vuelta, y en el umbral había un rostro conocido, algo despeinado y sin embargo radiante, sonriente. Era Ana, y con un gesto lo invitaba a acercarse. Evan llegó a la puerta del departamento nuevamente y estiró su mano para estrechar la de ella. No se encontró con una mano, sino con una mirada extrañada. Eva se acercó rápidamente y le dio un beso en la mejilla sin esperar más respuesta, dándose la vuelta para entrar de nuevo a su morada. Él la siguió con los ojos, a su cuerpo cubierto por un vestido blanco que dejaba al descubierto la piel trigueña de sus brazos, de sus piernas largas y sensuales. Daba pasos en la oscuridad con sus pies pequeños, buscando el interruptor para encender las luces. Lo encontró, los colores del departamento de Ana volvieron, salieron de las sombras en las que estaban ocultos mientras sus ojos grises estaban clavados en los verdes de Evan.

—¿No pasas?
—No tardaré mucho. Prefiero quedarme en el umbral si no te molesta.
—¿A qué le temes Evan?
—¿Te busca la policía Ana?
—¿Qué? ¿De dónde sacas esa tontería? —La voz de Ana parecía completamente desconcertada.
—El portero dijo que…
—¿El portero? ¿Gustavo? Ese maldito hijo de… —Ana pasó saliva y luego se echó a reír a carcajadas, mientras Evan la miraba sin entender nada. Si bien no entendía nada, se sentía bien, también. Evan olvidaba el frío, la nieve derretida sobre su ropa mientras la miraba, mientras escuchaba la risa melodiosa de la chica acompañar el brillo de sus dientes blancos, de su vestido blanco, de su piel trigueña.
—¿Amigo tuyo eh? No lo sospechaba de ninguna forma, se veía tan seguro que no parecía una broma.
—Es buen amigo, un gran tipo. Por él encontré este departamento, de hecho. Le gusta jugarme bromas, pero la de la policía es nueva, no la había escuchado antes. —Ana comenzó a reír nuevamente mientras se acercaba a Evan y tomaba su mano izquierda, lo invitaba a entrar. Él la seguía, riendo también, la risa de Ana era contagiosa, era agradable, era cálida. Podía escucharla un poco más, antes de abordar el tema, antes de explicar el motivo de su visita. Por ahora no debía explicarse, solo quería reír, conocer un poco más a la pelirroja misteriosa y después, solo después, cuando ya tuviese una perspectiva clara de quien era Ana Marino, podría ver si lo seguiría en el camino que se abría.

Con tinta oscura

Decidió, pues, tomar una pluma después de todo, y transcribir con tinta oscura algunos de los pasajes que aún tenía claros, tratando no de rehacer la historia nuevamente, como se lo había pedido Ana días atrás, sino solo tratando de dejar en el papel los trozos que aún quedaban, las cicatrices que aún podían verse con facilidad en su memoria cuando echaba un vistazo al interior, al interior de su cabeza. Eran numerosas, las frases, las palabras, los recuerdos, pero no suficientes para llenar más de una página. Con los días, con los meses, con los años, muchas de esas cosas habían abandonado su pensamiento, habían abandonado su alrededor. Estaba lejos de donde habían sucedido, de donde habían nacido. Estaba lejos de aquellas calles, de aquellos caminos, de aquellos árboles que habían cortado. Con las piezas frente a sus ojos, tenía dos posibles opciones. La baraja se reducía a sacar algo de ellas o simplemente lanzarlas al fuego; conservarlas como lo que quedaba de un rompecabezas nebuloso o dejar que lo último, lo último que tenía en sus manos se desvaneciera. No podría rescatar sus nombres, sus hazañas, sus vidas; tenían que arder, nunca debieron salir de la basura y, para él, era solo una prueba que debía enfrentar con la mirada en alto. No tendría que buscar a Ana, no tendría que darle explicaciones de ningún tipo, simplemente olvidaría aquel encuentro extraño y seguiría con su vida, con su trabajo, con sus proyectos que no abandonaría por una historia sin sentido. Lo había alagado, en cualquier caso, el hecho de que hubiera rescatado a sus personajes del olvido, que los hubiese adorado casi tanto como él los adoró cuando les dio vida; hablaría con ella, era lo que quería hacer. Miró hacia afuera, eran ya las 10 y todavía nevaba, todavía el blanco pintaba los edificios vecinos. Se levantó del sofá y comenzó a caminar en dirección al balcón, dejando el libro abierto sobre la mesa. ¿Estaría despierta ya? Estando frente a la perilla plateada, la giró suavemente y abrió la puerta del balcón. Asomó su cabeza, la brisa helada entró por su nariz y lo congeló momentáneamente, pero recobró el control y dio algunos pasos hacia afuera, hasta llegar a la baranda de donde se sujetó con sus manos descubiertas. El frío contacto del metal con su piel fue como un choque eléctrico, pero se quedó allí, estático, contemplando las calles desiertas mientras los copos cubrían su ropa, su cabello, motivándolo a volver adentro. Miró a su derecha, hacia el edificio contiguo. El balcón vecino estaba a unos dos metros de distancia, tal vez menos. Ana no mentía, no era difícil saltar, sin embargo el hacerlo a la altura de un séptimo piso era lo que realmente inquietaba. Estaba loca, eso lo sabía bien, no podía imaginarse a ese pequeño personaje saltando de un balcón a otro, dejando cartas porque sí. Ahora, ¿Cuál era el plan? ¿Qué le diría? Comenzó a caminar en círculos en el balcón mientras trataba de organizar sus ideas. Lentamente recuperaba el calor, lentamente la claridad volvía. Entró nuevamente al departamento, dejando la puerta abierta. La nieve que aún quedaba sobre él se derretía rápidamente, se volvía agua que empapaba la tela de su ropa. No se fijaba, no se quitaba la chaqueta, tenía en mente una sola idea, encontrar el papel que Ana había escrito. Buscó sobre la mesa, moviendo todo lo que había sobre ella, hasta que sus ojos dieron en el blanco, brillaban en cuanto sus dedos lo sujetaron. Allí estaba el número, la delicadeza de la letra de Ana era encantadora, era ella quien debía llenar esas páginas vacías con historias nuevas, en vez de pedirle a él y a su torpe caligrafía revivir algo igual de torpe. Ella podría salvar a sus personajes, ella sabría qué hacer con esos trozos sin necesidad de complicar más las cosas. ¿Y el manuscrito? Ella no tenía, ella tenía la totalidad de sus recuerdos fragmentados. Quería recuperarlo, leerlo una vez más antes de que desapareciera. Era hora, cruzó el pasillo y entró a su habitación. Estaba todavía a oscuras, no había abierto las cortinas y las sombras se tomaban el lugar. Sobre la mesa de noche, a un costado de su cama, estaba su teléfono. Encendió la pantalla y comenzó a marcar cada dígito, uno a uno, mientras los leía en voz alta como tratando de memorizarlos. Acercó el teléfono a su oído y el tono se escuchaba una, dos, tres veces. Ana no contestaba, Ana no estaba despierta. Colgó la llamada y sostuvo el teléfono en sus manos, pensaba qué hacer. Dos metros, dos metros no son nada, dos metros no son demasiado, era lo que pensaba realmente, pero no estaba tan loco como ella y así lo estuviera era simplemente más sencillo bajar las escaleras y estar seguro, a salvo, entrar por la puerta sin arriesgarse de ese modo. Salió de la habitación y cruzando el pasillo llegó a la puerta del balcón. La cerró, cerró las cortinas también, el departamento se sumió en la oscuridad mientras Evan buscaba sus llaves, mientras Evan apuntaba su abrigo y se colocaba una bufanda. Se acercó a la puerta principal y la abrió de golpe. El oscuro pasillo que lo llevaría a las escaleras se iluminó, el color de la alfombra se encendió de nuevo. Evan salió y cerró la puerta tras de sí, cruzó el corto pasillo y comenzó a bajar los escalones rápidamente, descendiendo por cada piso con rapidez, sujetándose de las barandas al hacerlo, corriendo como no lo hacía hace mucho tiempo. Estaba contento, estaba decidido, no a lanzar una historia a la basura como lo había hecho antes, sino a invertir los papeles con su escritora anónima, a proponerle una locura que funcionaría para los dos. Tal vez no estaba tan loco como para saltar a su balcón, pero sumido en sus pensamientos, en ensoñaciones, ya se encontraba en el primero piso de su edificio, frente al portero que lo miraba sonriente. Le abrió la puerta y le deseo una buena mañana, Evan se despidió y bajó los escalones resbalosos. Llegó al andén, miró a su derecha, al edificio de Ana. Su balcón estaba allí, muy lejos del suelo. ¿Cómo podía hacerlo? Una de las tantas preguntas que tendrían respuesta, en cuanto llegase al séptimo piso y ella abriese la puerta.

lunes, 6 de marzo de 2017

Soñando despierta

Estando tendida sobre su cama, trataba de mantenerse en la realidad mientras las gruesas cobijas cubrían su cuerpo, la abrigaban en una noche fría, la protegían de la helada nieve que caía, caía sin detenerse por toda la ciudad. Pequeñas manchas cubrían ya los tejados, las hojas, las calles; el pavimento se teñía de blanco mientras las puertas se cerraban y las chimeneas se encendían, el fuego ardía, la madera quemándose y lanzando su humo en dirección a las nubes, que no cesaban de lanzar copos por doquier. Ella no tenía una chimenea en su departamento, pero sabía soportar bien estas condiciones, solo necesitaba ropa abrigada, café para mantenerse alerta, cobijas gruesas para dormir en paz y dejar atrás el mundo real, el mundo exterior. Desde que había llegado a casa no había podido dormir, solo se había quedado en su habitación, con las cortinas y la puerta cerrada, perdida en la música, perdida en las notas que salían del equipo de sonido, perdida en el humo espeso que salía de su boca. La ansiedad se iba, ella se iba. En sus sueños, era allí en donde se quedaba, de donde se rehusaba a bajar después de haber salido; un hilo que la tenía allí suspendida, flotando con las siluetas que soportaban sus deseos, sus anhelos más preciados que guardaba desde muy pequeña. Las seguiría, hasta donde fuera necesario, hasta cuando fuera necesario, pues eran su destino, su meta, donde habría de poner los pies al bajar. No quería aterrizar, no quería volver a poner los pies ni en la tierra, ni en las frías losas de su habitación, quería quedarse en aquella sensación, en aquel efecto que cesaría en contadas horas, pues cesaría, se acabaría, volvería a la realidad en cualquier momento y eso lo tenía claro, solo lo ignoraba para mantenerse bien. Después de todo, no era ese el momento, y ella seguía con la mirada fija en las estrellas que pendían de su techo. Giraban, brillaban con un tono neón que seguía con la mirada, con sus pupilas dilatadas, con sus ojos brillantes, despiertos y en otra parte. Tantos colores, tantas luces, volvía y venía en los mismos pensamientos, en las mismas imágenes que le parecían más atractivas que el gris de la ciudad, que los colores propios, lentamente desteñidos y opacados por sus acciones, por sus caídas. Se había levantado, se había recuperado, y con el tiempo las heridas que había dejado el camino se habían cerrado. Solo las cicatrices, líneas algunas metafóricas y algunas reales, se ocultaban en el interior de su mente y bajo los pliegues de la ropa que la cubría. Era el ayer, era el antier, era el hace unas semanas, el hace unos meses y el hace unos años; erase una vez, cuando era otra persona distinta, una persona alocada, rebelde, una persona que ya no estaba, que se había diluido en las sombras, en la soledad y la calma. El cascarón, lo que quedaba, quien era entonces, sonreía ante la escena sin decir nada. Daban las tres, daban las cuatro, eran ya las cinco de la mañana y solo hasta ese entonces había podido cerrar los ojos, solo hasta ese entonces sus párpados pesados le habían exigido un descanso, un receso. Tosió un poco, quitó las pesadas cobijas de encima y se sentó sobre la cama, estirando su brazo derecho para tomar de la mesa de noche un vaso de agua que bebió en contados sorbos. Tenía sed, quería más; se puso de pie y buscó bajo la cama sus pantuflas. Las encontró, y rápidamente la suave goma cubrió la planta de sus pies. Dio unos pasos en dirección a la puerta y girando la perilla la abrió, salió de la habitación rumbo a la cocina. No podría dormir con la garganta seca, de eso estaba segura. Era esta la única seguridad presente en su cabeza, pues ella misma estaba algo desorientada, se tambaleaba un poco y le costaba trabajo mantener el equilibrio; sus pasos débiles la movían a rastras, pero recobró el control de sus sentidos y tomó aire, dio un gran suspiro que la devolvió a la vida, que la devolvió a la sala, cortando definitivamente el lazo que la ataba a sus fantasías. Ya no se tambaleaba, ya no temblaba, caminaba ya más decidida mientras se acercaba a la ventana. Miró a través del cristal, los copos seguían cayendo y ella se deleitaba con las pequeñas figuras que cubrían todo lo que estaba afuera. Justo como en sus sueños, la ciudad tomaba una nueva cara, una nueva forma, una que le daba la bienvenida, o se la daría en unas horas. Ella misma quería estar bajo la nieve, fundirse con ella, pero sería después, sería en otro momento. Solo deseaba descansar por ahora, había tenido una semana muy larga y su cuerpo se lo exigía, amenazaba con colapsar en cualquier momento si no se daba un respiro. Retomó la marcha y llegó a la cocina, cruzando el largo pasillo que salía de las sombras mientras ella pasaba, mientras sus largos dedos tocaban los interruptores de las lámparas uno a uno, mientras las luces se encendían una a una. Estando frente a la llave plateada, la giró suavemente y el líquido transparente comenzó a caer en el cristal que sostenía en su mano. Llenó el vaso, lo bebió con celeridad y volvió a llenarlo, y volvió a beber. Agua entrando a su cuerpo, agua refrescando su mente. Solo entonces estuvo satisfecha, solo entonces su sed acabó, solo entonces sus sentidos volvieron completamente y ahora solo sentía cansancio, ahora solo sentía ganas de volver a la cama. Dejó el vaso en el platero y dando grandes zancadas salió de la cocina, cruzó el pasillo y apagó las luces de nuevo. Abrió la puerta de su habitación y saltó a su cama, lanzando las pantuflas al hacerlo, dejando a sus pies descalzos sentir la gruesa tela de las cobijas al aterrizar. Podría quedarse allí toda la mañana si así lo deseaba. Mucho tiempo, hasta muy tarde, desayunar a la hora del almuerzo, almorzar a la hora de la cena. Cenar al amanecer, vivir a su hora, escribir a todas horas mientras la nieve cae y pinta la ciudad, mientras ella misma pinta su historia con los colores que ella quiere, Pasada por la lluvia, pasada por la nieve, pasada por el humo, la oscuridad se iba mientras llegaba el día, mientras sus párpados se cerraban y ella volvía a soñar, al mundo del que no bajaría hasta que el sol volviera a salir.

domingo, 5 de marzo de 2017

Cuando se vayan

De nuevo las llamas lamiendo el recipiente metálico, de nuevo el vapor calentando la habitación, llevándose el frío, siendo la única excusa para no hablar, para mantenerse callado, alejado de ella y de los recuerdos que evocaba su presencia, sus acciones, el hecho que de que desenterrara algo que él creía ya olvidado. Desde la cocina, Evan miraba a Ana, quien se encontraba tranquila observando algunos títulos de su biblioteca, de pie frente al mueble de madera sin decir nada. Pasaba el dedo por cada una de las portadas, trataba de recordar si los había leído o si solo había escuchado de ellos, memorizaba nombres que buscaría, que le llamaban la atención. En su habitación, Ana tenía tantos libros que leer todavía, apilados en sus repisas y cubiertos de polvo por tantos meses. Le gustaba leer, pero no podía tener más de una historia a la vez en sus manos, prefería mantener frescos los lazos entre cada personaje, no tener la más remota posibilidad de confundirlos, de enredarlos. Así, acumulaba libros que encontraba en las librerías, en las plazas, en las tiendas y en las bibliotecas. De estas últimas, rescataba los títulos que iban a ser desechados, los restauraba y los atesoraba; historias corroídas por el tiempo que aún conservan la esencia de cuando fueron impresas, muy antiguas y muy significativas. Guardaba todo, tenía una inmensa colección que tendría que acabar algún día, pero esta aumentaba progresivamente y pronto tendría que poner otra repisa o conseguir otra biblioteca, pues ya no tenía más espacio y sobre su mesa ya había una gran cantidad que tendría que organizar. Ana volvió la mirada y se encontró con la de Evan, pero se limitó a sonreírle recíprocamente y volviendo al sofá se sentó, deslizando sus brazos a través de las mangas del abrigo para ponérselo bien. Le gustaba el material, la tela que la mantenía abrigada, el perfume que emanaba, el dueño seguía callado, analizándola en silencio y desentrañando los secretos de la pelirroja con solo observar sus movimientos tímidos.

—Es muy cálido —se limitó a decir—, ya no tengo frío.
—Es perfecto para estos días lluviosos —contestó Evan—, no entra ni el frío ni el agua.
—¿En serio? ¡Necesito uno!
—Para tus caminatas bajo la lluvia supongo.
—¿Tengo una sombrilla también sabes?
—¿Sí? —la miró de arriba abajo, y agregó riendo— se nota, se te nota.
—Tenía prisa, no pude tomarla antes de salir, es todo.
—¿Prisa? ¿A dónde ibas?
—Antes de venir aquí pasé por e supermercado—dijo señalando su mochila—, leche, huevos, pan, provisiones para esta semana, todo a salvo, todo seco.
—Provisiones… ¿Para ti?
—Para mí. Es suficiente para esta semana, después compraré algo más.
—¿Vives sola?
—Desde hace unos meses, sí. Mis padres se fueron de la ciudad, viajan mucho a causa de su trabajo.
—¿Qué hacen acaso? ¿Cuál es su trabajo?
—Trabajan en una empresa petrolera que tiene múltiples contratos alrededor del mundo. Están ahora en un proyecto ubicado en… —vaciló— No puedo recordar, solo sé que están fuera. —Ana apretó la taza, algo la había hecho estremecerse, un mal recuerdo, el hecho de no saber dónde estaban sus padres, el hecho de tener que dar tal respuesta, todo la indisponía y sin embargo recobró el aliento, dio un gran suspiro y tomó de nuevo la palabra. —En cuanto lo anunciaron —prosiguío—, y me indicaron que nos iríamos permanentemente, empaqué mis cosas y me fui a vivir en casa de una amiga. Fue solo por una semana, comencé a trabajar en una casa editorial y renté el departamento en el que estoy viviendo. Queda cerca de mi trabajo, no me quejo, es solo que todavía no me acostumbro al ruido.
—No es tan ruidoso este sector, a comparación del centro o el oriente Ana. Antes yo vivía en el centro, y desde el amanecer hasta el anochecer el tráfico no cesaba, no se callaba.
—Evan —lo interrumpió—, yo vivía en las afueras, en las montañas. El ruido del tráfico que aquí puede sentirse fue algo completamente novedoso para mí, que solo escuchaba el canto de las aves cada mañana, no el estrepito de la hora pico.
—Bueno —dijo extendiendo su mano—, bienvenida a la ciudad extraña. Supongo que somos vecinos.
—De balcón, solamente. —Sus manos se estrecharon, y Ana hizo una mueca de burla. —Mi edificio es más bonito, además.
—Nunca he entrado a ese lugar. ¿Qué tal es?
—Me agrada el personal, es muy cordial. Además, me parecen más amplios los departamentos. Luego te mostraré, estamos a un salto de distancia después de todo.
—No puedo creer que hayas saltado para dejar ese sobre.
—Yo tampoco, pero a veces cometemos locuras sin saberlo, y no nos damos cuenta hasta que nos encontramos flotando a la deriva. Se puede nadar en cualquier dirección, pero ya no se puede volver a la orilla. Es estar ya mar adentro, rodeado por las olas, y el tener la certeza de que la tabla sobre la que se flota no se quebrará, que en ella se llegará a tierra firme, es lo único que se necesita, nada más que eso para lograr cruzar las aguas sin ahogarse, sin perderse.
—Vaya…
—¿Qué?
—Ya está el café. Y eso fue muy bello. Un momento. —Una pequeña nube de humo se levantaba desde la estufa, y el aroma a café se había tomado el lugar. Evan se puso de pie y corrió a la cocina. Apagó el fogón y con un guante tomó el recipiente, vertió el contenido en las mismas tazas y llevando una en cada mano volvió al sofá. Ana recibió una de ellas y comenzó a beber, a dar grandes sorbos de café dulce. Sus ojos brillaban, saboreaba cada gota que quedaba en sus labios sin dejar de sonreír y de mirar a Evan. Estaba esperando a que él le preguntara algo, a que comenzara el interrogatorio que temía, pues quería salir de las sombras, enfrentar lo que había iniciado.

—¿Y bien? ¿Te gusta? —Evan no quería interrogarla, no quería tampoco iniciar una investigación exhaustiva de los eventos que tenían a esta chica frente a sus ojos después de múltiples cartas anónimas. Evan quería solamente conocerla, aprovechar la oportunidad que tenía de conocer un mundo completamente distinto a cualquier otro que hubiera visto antes. Su manera de hablar, quizá la manera de juntar las palabras que le parecía tan agradable, tan similar a la propia, todo confabulaba para que deseara que ella se quedase algunas horas más… Vivía al lado, podía en cualquier momento salir por la ventana. Su interlocutora aún jugueteaba con las gotas que tenía en los labios y, al haber acabado con todas, pasó saliva y respondió.
—Está delicioso Evan.
—Gracias, siempre hay café en mi cocina, es mi provisión principal para sobrevivir —agregó riendo—, para no quedarme dormido.
—Lo sé, pude notar.
—¿Cómo lo notaste Ana?
—Oh, es por la historia, por tus personajes para ser exacta. ¿Recuerdas? Uno de ellos, Nicco, que amaba el café y bebía sentado en su tejado, mirando hacia la ciudad. ¿No eras tú? Parecías tú, con la manera en que te referías a los rascacielos, al naranja del atardecer y al blanco de la luna que se levantaba, que flotaba sobre la ciudad. 
—Nicco Moretti… —agregó Evan en voz baja— Lo recuerdo. Es cierto, son huellas que no pueden borrarse, que se dejan de manera involuntaria con la tinta. Caen de las manos, caen de la pluma, se graban en el papel y en la memoria de quien las lee… Bueno, nadie más que tú pudo leerlas, en cualquier caso. 
—Eso puede cambiar.
—Eso no va a cambiar.
—¿Cómo puedes simplemente decir que no va a cambiar? El cambio está en tus manos y decides no darte la oportunidad, decides no tomar el riesgo, decides quedarte en las sombras, lamentándote en vez de tomar acción.
—No voy a salir de las sombras con algo que las trae a mi cabeza, no voy a salir del pozo sacando las pesadillas que allí viven. Esa historia, sus personajes, sus giros, sus lugares; todo eso conforma las pesadillas, y el hecho de que tú las hayas encontrado me alaga muchísimo Ana, de verdad, pero no hace que cambie mi decisión, esa que tomé cuando las tiré. —Evan la miraba fijamente a los ojos, y el tono de su voz dejaba claro el malestar que le producía hablar del tema, pues se quebraba de tanto en tanto, se le escapaba la voz, se le escapaba el aire. Ana notaba esto, y continuó bebiendo su café hasta terminarlo todo. Ella misma lo llevó a la cocina, lo lavó en el lavaplatos y lo puso a escurrir. Volvió al sofá, buscó su mochila y tomó de ella una pequeña libreta. Esta tenía una pluma atada con un largo hilo negro, la tomó en sus pequeñas manos y comenzó a escribir, la mirada de Evan seguía fija en sus manos, en sus largos y delicados dedos que danzaban sobre el papel. Terminó de escribir, arrancó la hoja y se la entregó sin decir nada. Guardó la libreta en la mochila y se la puso. Se acercó al perchero y tomó su abrigo, mientras Evan la seguía con la mirada. Se concentró en la nota, comenzó a leerla, a perderse en la tinta negra, en la bella caligrafía de la chica que se acercaba a la puerta que daba al balcón. Estaba allí un número, 10 dígitos, su número de teléfono, seguido de algunas palabras que, de nuevo, no entendía.

—¡Que no sé francés!
—¡Lo siento! Es la costumbre. Appelle-moi quand les ombres seront partis. Llámame cuando las sombras se vayan.
—Las sombras no se van a ir Ana. Las sombras ya se fueron, las sombras no debieron salir del cubo de basura en el que cayeron. Puedes quedártela, pero nada va cambiar el hecho de que el último punto en esa historia es el punto final.
—Son puntos suspensivos Evan, y puedes retomarla cuando quieras. Solo necesitas encender las luces, si vives en la oscuridad, te quedarás en ella. ¿Sabes? —agregó mientras giraba la perilla de la puerta— Ni siquiera necesitas ese número, puedes venir cuando quieras, saltar cuando quieras.
—Seguro Ana, seguro. No cometas una locura y usa las escaleras por favor.
—Adiós Evan.

Ana abrió la puerta salió al balcón. Evan seguía sentado, no creía que fuera hacerlo, hasta que vio como se subió a la baranda y desapareció. Corrió al balcón, asustado y preocupado. Estando en la baranda, comenzó a mirar hacia abajo, a gritar el nombre de la chica que había caído. Ana se levantó de donde estaba escondida, en el otro balcón, a salvo, a solo unos metros de distancia. El corazón de Evan volvió a latir con tranquilidad, mientras le sonreía y ella se despedía con un guiño, cerrando la puerta del balcón, volviendo a entrar a su departamento. Él hizo lo mismo, volvió al calor del hogar y estando adentro le echó un vistazo a la mesa, al libro vacío que allí estaba. Si esta chica podía saltar de un balcón a otro, él podía saltar de una vida a otra, rescatarlas a todas de la basura, pintar un mejor futuro para todas ellas. Tomó la pluma y abrió la página en donde estaba el punto. Era el primero, sin una frase, desde donde comenzaría a recrear sus sueños.