martes, 24 de octubre de 2017

En su interior

“Ya despierta, ya habiendo dejado atrás sus ensoñaciones, Christine abrió los ojos y se levantó de la cama. Consultó la hora en el reloj de pared: 9:30. Estiró sus brazos a todas sus anchas y se puso las pantuflas para salir de la habitación. Cruzó el umbral, la sala principal parecía mucho más colorida ahora que los rayos de sol dejaban ver con más detalle los pocos muebles que allí había. Estaba casi vacía, como todo el departamento en realidad, pero pronto dejaría de estarlo. Christine tomó el vaso que había dejado en la pequeña mesa de madera horas atrás y se dirigió a la cocina. Otro vaso de agua, otra vez el sonido de la llave siendo el único ruido presente en el departamento. No estaba acostumbrada a tanto silencio, pero comenzaba a adaptarse, comenzaba a agradarle. Bebió el contenido del vaso en pequeños sorbos y lo dejó en la cocina, salió de ella y se acercó a la ventana de la sala principal. Se recostó ligeramente sobre el cristal, para ver con más detalle la escena allí afuera. El tráfico ya avanzaba con relativa normalidad, se podían escuchar sus motores y sus bocinas retumbando en la distancia y en la cercanía también, pues la avenida frente a su edificio era también muy concurrida. Las calles estaban llenas de personas que bajo sus pies avanzaban de un lado a otro. Todas con distintos afanes, todas con distintos destinos. Era hora de acompañarlas, de salir a caminar junto a ellas. Christine se dio la vuelta y regresó corriendo a su habitación. Se deshizo rápidamente del camisón que cubría su cuerpo y lo lanzó sobre la cama. Nadie podía verla desnuda, en cualquier caso. Tomó la primera toalla que vio y caminó en dirección al cuarto de baño. Allí, colgó la toalla en un pequeño gancho junto a la ducha y entró a ella, cerrando tras de sí la pequeña puerta que la separaba del resto del cuarto de baño. Christine abrió la llave del agua lentamente, gotas tibias se deslizaban sobre su cabello, sobre su rostro, sobre su cuerpo. Recorrían sus mechones castaños y estos caían sobre sus mejillas, sobre su pecho, sobre sus hombros, sobre su espalda. El vapor llenaba la ducha y Christine solamente dejaba el agua caer, solamente dejaba el tiempo pasar. Un minuto, quizá dos, con los ojos cerrados inhalando hondamente, exhalando profundamente, llenando sus pulmones de aquel vapor tan claro que la hacía sentir tan tranquila. Abrió los ojos, sacudió su cabeza y cerró la llave. Comenzó a enjabonar su cuerpo de arriba abajo, llenando su piel trigueña de una clara espuma, de cientos de pequeñas burbujas que se resbalaban por su abdomen, por su cintura, por su cadera, por sus piernas hasta llegar al suelo y perderse bajo sus pies pequeños. Christine abrió la llave nuevamente, las gotas tibias se llevaron el jabón mientras ella repasaba sus manos por su rostro. Era hora de salir. Christine cerró la llave por última vez e hizo un intento por secar su cabello antes de salir de la ducha. Sin éxito, abrió la puerta de cristal de la ducha y tomó la toalla colgada junto a esta. Comenzó a secar su larga cabellera castaña que no dejaba de gotear. La envolvió en la tela azul de la toalla, se secaba con mucho cuidado. Al cabo de un par de minutos, cuando creyó haber acabado, cubrió su cuerpo con la toalla y salió de la ducha. Mientras caminaba en dirección a su habitación iba dejando un pequeño rastro de gotas, así como las pequeñas huellas de sus pies todavía mojados. Ya se secarían, con el calor del día que entraba por la ventana. Christine llegó a su habitación y descubrió su cuerpo, lanzó la toalla sobre la cama y comenzó a dar vueltas alrededor de esta, mientras pensaba a donde iría primero. Se acercó al armario, tomó lo primero que encontró y se sentó sobre la cama llevando la ropa en sus manos. Una blusa blanca con pequeños grabados negros, una falda azul no muy larga. Buscó bajo la cama unos zapatos azules que había traído días atrás y, decidida, comenzó a vestirse. Volvió al armario y tomó de uno de los cajones ropa interior, cubrió su desnudez rápidamente y luego se puso la falda, la blusa y los zapatos. Caminó en dirección al espejo en su habitación y se quedó viendo su reflejo mientras daba vueltas, la dicha la inundaba. Su apariencia era apropiada para el clima caluroso de aquella mañana. Christine colgó la toalla en un gancho y salió la habitación. Hizo un leve repaso, asegurándose de que no olvidaba nada. Abrió los ojos, sorprendida. Volvió corriendo al cuarto y, frente al armario, comenzó a buscar el maletín que se encontraba bajo cúmulos y cúmulos de ropa aparentemente de Dimitri. Sus dedos dieron con el cuero del maletín, lo sujetó con fuerza y lo sacó del armario. Quitó el seguro para poder abrirlo y revisar su contenido. Se escuchó un clic, un sonido familiar para Christine. Como si fuera la primera vez, volvió a abrir lentamente el maletín y quedó nuevamente sorprendida, pero esta vez no lo cerró de golpe. Trató de procesar las cosas con calma, sin miedos, sin dudas. Tomó un fajo de billetes de 100 sin que pareciera disminuir la cantidad que allí había y cerró el maletín, lo dejó bajo su cama. Christine se quedó viendo el fajo de billetes un momento, era demasiado dinero. Más de lo que necesitaba. Lo guardó en el bolsillo de su falda y, como si nada hubiera pasado, salió de la habitación. Nada ha pasado, pensaba, es solo el inicio de una nueva vida. Romper con las costumbres sería difícil al principio… Después… ni ella misma notaría el cambio. Llegó a la sala principal y miró por la ventana una vez más antes de salir, el cielo parecía aún más claro que antes, el sol parecía brillar con más fuerza que antes. Christine sonrió, tomó las llaves que estaban sobre la mesa y salió del departamento. No quería tomar el ascensor, decidió usar las escaleras. Se sentía enérgica, llena de vida, como si en su historia hubiese por fin armonía. Corría a través de las escaleras del cuarto, del tercero, del segundo piso. Llegó al primero y allí estaba Mario parado junto a la puerta leyendo una revista. En cuanto vio llegar a Christine, dejó caer la revista y se quitó el sombrero, con la mirada fija en la pequeña chica.

—Luce hermosa hoy, señorita Moore.
—¡Gracias! —Christine se sonrojó e inclinó ligeramente su cabeza—. Hoy es un buen día caminar después de todo. ¿Qué dijimos de llamarme señorita Moore?
—Christine… Es la costumbre. —Mario comenzó a reír—. ¿A dónde vas hoy?
—Iré a conseguir algunas cosas, moriré de hambre si no lleno la alacena.
—Seguro que sí. Debes comer bien. ¿Hay noticias de Dimitri?
—No realmente, era más una carta para saludar. Ha de regresar pronto. He estado sola por más tiempo, en cualquier caso.
—Si tú lo dices. —Mario abrió la puerta para Christine—. ¿No te cansa la soledad?
—Pues… Ya he de acostumbrarme. Adiós Mario, nos veremos más tarde
—¡Adiós Christine!


Christine salió del edificio y escuchó la puerta cerrarse tras de sí. Tomó aire, los rayos del sol comenzaban a calentar su piel y a devolverle el calor a su cuerpo. La brisa fría despeinaba su cabello, pero a ella parecía no importarle, pues no dejaba de sonreír mientras avanzaba lentamente en dirección al centro comercial. Era un buen día, y el ruido a su alrededor no podría arrebatarle la paz en su interior.”

lunes, 23 de octubre de 2017

Insomnio

“Christine dio vueltas en la cama toda la noche aquella noche. No durmió, ni un solo minuto. Recostada bajo las cobijas de lana cerraba los ojos en un intento por conciliar el sueño. Era en vano, no lo conseguía por más que lo deseara. El insomnio nunca había sido un problema para ella, y ahora se encontraba contando las horas que pasaban con los ojos abiertos. Así llegaron las 2, las 3, las 4 de la mañana, seguía tan despierta como antes. Christine se sentó en el borde de su cama, tenía sed. Buscó a ciegas sus pantuflas y, al tenerlas puestas, se puso de pie y caminó en dirección a la cocina sin encender las luces, a oscuras. Sus ojos ya se habían adaptado a la situación. Después de tantas horas sumida en la penumbra, cualquier clase de destello la enceguecería. Llegó a la cocina rápidamente y tomó un vaso de la repisa que llenó con agua de la llave. El sonido del agua cayendo sobre el cristal era lo único que se escuchaba en el departamento. Afuera la ciudad todavía dormía, apenas podía percibirse el murmullo de los pocos que estaban despiertos, el murmullo de quienes nunca se fueron a dormir en realidad, como ella. Cerró la llave y dio grandes sorbos, acabó el vaso de agua con brevedad. Volvió a llenarlo, y esta vez dio pequeños sorbos mientras salía de la cocina y se dirigía a la ventana en la sala principal. Allí, en silencio, se quedó de pie por varios minutos con la mirada fija en el horizonte. Pronto saldría el sol, pronto abrirían las tiendas, pronto podría salir y conseguir lo que necesitaba. Comida, principalmente, un teléfono también, para poder comunicarse con su protector. ¿Qué más? Su lista parecía corta considerando las compras hechas con Dimitri días atrás. El cambio de ciudad fue menos brusco de lo que esperaba, y eso la llenaba de alegría. No fue un choque, fue un suave aterrizaje. Bostezó, estiró sus brazos y decidió volver a la cama, quizá si podría dormir algunas horas antes de salir, las tiendas no abrirían a las 6 de la mañana, en cualquier caso. Christine terminó de beber el vaso de agua y lo dejó sobre la pequeña mesa de madera, caminó en dirección a su habitación y, en cuanto, entró cerró la puerta de golpe. Saltó a su cama, rebotó ligeramente sobre el colchón y cubrió su cuerpo con las gruesas cobijas de lana. El calor volvió a su cuerpo, a sus piernas que minutos atrás estaban descubiertas y heladas. No llevaba nada más que una camisa larga de pijama, tendría que conseguir algo más cálido para noches frías como estas, para cuando el insomnio la tuviese de pie dando vueltas por el departamento. Sus ojos le pesaban, sus parpadeos se hacían más largos, más lentos. Comenzó a quedarse dormida después de tantas horas luchando contra la energía contenida o mejor, contra la ansiedad acumulada, contra la intriga acumulada. Con solo una ojeada al interior del maletín que Dimitri mencionó en su nota pasada, Christine pudo ver varios fajos de billetes de cien dólares. No varios, demasiados. Quizá nunca había visto tanto dinero junto en su vida y por eso mismo estaba sorprendida, temerosa quizá de su procedencia. Recordó entonces las palabras de Dimitri, respecto a su trabajo y a sus constantes viajes, no podría mentirle, ¿o sí? Se tranquilizó un poco, confiaba en él, habría tiempo para explicaciones en cuanto él llegara, ya habría tiempo para resolver sus inquietudes. Ya no rondaban preguntas, ni dudas, ni nada en su cabeza. Dormida, agotada, su mente estaba en blanco y así permaneció por un par de horas más. Llegaron entonces los sueños, imágenes coloridas dentro de la negrura de su imaginación apagada. Se encendía, se llenaba de paisajes conocidos, de paisajes desconocidos. Imaginaba con alegría el entrar nuevamente a la escuela con ayuda de su nueva vecina. La imagen del fénix gris surgiendo del libro, su propio cuerpo surgiendo de las cenizas. El ruido de los salones, de sus compañeros, el ruido del timbre del recreo, todo esto recorría su cabeza. Las clases, los libros, los juegos; imaginaba el salir de un edificio muy antiguo para encontrarse con Dimitri, quien la esperaba sonriente con un niño a su lado, una imagen borrosa de su hijo, fuera quien fuera. No lo recordaba, pero lo veía allí, en sus fantasías, y lentamente aquel niño y aquel sujeto y todo el paisaje comenzó a desintegrarse, a desmoronarse. Christine comenzó a despertar, sus ojos se abrían lentamente mientras el mundo de sus sueños se derrumbaba. Lo construiría, en la vida real, en donde no tuviese que despedirse de él cada mañana al salir de la cama."

Una pausa

Una pausa, para otro anochecer, para otro amanecer. Una pausa para otra mañana de lectura, de escritura compartida en la que personajes propios y personajes ajenos se encuentran, juegan, toman rutas distintas a las que originalmente se habían puesto en el papel. Puede pasar, cuando dos personas se encuentran en el momento justo, en el lugar exacto. Puede pasar, cuando dos historias a medias se mezclan y forman una sola, una completa. Puede pasar, cuando historias incompletas se dejan atrás y desaparecen con ella los miedos, las barreras. No hay barreras, ni límites que detengan lo que aquella mezcla puede desencadenar, lo que la justa combinación de locura y cordura puede generar. El frío de la mañana se va, el silbido de la brisa se detiene y por un momento se puede apreciar un verdadero silencio. Solo por un momento, el ruido del tráfico vuelve y las bocinas que avanzan torpemente en la distancia retumban con más fuerza. Ya no habrá silencio, no más. No queda otra opción distinta a salir de la cama, otra alternativa diferente a abrir las cortinas y devolver la claridad a la habitación en la que solo cuelgan luces de colores del techo. Ya habrá tiempo para leer, para escribir, para seguir con aquellas páginas que no quedarán pendientes, que no volverán a la repisa hasta que nuestros dedos pasen por la última hoja de papel. Afuera, más allá del cristal de la ventana, el cielo se encuentra encendido como en los más memorables atardeceres, da la bienvenida en cuanto se abren las cortinas. Bellos colores, tonos naranjas, amarillos y azules tan brillantes, tan limpios; una fotografía de otros días que se remplaza con un clic. Faltan algunos minutos antes de que el aire se llene de humo, antes de que la hora pico se lleve la pureza de la escena. Podemos disfrutarla mientras tanto, mientras dure. Con una taza de café humeante en las manos los segundos pasan, los minutos pasan. Con los ojos cerrados, con los sentidos abiertos, podemos pretender que el tiempo se detiene mientras cada sorbo nos despierta más, mientras cada sorbo nos saca del sueño. El tiempo no se detiene, el tic-tac proveniente del fondo de la habitación nunca se detiene en realidad. Quedan horas, en cualquier caso, para volver a la rutina y decir adiós a otra mañana como esta. Quedan horas, horas que pueden aprovecharse. El café se acaba, el humo proveniente de la taza desaparece. Ya más despiertos, las ideas fluyen nuevamente en un vaivén constante, van y vienen, van y vienen. Van de mi cuaderno a un cuaderno ajeno, de mi letra a una letra ajena, aquellas ideas mezcladas, entrelazadas, unidas por más que poesía o literatura cualquiera. ¿Qué las une? No hay respuesta, no una clara. El deseo de aprender el uno del otro quizá, de mejorar a partir del error. Un sueño menos literario quizá, el deseo de correr bajo la nieve y perderse tras un bosque deshojado, tras troncos y ramas desnudas que esperan al verano. Puede haber muchas razones, pero enumerarlas o intentar hacerlo desencanta. No hay que hacerlo, hay que dejar de contar con los dedos. Una ducha caliente para variar, para despertar el cuerpo, para llenar el cuarto de baño de vapor y dibujar tonterías en el espejo entre risas, entre bromas. Es mejor que la ducha helada de cada mañana, la que congela los huesos y hace desear acabar con brevedad. Fuera del cuarto de baño, ya secos, ya listos, retomamos el lápiz y el papel mientras recostados en la cama un plato de fresas entretiene el hambre. Su sabor envolvente, jugoso, en ayunas parecen aún más dulces y dan ganas de otra, y otra, y otra más. Quedan bastantes, para unos minutos más, para unas páginas más. Una página, dos o tres que pasan con mis manos, con sus manos, llenándose de la tinta propia y de la tinta ajena, de historias propias e historias ajenas, de historias colectivas que solo construye el tiempo y pulen los detalles. Vale la pena, valió la pena, despertar más temprano, para tomar una pausa antes de comenzar el día realmente. 

domingo, 22 de octubre de 2017

Favores

“Al llegar al quinto piso, las puertas del elevador se abrieron y ambas mujeres salieron de él rápidamente. Caminaron en dirección a la puerta del departamento 5A, en donde Christine descargó la caja frente al umbral, exhausta. Grace la miraba sin dejar de sonreír mientras buscaba en uno de sus bolsillos las llaves. En cuanto las encontró, se acercó a la cerradura y abrió la puerta. Christine se dispuso a levantar la caja, pero Grace la detuvo y se inclinó, la levantó ella misma con sus brazos delgados, con sus manos pequeñas, con sus dedos largos y llenos de anillos. Christine no dejaba de mirar a su nueva vecina llena de expectativa, segura de que ella representaba la solución a uno de sus asuntos pendientes. Feliz, ansiosa de tachar una cosa de su aparentemente interminable lista, se sentía dichosa y aguardaba al momento justo para actuar. La voz de Grace la sacó de sus ensoñaciones.

—No tenías que molestarte.
—Descuide. —Christine sonrió sin dejar de mirar los trazos sobre la caja que Grace llevaba en sus manos—. El mundo da muchas vueltas después de todo.
—Seguro que sí. ¿Se encuentra el señor Versov en casa?
—No está, pero en cuanto llegue le avisaré que preguntó por él.
—Oh, no es necesario. —Grace analizaba a Christine de arriba a abajo—. Es él un hombre afortunado al tener una sobrina como tú.
—Qué dulce, gracias.
—Solo digo lo que veo. —Grace descargó la caja junto a la puerta y se inclinó, rasgó la cinta que la envolvía para revisar su contenido sin dejar de mirar a Christine—. Tengo que organizar todo esto. ¿Qué harás tú al llegar?
—Necesito organizar muchas cosas también. Me quedaré en la ciudad por un buen tiempo después de todo.
—Pensé que estabas de visita.
—Es más una mudanza.
—Ya veo… —Grace sacaba de la caja revistas, libros, cuadernos; todo lo dejaba a un lado—. ¿Y tus estudios? ¿Acabaste ya la escuela?
—Todavía no. Es algo que necesito resolver rápido.
—En efecto, es una prioridad. —Con un cuaderno en la mano, Grace se quedó pensando por unos instantes y luego miró a Christine fijamente—. Ven a buscarme el lunes a esta hora…. Y llévate esto.
—Vaya. —Christine tomó el cuaderno en sus manos y se quedó analizando la portada. Un ave Fénix de tonos grises con sus alas extendidas surgiendo de un libro abierto, en donde estaban las palabras “Ex cinere” grabadas con tinta aún más oscura—. Es un hermoso dibujo. ¿Qué significa?
—Ex cinere, desde las cenizas. Es el logo de la Secundaria Harmont.
—¿Es francés?
—Latín.
—Se lo agradezco mucho.
—Descuida Christine. —Grace se levantó y estiró su mano para estrechar la de Christine—. Supongo que tenías razón.
—¿En qué?
—En que el mundo da muchas vueltas.

Christine estrechó la mano de su nueva vecina y se despidió, dándose la vuelta para marcharse. Caminó a través del largo pasillo mientras buscaba las llaves en el bolsillo de su chaqueta roja. Mientras lo hacía, sus dedos se cruzaron con el sobre que minutos antes había recibido en la recepción del edificio, lo había olvidado por completo. El saber nuevamente de Dimitri la llenó de emoción, de alegría. Dejó el sobre en su lugar y sacó las llaves. Estando frente al umbral del departamento 5B abrió la puerta y entró después de largas horas de caminata. Cerró la puerta tras de sí y corrió a su habitación, a su cama. Se desplomó sobre ella y se quitó los zapatos, lanzándolos por el aire. Ya cómoda, ya tranquila, tomó el sobre de su bolsillo y retiró cuidadosamente las estampas para poder leer la carta que este contenía. Un papel amarillento con una caligrafía impecable la sorprendió, una nota muy breve que leyó sin detenerse.

                “Christine,
Lamento tener que dejarte sola cuando acabas de llegar a un lugar desconocido, pero algo me dice que estarás bien, eres una chica fuerte después de todo. Volveré a la ciudad pronto, sin embargo, quiero que te adelantes a organizar algunas cosas por tu cuenta. En el armario, escondido tras la ropa, hay un maletín con algo de dinero, lo necesario para que renueves las provisiones de la alacena y para que consigas un teléfono también. ¡Es mucho más sencillo enviarte un mensaje que una carta desde aquí! Aliméntate bien, duerme y por favor, no te metas en problemas. No he olvidado lo de la escuela, prometo que al llegar lo resolveré. Un abrazo, pequeña.

Dimitri.”

Christine devolvió aquel papel amarillento a su sobre, se puso de pie y descalza caminó hasta el armario en su habitación, en donde comenzó a buscar el maletín que la nota había mencionado. Lanzó todo lo que encontró a su paso al suelo hasta que por fin sus manos dieron en el blanco, un maletín de cuero negro que se encontraba al fondo, muy bien escondido. Levantó todo lo que había tirado al suelo y cerró el armario, volvió a su cama y se sentó en ella con el maletín. Trataba de abrirlo, pero parecía tener una especie de seguro. Había un botón en uno de los costados, lo presionó y escuchó un clic proveniente del interior. Christine abrió el maletín y lo cerró inmediatamente, sorprendida, pues con una leve ojeada se dio cuenta de que había más de lo necesario para sobrevivir una semana.” 

martes, 10 de octubre de 2017

Correspondencia

“Christine volvió a casa muy tarde aquel día. Deslumbrada por las luces coloridas que titilaban sobre su cabeza, no quería dejar de caminar, no quería dejar de perderse en aquellas calles y callejones hasta que saliera nuevamente el sol. Ya cansada, ya con frío, decidió suspender su recorrido para ir a casa y descansar un poco, tendría tiempo para pasear después de todo. Se detuvo junto a una banca de madera que había en la calle que se encontraba y tomó asiento para consultar el mapa. Sentía la necesidad de confirmar el camino a casa antes de emprender la marcha. Tomó el mapa del bolsillo de su chaqueta roja y lo desdobló, ubicó rápidamente el lugar donde se encontraba lanzando una rápida mirada a una señal en un poste cercano. 371 Wooden Lane, ni idea. Al consultar aquella dirección en el papel arrugado, se dio cuenta de que no estaba muy lejos. Llegaría en 10 minutos. Dobló el mapa nuevamente, lo guardó en su bolsillo y sacó del otro una manzana, tenía hambre. Le dio una gran mordida, el sabor dulce recorriendo su lengua y empapando sus labios rojos la despertó, no había comido muy bien durante los días pasados y se sentía débil. Tendría que cambiar aquellos hábitos alimenticios si quería continuar con sus paseos, comer mejor. Otra mordida, y otra mordida que llenaba su boca de un sabor azucarado, su favorito. Christine se puso de pie y comenzó a caminar en dirección al departamento, sin dejar de morder la manzana de tanto en tanto hasta que solo quedaron los restos que lanzó a un cesto cercano. El viento soplaba suavemente, despeinaba su cabello esporádicamente lanzando mechones castaños sobre su rostro helado. Guardó las manos en los bolsillos de su chaqueta y apretó el paso, quería llegar ya. El tráfico parecía avanzar más despacio que ella, por lo que comenzó a reír y se llenó de gusto al no estar atrapada en un automóvil. Recordó como esa situación no era un problema en su viejo pueblo, donde las calles nunca se veían tan llenas. Tan tranquilo, tan distante, tan familiar. Christine sacudió su cabeza disgustada, un buen recuerdo no suele venir solo. Al cabo de pocos minutos pudo ver a lo lejos la fachada color ladrillo de su edificio y dio un gran suspiro. Estaba contenta, las tantas horas revisando aquel mapa habían servido para no perderse en su primer recorrido, eso era algo. En contados pasos llegó al umbral, abrió la inmensa puerta y entró a la recepción, en donde Mario se encontraba conversando con una señora. La analizó detenidamente, debía tener unos 40 años quizá. Lucía un lindo sombrero blanco que cubría su cabello ya color ceniza. No era muy largo, pero lo llevaba suelto; caía sobre su espalda, sobre la tela de su abrigo marrón que parecía muy cálido. Un pantalón negro cubría sus piernas y unos zapatos color crema sus pequeños pies, que movía de un lado a otro. En cierta forma, aquella señora desconocida le recordaba a la manera de vestir de su madre, exageradamente conservadora para su gusto. No cesaba de dar pasos en su lugar, inquieta, como si algo de lo que hablaba con Mario la llenara de ansiedad. Christine caminó hacia ellos en silencio, sin que ninguno de los dos notara su presencia. Al llegar a su lado, ambos dejaron de hablar y Mario se adelantó a saludar a la pequeña chica.

—¡Tengo buenas noticias Christine!
—¿Llegó Dimitri?
—No… Pero trajeron una carta de él esta tarde. —Mario se acercó a la mesa y tomó de ella un sobre amarillo—. Toma, es para ti.
—Te lo agradezco Mario —dijo Christine tomando entre sus dedos el pequeño sobre—, ya me estaba preocupando por él.
—Viaja mucho, no me sorprende. ¡Oye! —Mario dirigió su mirada a la señora desconocida—, supongo que ya debes conocer a tu nueva vecina.
—No he tenido el gusto, sabes que he tenido la cabeza en otra parte. —La señora desconocida clavó sus ojos verdes en Christine, quien también la miraba desde hace ya algunos segundos, llena de curiosidad—. ¿Nueva vecina?
—Así es. Me mudé hace unos días. Soy Christine Moore.
—Es un gusto Christine. —La señora estiró su mano derecha, y estrechó la pequeña mano de Christine con sus dedos largos llenos de anillos—. Mi nombre es Grace. No recuerdo quien vive en el 5B… ¿El señor Versov quizá?
—¡Precisamente!
—Entiendo. —Grace hizo una mueca de desaprobación—. ¿Él es tu padre?
—Oh, no. Él es mi… Tío. —Christine pasó saliva—. Ha sido muy amable al recibirme mientras estoy aquí en Chicago.
—En efecto, he escuchado del señor Versov. Es un gran sujeto sin dudarlo. —Grace consultó la hora en el reloj de su muñeca—. ¡Mira la hora! Ya debo ir a la cama. ¿No llegó alguna carta para mí Mario?
—Solo un paquete de tu trabajo. —Mario señaló una caja que se encontraba a un rincón en la recepción—. Pesa un poco, puedo subirla ahora mismo o mañana.
—Mañana estaría bien, entiendo que está algo tarde.
—Yo puedo ayudarla —dijo Christine rápidamente—, también voy para arriba.
—No es necesario pequeña, no quiero molestar.
—Sería un gusto ayudarla, descuide. —Christine comenzó a caminar en dirección a la caja—. ¿Vamos?
—¿Estás segura de que podrás con el peso?
—Solo hay una manera de averiguarlo. 

Parada frente a la caja de cartón, Christine prestaba especial atención a lo que había sobre ella. Estampas de todos los colores la cubrían, pequeños puntos sobre la superficie café y arrugada que expresaban fechas, lugares y paradas desconocidas. En letra grande y legible, estaban grabadas las palabras “Escuela Secundaria Harmont”. Sorprendida, abrió sus ojos de par en par. Fuera quien fuera su vecina, trabajaba para una escuela y eso podía ser algo a su favor. Sonrió y con ambas manos trató de levantar la caja. Era más pesada de lo que esperaba, pero pudo sostenerla y moverla de su sitio, llevarla hasta el elevador, en donde entró con Grace y presionó los botones para llegar al piso correcto. Feliz, dichosa, Christine pensaba que lentamente todo comenzaba a organizarse. Faltaba poco, para llegar al quinto piso de aquel edificio. Faltaba poco, para que las puertas se abrieran.”

domingo, 8 de octubre de 2017

Mapa nebuloso

“Así pasó un día, dos, tres días sin que Christine supiera nada de Dimitri, o de cualquier persona en realidad. Encerrada en el departamento, en su nuevo hogar, pasaba las mañanas enteras recostada hasta tarde, para luego comer algo y revisar el mapa de la ciudad hasta al anochecer, repitiendo el ciclo al despertar. Estaba obsesionada con la idea de que se perdería si salía sola, por lo que dentro de sus compras pasadas incluyó un mapa de Chicago que sin mucho detalle de lo que había exactamente en aquellas calles llenas de gente, le daba una idea de por dónde podía pasar y por donde no. Era todo lo que necesitaba saber, pensaba mientras hora tras hora pasaba sus ojos, sus dedos, por aquel papel viejo lleno de trazos, de letras, de números que quedaban grabados en su memoria. Habiéndose librado de una carga, sentía su cabeza despejada, su mente limpia, a la espera de nuevas cosas por vivir y por aprender. Un cuaderno en blanco por llenar, un lugar nuevo para conocer. Cuatro días después, sintiéndose lista por fin para poner en práctica lo aprendido tras horas de repaso, Christine decidió por fin salir a la calle. Se despertó muy temprano aquella mañana, tomó una ducha de agua caliente tan larga que llenó el cuarto de baño de vapor blanco y perfumado. El agua cayendo sobre su cabello, sobre su rostro, sobre su espalda enjabonada, los minutos pasaban hasta que decidió por fin cerrar la llave. Abrió la puerta de la ducha, tomó la toalla y comenzó a secar su cuerpo minuciosamente. Cuando creyó por fin haber acabado, envolvió su largo cabello castaño en la toalla y salió de la ducha. Inhaló profundamente, queriéndose llenar de vapor antes de abrir la puerta del baño y volver al frío. Christine giró la perilla de la puerta, la abrió y, nerviosa, corrió a su habitación en donde cerró la puerta de golpe. Todavía no se acostumbraba a la idea de que estaba sola, de que nadie la veía. Habiendo vivido toda la vida con sus padres, la sola idea de caminar desnuda por toda la casa le parecía alarmante. Se sentó sobre la cama ya más tranquila y desenvolvió su cabello, comenzó a secarlo delicadamente mientras pensaba a dónde iría al salir del edificio. Si bien recordaba muchas cosas de aquel mapa viejo, Christine sabía que la única forma de llegar a memorizar cada detalle era a partir de la práctica, de la experiencia. Tendría que salir más. Dejó de secar su cabello y se puso de pie para acercarse al cúmulo de bolsas que habían traído días atrás. Había en ellas ropa seca, ropa limpia. No quería volver a usar nada de lo que había traído de casa, de eso estaba segura. Ropa interior, un par de jeans azules y una chaqueta roja; Christine se miraba al espejo vanidosamente mientras se ponía cada prenda, sonriente. Al acabar, se dio la vuelta y consultó la hora en el reloj de pared: 3:16. Descalza todavía, tomó la toalla que había dejado sobre la cama y salió de su habitación para llevarla al baño, en donde el vapor había desaparecido y pudo ver su reflejo en el espejo que había allí también. No, no era solo vanidad. Christine no había visto su propia sonrisa en tanto tiempo, que el estar por fin tranquila y libre de todo remordimiento la llenaba de dicha, el verse y sentirse feliz la llenaba de dicha. Dejó la toalla en su lugar y salió del baño, caminó a la pequeña mesa y tomó de ella un par de manzanas, guardando una de ellas en el bolsillo de su chaqueta mientras le daba una gran mordida a la otra. Abrió las cortinas de la sala y se quedó mirando por la ventana, hacia la calle. El sol brillaba con fuerza, era un buen día para recorrer la ciudad. Terminó de comer la manzana con la vista clavada en el horizonte, para luego alejarse y lanzar las sobras en dirección al cesto de la basura. Tenía buena puntería, y lo confirmó una vez más al ver como daba en el blanco. Christine volvió a su habitación nuevamente y buscó bajo la cama una caja de dónde sacó un par de zapatos que se puso rápidamente, no había tiempo que perder. Guardó sus llaves y el mapa en el bolsillo vacío que le quedaba, salió de la habitación a toda prisa y frente a la puerta principal se detuvo un momento, pensativa. ¿Y si venía Dimitri? Podría avisarle a Mario, dejar un mensaje con él. Giró la perilla plateada y abrió la puerta de madera, salió del departamento y cerró la puerta tras de sí, sintiendo un escalofrío extraño al estar por fin fuera de casa. ¡Cuánto tiempo había pasado! El oscuro pasillo no se iluminaba todavía, las luces parecían estar dañadas. Christine caminó en dirección al elevador, llegó a la puerta y pulsó el botón. Esperó unos segundos antes de que el elevador llegara. Entró a él y presionó el botón del primer piso, las puertas se cerraron casi de inmediato. El descenso fue rápido, llegó al primer piso y al abrirse las puertas nuevamente vio a Mario parado frente a ella.

—¡Hola!
—¡Hola señorita Moore! —Mario dio un paso atrás, sorprendido—. Me da gusto verla. ¿Va a salir?
—Caminaré un rato, lo necesito.
—Eso está bien —Mario se retiró para dejarla pasar—. Es bueno que pasee un poco.
—¿Ha venido Dimitri Mario?
—El señor Versov no pasado por aquí desde la última vez que vino con usted. Ha de estar ocupado, pero descuide, si viene le haré saber.
—Te lo agradezco mucho. —Christine salió del elevador y comenzó a caminar en dirección a la puerta del edificio. Se dio la vuelta frente a ella y miró a Mario—. Si viene, dile que volveré al anochecer.
—Seguro que sí. —Mario se quitó el sombrero—. Tenga un buen día señorita Moore.
—Tú también Mario —dijo Christine entre risas—, y no me digas señorita Moore, solo soy Christine.
—Está bien, ten cuidado Christine.
—Lo tendré.

Siempre lo tenía, pensaba mientras abría la puerta y salía a la calle, en donde el ruido del tráfico moderado retumbaba como en cualquier otra tarde y le hacía olvidar sus pensamientos en segundos, la distraía. Con tantas personas, con tantos automóviles, con los rayos del sol sobre su rostro, sobre su piel, Christine comenzó a caminar, simplemente a caminar, sin saber hacia dónde se dirigía y con la esperanza de que, al llegar, supiera donde se encontraba."

jueves, 5 de octubre de 2017

Cenizas

“Una larga caminata por las calles llenas de personas que en el ruido se movían sin detenerse hacía que los minutos pasaran con rapidez. Diferentes rostros, cientos de ellos, avanzaban con destinos distintos sobre el pavimento frío, avanzaban en la oscuridad de las primeras horas de la noche mientras los últimos rayos de sol se despedían de la ciudad a lo lejos, muy lejos. Con las manos llenas de bolsas y cajas, Christine y Dimitri se acercaban el edificio 7153 después de haber recorrido diferentes tiendas y almacenes en busca de provisiones que ella necesitaría durante las primeras semanas. Lo cierto, es que la pequeña chica ocuparía un lugar antes vacío. Estaba cansada, pero no podía de dejar sentir alegría y una inmensa gratitud hacia quien caminaba a su lado, hacia el extraño ya no tan extraño, ya tan amigo, ya su protector. Intentando deshacerse de las últimas piezas de su pasado, Christine quería lanzar sus viejas pertenencias a la basura en cuanto llegara a casa. No, no a la basura, quería lanzarlas al fuego, que las llamas azules, amarillas y naranjas consumieran sus recuerdos, sus lágrimas, sus pesadillas. No quería ver más su vieja ropa, sus viejas fotos, sus viejos libros; las costuras de su pequeña maleta roja que toda su niñez la había acompañado. Todo eso podía irse, todo eso podía arder; si no lo necesitaba, ¿para qué conservarlo? Era un lastre, era un peso de más que pronto sería cenizas, cenizas que se lleva la brisa. Al cabo de unos minutos llegaron al umbral del edificio color ladrillo, exhaustos. El portero, Mario, se encontraba parado frente a la puerta mirando hacia la calle, distraído. Acomodó su corbata al notar la presencia de los dos nuevos visitantes y les dio la bienvenida con un ademán cortés. Mario comenzó a hablar con Dimitri, queriendo saciar su curiosidad respecto a quién era aquella chica. Ella por su parte no prestaba atención a las voces, seguía ensimismada y con la cabeza en otra parte. Cuando acabó la conversación, Mario abrió la puerta del edificio 7153 y recibió la carga que llevaban ambos. Los tres atravesaron el umbral y e ingresaron a calor y a la paz del edifico, dejando atrás el frío del exterior, el ruido del exterior. Se dirigieron al elevador, en donde la puerta se abrió al cabo de pocos segundos. Entraron a al elevador y las puertas se cerraron, llegaron al quinto piso rápidamente. Salieron de la caja metálica, caminaron hasta la entrada departamento 5B a través de un largo y oscuro pasillo. Frente a la puerta de madera, Dimitri recibió las cosas, agradeció a Mario por su ayuda y este se despidió con una sonrisa mientras regresaba al elevador. Christine llevaba las llaves, se acercó a la perilla y abrió la puerta rápidamente. Ambos entraron al departamento y Dimitri se apresuró a dejar todas las cosas sobre la pequeña mesa, cansado del peso que llevaba. Christine cerró la puerta y se acercó a una de las sillas para tomar asiento.

—Por fin en casa. ¡Qué gusto!
—Así se habla. —Dimitri sonrió—. Esta es tu casa después de todo.
—De verdad, tengo que pagarte algún día.
—No te pido que lo hagas, de verdad es un gusto ayudarte pequeña.
—Ahora, solo necesito resolver lo de la escuela. —Christine se puso de pie y caminó hacia su interlocutor—. ¿Sigue en pie lo que me dijiste de la amiga de tu amiga?
—Correcto. Le envié un mensaje mientras esperábamos en la fila para pagar. —Dimitri tomó su celular y revisó algunas cosas—. No obtuve una respuesta positiva, pero algo se me ocurrirá. Dame una semana.
—No te preocupes, ya haces demasiado y no te presionaría. Por mi parte, yo buscaré también una solución, no me quedaré de brazos cruzados.
—Me gusta tu actitud. Todo estará bien.
—Todo estará bien.
—¿Sabes? —Dimitri comenzó a mirar a su alrededor—. A este lugar no le vendrían mal unos muebles, o una silla más cómoda que la que tienes en este momento.
—Lo sé… —Christine se acomodó en su silla y rio—. Yo me encargaré de eso. No quiero darte más problemas.
—¡No lo haces!
—No quiero llegar a hacerlo, por eso, déjame encargarme de lo que queda para hacer de este departamento un lugar para vivir.
—Está bien, si tú lo dices. —Dimitri se encogió de hombros mientras revisaba nuevamente su celular—. ¡Mira la hora! Tengo que irme, mi hijo debe estar en casa ya.
—Entiendo… Espero que te vaya bien.
—¿Te quedas aquí? ¿No quieres venir y conocerlo?
—Hoy… —Christine hizo una mueca de disgusto—. Hoy paso. Quizá otro día, fue una larga caminata y quiero dormir.
—Te entiendo, lo necesitas. —Dimitri besó la frente de Christine y la abrazó suavemente—. Descansa Christine.
—Descansa Dimitri.

Sentada en aquella incómoda silla de madera, se quedó viendo a su protector mientras este se acercaba a la puerta, mientras este giraba la perilla, mientras este atravesaba el umbral y se iba, dejándola sola en el silencio del departamento. ¡Cuántas ganas tenía de ir con él con tal de no quedarse sola! ¡Cuántas ganas tenía de decirle que se quedara un poco más! Tenía que acostumbrarse, al silencio, a la soledad. Había dejado atrás la compañía de su familia mucho antes de irse de casa, ¿qué era diferente ahora? No se iba a quebrar. Respiró, recobró la calma y se puso de pie para ir a la habitación, en donde su maleta roja reposaba sobre la cama. Recordó sus pensamientos previos, la idea de ver las llamas coloridas lamiendo la tela roja, quemando la ropa, los libros que allí guardaba. Una pequeña porción de su pasado y en realidad lo único que le quedaba de él, se imaginaba desprendiéndose de él tan rápido que su corazón se aceleraba, latía con más fuerza. ¿Qué haría? Su padre, su madre, su vida antes de marcharse, ya no la quería. Se sentó en la cama, tomó la maleta con sus suaves dedos, con sus pequeñas manos. La aferró a su cuerpo, comenzó a llorar mientras abrazaba su maleta y se despedía entre sollozos de su madre, de su padre, de sus buenos recuerdos que desaparecerían. Pasó un minuto, pasaron dos minutos, pasaron tantos minutos mientras ella, abrazada a los restos de su pasado, buscaba un mejor presente, buscaba de un mejor futuro.”

martes, 3 de octubre de 2017

Una nueva vida

“Fuera de unas sillas de madera, una pequeña mesa y una cama muy sencilla, no había ningún otro mueble en el departamento 5B. Faltando pocas horas para que saliera el sol nuevamente, Christine se imaginaba el amanecer lejos de casa mientras recostada sobre la fría madera miraba a través de la ventana, en dirección a los tejados, a los árboles, a las calles todavía iluminadas por los tonos tenues de los faroles encendidos. Tan diferente a su pequeño pueblo, tan acostumbrada a un paisaje distinto, a una vida distinta. Se preguntaba en qué momento había cambiado todo, en qué momento tantas sacudidas desmoronaron la tranquilidad que antes tenía. Cerró los ojos, recordó a su padre y la última conversación que puedo tener con él antes de que simplemente dejó de recordarlo. Pensó en su madre, en la despedida sin despedirse que tuvo antes de marcharse. Todo estaba mal, tenía que volver y lo sabía. ¿Pero qué encontraría al volver? La misma realidad, y no la fuerza de antes para enfrentarla. En pleno vuelo era imposible ya dar marcha atrás, eso lo sabía bien. Christine abrió los ojos y se puso de pie, entró a la habitación en donde una cama con un delgado colchón se encontraba. No se veía muy cómoda, pero después de tantas cosas que habían pasado estaba segura que hasta en el suelo se quedaría dormida. Dejó su maleta a un lado, se quitó los zapatos y dio un salto hacia el colchón, era sorprendentemente más suave de lo que esperaba. Cubrió su cuerpo con las suaves cobijas y por un momento se sintió en casa nuevamente. Era un nuevo comienzo, ¿por qué no podía serlo? Una nueva oportunidad, una nueva vida. El extraño que ahora la ayudaba le recordaba a su padre, a la dedicación y ternura que mostraba en su familia antes del juego, antes de la tragedia, antes de que olvidara quien era. Ella misma lo olvidaba, lo olvidaba segundo a segundo que pasaba. Lloraba, se desahogaba, las lágrimas caían sobre la almohada mientras ella pasaba sus manos por su cabello, mientras trataba de recordarse que ya pronto sería un nuevo día, que ya lo era, que la oscuridad se iría y llegaría la luz. Entre sollozos, entre palabras de aliento propias, Christine se quedó dormida. Un sueño tan profundo que no interrumpió la luz del sol entrando por la ventana, que no interrumpió el sonido los golpes en la puerta. Agotada por el largo viaje, por las emociones vividas, por pensar en qué haría y sobre todo por mantenerse tantas horas despierta antes de rendirse definitivamente, pasaban las horas y ella no despertaba. Christine abrió los ojos a las 5 de la tarde, casi 13 horas después de haberlos cerrado en la madrugada. Desorientada, se levantó de golpe y buscó sus zapatos bajo la cama. Se los puso, corrió hacia la puerta de madera y después de abrirla salió de la habitación, para encontrarse con Dimitri quien asomado por la ventana hablaba por teléfono. Al percatarse de la presencia de la pequeña chica, colgó la llamada y le sonrió mientras se acercaba.

—¿Dormiste bien pequeña?
—Bastante. En serio te lo agradezco.
—Descuida. —Dimitri se acercó a la pequeña mesa y tomó de ella una taza que extendió a su invitada—. Toma. Quise despertarte antes, pero parecías muy cansada.
—Lo estaba. —Christine tomó la taza con sus delicados dedos mientras sonreía con alegría—. Gracias, me encanta el café.
—A mi hijo también, yo no soy un fanático en realidad. ¿Qué vas a hacer hoy?
—No estoy muy segura, necesito un mapa de la ciudad y encontrar lo que necesito.
—¿Qué necesitas?
—Un trabajo.
—Olvida eso por ahora. —Dimitri meneó la cabeza—. ¿Tienes 15 no?
—Sí.
—Bien, olvídate de eso entonces. Por ahora necesitas estudiar.
—¿Y cómo lo haré sin dinero para pagarlo? —Christine hablaba con ironía en su voz—. Eso no es posible y lo sabes.
—Tengo una amiga de una amiga que puede ayudarte a entrar a una escuela local, eso es lo de menos.
—¿Lo dices en serio?
—Es en serio. —Dimitri sonrió—. Tú déjame ayudarte.
—¿Por qué lo haces Dimitri?
—Me nace hacerlo. Me recuerdas a alguien.
—¿A tu hijo?
—Sí… —Dimitri pasó saliva—. A él. Vamos, necesitaremos organizar este lugar si vas a quedarte aquí un tiempo.
—Seguro… Seguro.

Ambos se acercaron a la puerta y salieron del departamento, bajaron las escaleras y llegaron a la recepción. Al salir del edificio, los tonos naranjas del atardecer ya empezaban a adivinarse en el cielo. Un nuevo paisaje para los ojos de Christine, un paisaje tan común para Dimitri; ambos caminaban entre la multitud de personas juntos, hacia adelante, con la idea de que estaban en buena compañía. Christine ya no pensaba en sus padres, en los recuerdos que al amanecer le robaban el sueño. Los había dejado ir con las horas, con las lágrimas, los había dejado en aquella habitación de la que había salido, y estaba segura de que al volver, ya ni la sombra de estos quedaría.”

lunes, 2 de octubre de 2017

Aquella puerta

“Una suave voz la invitaba a despertar, y como una niña pequeña se rehusaba a la idea de abandonar sus ensoñaciones. Imaginaba, casi sentía su cuerpo recostado sobre la suave tela de las cobijas en su habitación, sus dedos acariciando aquellas coloridas figuras mientras en el silencio una risa, su propia risa, parecía ser lo único que quería escuchar. ¿Era ya de día? No quería ir a estudiar después de un sueño como el que había tenido. ¿Una pesadilla? Apretó sus ojos y los abrió nuevamente. No estaba en casa, no estaba en cama; estaba en el taxi al que había subido con un extraño que la había protegido minutos atrás. Todo era real, todo había sucedido. El autobús a la ciudad, los sucesos en la terminal, el estar ahora en camino a…. ¿Dónde? Christine miró a Dimitri y este parecía ensimismado mirando a través de la ventana del taxi. Él no parecía siquiera notar la mirada inquisitiva de la pequeña chica que, cansada, bostezaba y sacudiendo sus piernas denotaba su impaciencia.

—¿Falta mucho?
—Tres minutos. —Dimitri consultó el reloj en su muñeca mientras analizaba el paisaje afuera—. Quizá menos.
—¡Qué largo recorrido! —Christine bostezó nuevamente mientras estiraba sus cortos brazos—. ¡Cómo desearía dormir!
—Pronto acabará. Debes estar cansada por… Todo lo que ha sucedido. —Dimitri aclaró su garganta y cambió el tono de su voz, sin dejar de mirarla a los ojos—. ¿Cuál es tu plan ahora Christine?
—¿Mi plan?
—Sí, tu plan. Ya estás en Chicago, ¿qué piensas hacer?
—Buscar un trabajo… Rentar un departamento… Empezar de nuevo.
—Tienes ambiciones grandes para ser tan pequeña.
—Eso no es precisamente un cumplido.
—No esperaba que sonara como tal. —Dimitri rio—. Conseguir un trabajo con tu edad no será tan fácil.
—Algo se me ocurrirá. —Christine se encogió de hombros y frunció el ceño—. No me rindo tan fácil.
—Seguro… Seguro que sí. —Dimitri no dejaba de menear la cabeza—. Dime algo Christine, ¿te fuiste de casa?
—Sí.
—Bien, creo que lo más lógico sería llamar a tus padres en este momento y decirles que estás en Chicago. Deben estar muy preocupados, ¿no crees?
—La verdad, no lo creo.
—Puedo llamarlos yo si no quieres hablar con ellos.
—Puedes intentarlo, ninguno de los dos tomará el teléfono.
—De acuerdo… —Dimitri suspiró, aquellos comentarios y afirmaciones lo intrigaban—. Explícame que sucede Christine.
—¡Estaba cansada de la vida con mis padres, es todo! —Christine sentía un dolor indescriptible al tocar o siquiera recordar los motivos que la habían llevado a irse, por lo que optó por enmascarar aquella historia… Era un nuevo comienzo después de todo—. No poder salir hasta tarde, reglas por todas partes, ¡estaba harta! —Una punzada helada recorrió su pecho, pasó saliva para recuperar el control—.  Ellos se fueron del país y yo vine a esta ciudad.
—¿Se fueron? ¿Así como así? —Dimitri dudaba—. No suena muy…
—No me importa si me crees o no Dimitri. —Christine lo interrumpió—. De verdad aprecio mucho tu ayuda, pero no voy a dar un paso atrás en esta decisión que he tomado.
—Está bien, si estás tan segura adelante. —Dimitri sonrió, resignado—. Te ayudaré en lo que necesites.
—¿Lo dices en serio?
—Si no lo hago yo, ¿quién lo haría?
—No tienes ninguna clase de obligación y…
—Tranquila, es un gusto hacerlo. —El taxi se detuvo y las luces en el interior se encendieron—. Ya llegamos.

Dimitri pagó el taxi y abrió la puerta, salió del vehículo mientras Christine no se movía de su lugar, mantenía la cabeza baja y se aferraba a su pequeña maleta roja. Tratando de animarla, Dimitri se devolvió un momento y pasó sus dedos por el delicado rostro de la pequeña chica, removiendo los mechones de cabello castaño que caían sobre este. Ella pareció reaccionar ante este gesto, y levantó la mirada para encontrarse con la del extraño que era ahora a la única persona que conocía. Christine bajó del taxi y preguntó dónde estaban. Dimitri solo señaló el letrero sobre el umbral del edificio color ladrillo: 7153 State. Se quedó hablando un momento con el taxista mientras la pequeña chica se acercaba al edificio.

—¿Aquí vives?
—Este es mi departamento. —Dimitri abandonó el taxi y se acercó a Christine—. Yo vivo en una casa cerca de aquí.
—Yo no podría darme el lujo de tener dos casas. —Christine rio—.
—No es un lujo, aquí solo vengo de vez en cuando, es para las visitas.
—¿Te visitan mucho?
—Si… —Dimitri se quedó pensando—. Mi trabajo lo requiere.
—¿En qué trabajas?
—Importo materiales de construcción.
—Suena bien.
—Lo sé, es un negocio gratificante.
—Entonces, —Christine miró nuevamente hacia la fachada del edificio—. ¿Puedo quedarme aquí por esta noche?
—Quédate mientras resuelves tus asuntos. No tendré visitas por lo pronto.
—De verdad no tengo palabras para agradecer lo que estás haciendo.
—Mira pequeña, yo también sé qué es… —Una melodía proveniente del bolsillo de Dimitri interrumpió sus palabras, y sin tomar la llamada prosiguió—. Tengo que irme ya. Es el 5B. ¡El portero te guiará! —Dimitri se acercó al taxi nuevamente sin volver la mirada y se subió. Cerró la puerta y al cabo de unos segundos el rechinido de las ruedas y el ruido del motor se perdieron en la distancia, volvió el silencio a aquella calle vacía en donde una chica, de pie frente al umbral del edificio color ladrillo, se preguntaba si debía o no abrir aquella puerta.” 

domingo, 1 de octubre de 2017

Domingo por la mañana

Era hoy, domingo por la mañana, 122 días después de la última nota pública y 153 días después de aquel fragmento, el vigésimo primero de una historia cualquiera en la que buscaba representar más que solo un producto de mi imaginación. Ha pasado mucho tiempo, han pasado muchas cosas; los cambios sobrevenidos durante tantas semanas han sido bastantes y sin embargo puedo decir con alegría que estoy bien, que avanzo sin tropezar y que el camino se ve despejado, claro. Siempre lo fue, eran los paisajes en los alrededores que me despistaban, eran espejismos y problemas creados por mi propia cabeza que me distraían. No por eso cambiaría la ruta, no por ello olvidaría mi objetivo. Lejos de casa, releía la copia física de aquella historia sentado sobre el sofá de cuero que se encuentra en la sala. No creía tener que revisarlas de nuevo y me veía devolviéndome sobre mis propios pasos, corrigiendo tonterías y errores que mi cabeza cansada y distraída había pasado por alto meses atrás, durante el desarrollo propio de la historia. Un tachón, dos tachones, una nota de un color distinto y una letra distinta; los segundos pasaban y los primeros rayos de sol aparecían, cubrían la ciudad, revelando un azul tan claro y tan limpio. Abandoné la lectura y me acerqué a la ventana para abrirla, para asomar mi cabeza y sentir el aroma de la brisa de la mañana. Es un gusto aprovechar el amanecer antes de que se llene del humo de los vehículos, aprovechar el amanecer antes de que se llene de nubes, de nubes que van y vuelven dejando entrever el azul claro de tanto en tanto. La vista era mejor que desde donde la veo cada mañana, eso es un hecho; las luces del alumbrado público comenzaban a apagarse en la distancia hasta extinguir completamente sus destellos blancos y amarillos. Con los ojos cerrados, ignoraba el tiempo, ignoraba todo; la brisa que llega a la ventana enfriaba mis manos, mis mejillas. Dejaba que los minutos pasaran antes de volver a la realidad, antes de poner los pies en la tierra nuevamente y dejar de fantasear con una vista diferente. Escuché a una voz que me sacó de mis ensoñaciones, una voz suave que parecía tararear una melodía conocida. Me di la vuelta y vi a aquella chica sentada en el sofá con el cuaderno en sus manos, releyendo y tachando sin siquiera prestarme atención, perdida en su tarareo y en la lectura. ¡Qué facilidad tienen algunos para ensimismarse! Ignoraba el momento en el que llegó allí, no escuché pasos; sus pies descalzos se escondían bajo sus piernas y la tela cálida de su pijama colorida. Sigilosa, como un gato, y explosiva también. Cerré la ventana de golpe y el estrépito causado puso fin a la melodía proveniente de sus labios rosados. Volvió en sí, lanzando el cuaderno por el aire mientras me miraba con hostilidad y gritaba molesta.  Ahí estaba ese lado. Me alejé de la ventana para acercarme al sofá y levantar el cuaderno que había caído, sin dejar de reír ante los ojos brillantes que gradualmente recuperan la calma, la tranquilidad. Al levantar el cuaderno, lo dejé nuevamente en sus pequeñas manos y me senté a su lado. Comenzamos a leer, a rayar; volver sobre aquellos pasos parecía tan fácil, tan sencillo. Así pasó una hora, quizá poco menos de una hora, antes de que un estomago rugiendo interrumpiera la lectura. Una pausa, para algo de comer, para una taza de café mientras se habla no de lo que está mal, sino de lo que está bien. Ella abandonó el cuaderno sobre el sofá y se puso de pie para correr a la cocina, mientras yo me levantaba para ir al balcón y asomarme por él. Momentos después, el aroma a café inundaba el departamento. Ella se acercaba con dos tazas humeantes y una sonrisa en su rostro, sus ojos brillantes. Allí, con el silbido de la mañana, me encontraba viviendo las páginas de mi propia historia escuchando su voz, su cálida voz que me invitaba a continuar, a no parar de escribir, a no dejar las cosas a la mitad mientras extendía una taza frente a mí. Una sola opinión no podría desmoronar lo construido, después de todo. Tomé la taza entre mis manos y dejé que el sabor del café me despertara. Las nubes grises comenzaban a aparecer entre sorbo y sorbo, entre palabra y palabra que salía de su boca y de mi boca. El café se acaba lentamente, nos alejamos del balcón y volvimos al sofá, en donde la conversación siguió por algunos minutos más. Tomé el cuaderno y lo abrí en la última página que había escrito, en la última nota que había dejado allí. Había demasiados tachones y poco espacio, sería necesario empezar de nuevo. Arranqué las páginas que había escrito, tomé la pluma y lentamente comencé a transcribir, esta vez teniendo en cuenta los tantos tachones, teniendo en cuenta las notas dejadas por aquellas manos ajenas. Su letra era notoriamente distinta a la mía, trazos delicados que indicaban un error, un problema, algo que tenía que modificar o reestructurar. Me quedé allí sentado por varios minutos, mientras una mirada furtiva analizaba el movimiento de mis ojos, de mis manos sobre el papel. Hizo una mueca, se puso de pie y volvió a la cocina. Ignoro cuanto tiempo pasó entre el momento en que se marchó y el momento en el que un agradable aroma puso fin a la transcripción. Un buen desayuno, una buena compañía, para vivir lo que había soñado acerca de un domingo en la mañana. 


Una versión corregida, antes de poner las cartas sobre la mesa nuevamente.