martes, 21 de noviembre de 2017

Esqueletos

Se ralentizaban los segundos, cada uno de ellos que pasaba con el vehículo en movimiento y la cabeza en otra parte, con la cabeza girando en un espiral, bailando con la melodía que no se detiene. No dormido, no inconsciente, pues los ojos estaban abiertos, alerta, contemplando la escena que mutaba constantemente con ambas manos en el volante. Los edificios pasaban, las señales de tránsito se quedaban atrás y pronto ya no quedaban ladrillos, ya no quedaba cemento, ya no quedaba ciudad, solo montañas negruzcas en la distancia y el verdor de los pastizales cubiertos por la neblina blanca.  Apagó el motor, el ronquido de los engranajes se cortó de pronto y volvieron los grillos, el silbido de la brisa, el ruido de la noche. Observó por la ventana, hacia los campos, en donde los brotes altos se sacudían, danzaban, invitándolo a perderse en ellos, como en los viejos tiempos cuando corría y se escondía en la maleza sin medir el tiempo, sin ganas de volver a casa. Abrió la puerta, bajó del vehículo y cerró la puerta de golpe, comenzó a caminar hacia los pastizales, mientras la neblina parecía avanzar hacia él, rodearlo con sus tonos claros. Lo abrazaba, como un espectro con aroma a rocío, cuyo aroma se hacía más fuerte con cada paso que se daba. El sonido de los grillos aumentaba de volumen, saltaban bajo las suelas de sus zapatos. Sus pies aplastaban los pequeños brotes mientras quitaba los más grandes con sus manos, tratando de despejar el camino y ver lo que había más allá de ellos. Más hojas, más ramas, más y más ramas, como antes, como siempre. Se sentó un momento, cansado, considerando la idea de devolverse y detener aquella locura, aquella búsqueda en la que no encontraría nada. No había nada sobre ese campo que le fuera útil, todo estaba bajo él. Cientos de esqueletos enterrados por las mismas manos, acumulados a través de los años en un intento por recordar el sendero correcto, cuando la toxicidad de aquellos recuerdos enterrados era aquello que enfermaba las raíces, que opacaba las ramas, que marchitaba las hojas. Desde abajo, desde el interior, era el veneno disfrazado de cura, un acto heroico convertido en la propia ruina. La enfermedad autoinducida, la laceración propia, tantas metáforas para definir el acto patético de vivir en el ayer, con los esqueletos que nunca debieron enterrarse, con los esqueletos que debieron arder en el fuego. Se miró las manos, las cicatrices de las quemaduras causadas cuando quiso rescatarlos, cuando se rehusó a perderlos… Ahora todos ellos estaban allí, recordándole a gritos que no se irían hasta que no cerrara la puerta. No se irían alejándose de aquel campo, no se irían subiéndole el volumen a la música, las voces estaban allí recordando el hambre, la sed, el frío que causaba su presencia. Uno de ellos, uno de nosotros, no podría, no lo permitiría. ¿Y cómo salir? Si volvía allí cada noche, al quedarse dormido, a repetir la misma escena día tras día de encontrarse con los espectros cara a cara para una cita a la media noche. Tenía que despertar, pero no del sueño, despertar de verdad. Encerrar aquellas imágenes y no bajo sus pies, deshacerse de ellas como debió hacerlo cuando la primera apareció, cuando la primera cadena se forjó. Sus ojos comenzaron abrirse, muy lentamente, mientras los campos de desvanecían, mientras las hojas se iban, mientras la bóveda de sus sueños se desmoronaba. Estaba en su habitación, una mañana cualquiera, con las paredes de su habitación llenas de fotografías. Pronto se irían, al igual que los esqueletos.

martes, 14 de noviembre de 2017

Lo que dijeron

Encuentros con el humo, mientras la lluvia cae y las palabras fluyen, mientras los pasos bajo los árboles de un parque lejano se hacen lentos y dejan que el agua helada empape el cabello, la ropa, los rostros cansados que avanzan sin detenerse por una calle llena de altos edificios. El verdor era lentamente remplazado por el gris, por el negro, por los tonos sucios de los grandes ventanales en donde rostros desconocidos se asomaban para observar la atmósfera oscura que cubría la ciudad. Los colores se habían ido, y eran solo las luces de los miles de anuncios las que pintaban de alguna forma el paisaje. Mensajes de todo tipo: lleve esto, compre aquello, deshágase de eso, renueve lo otro; deje a un lado la duda y olvide la amargura, dele color a su día con cualquier cosa material que de seguro encontrará aquí. Eran casi todos iguales, los anuncios que brillaban en la distancia. Se escuchaban los gritos de los vendedores, sus voces nerviosas, repitiendo la misma frase una y otra vez. Truenos ensordecedores retumbaban aún más fuerte, tras las montañas, acompañaban al murmullo de las personas y las bocinas que se movían en ese lugar. Los minutos pasaban, por el rostro corrían las gotas que caían de las nubes y se llevaban el sudor, se llevaban la percepción del tiempo. El ruido disminuía, las personas se alejaban, los vendedores se refugiaban, pronto el sendero se encontró desierto. Era posible estar tranquilo, era posible disfrutar el sonido de lluvia golpeando los tejados, las ventanas, las copas de los árboles que de tanto en tanto nos refugiaban, que por escasos segundos nos cubrían del agua. Un minuto, dos minutos de anécdotas, de opiniones, de discusiones basadas en lo que sucedía a nuestro alrededor, en el paisaje húmedo y frío que nos rodeaba. Percepciones similares, en algunos casos, opiniones causales de risas y burlas. Gustos parecidos, también, el brillo en los ojos causado por los tonos naranjas y negros de la época, del día en el que estos eventos sucedieron, por ejemplo. No por los dulces, sino por una noche que parece más larga y oscura. Faltaba poco para llegar al final del recorrido, para decir adiós y tomar un rumbo distinto. Caminaba junto a la representación de un personaje conocido sin excusas para hacer tiempo, solamente contento de haber podido decirle precisamente eso, revelar esa extraña casualidad, la coincidencia de eventos entre un personaje hecho de tinta y un personaje hecho de carne y hueso. Dos personajes fuertes, dos personajes decididos, dos personajes que saltaron entre tiempos a causa de eventos cualquieras, madurados por la vida como suelen decir algunos. El camino nunca es igual para nadie, por lo que encontrar pequeñas coincidencias como estas en alguien que aprecio es grato. Conozco demasiado bien al personaje que baila en el papel, pero la persona que avanzaba a mi lado era, es y seguirá siendo un enigma, un misterio indescifrable. Quizá para mí, quizá para algunos, quizá para todos. Cada persona es distinta y eso lo sé bien, cada cabeza refugia diferentes historias. Cada cabeza refugia diferentes voces, que aun estando en la cima no se detienen y retumban aún más fuerte que los truenos pasados, pero una conversación con la persona correcta, una canción que haga que vibren las paredes, una caminata bajo la lluvia helada, cosas como estas puede hacerlas inaudibles por un momento, imperceptibles por un rato. De eso se trata, pues quizá nunca desaparezcan, seguirán dando vueltas. Opacarlas de la mejor manera es subirle el volumen a la melodía en la cabeza que recuerda que todo estará bien. Así, con el tiempo, apenas se recordará lo que aquellas voces dijeron.

domingo, 12 de noviembre de 2017

De hojas y ramas

La semana no acaba, pues apenas comienza. Los días pasados fueron días diferentes, días cortos en los que escuchar se volvió mejor que hablar, en los que leer se volvió mejor que escribir, en los que dejarse llevar se volvió mejor que nadar en contra de la corriente. Un respiro, una pausa, un descanso mientras se suben las escaleras que llevan al cielo, las escaleras que llevan a la utopía personal. Es esa utopía la que motiva a salir de la cama, la que estando entredormido lleva a abrir las cortinas muy temprano en la mañana para disfrutar del amanecer antes de que sus colores se opaquen por el humo, de que se escondan tras el polvo de una ciudad que despierta un domingo cualquiera. Hoy despierta más tarde, hoy la ciudad se queda en cama por algunas horas mientras individuos más activos toman sus bicicletas, ruedan sin control alguno por las calles vacías, aunque llenas de huecos y charcos, los restos claros de la lluvia pasada y del desorden administrativo pasado también. Puedo verlas, a todas las bicicletas brillantes que pasan frente a mi ventana. Tantos colores, tantas ruedas girando a toda velocidad y perdiéndose más allá de los árboles, de las montañas, de los tejados de las casas que se ven desde mi posición. Una buena vista, un buen paisaje, un buen lugar para despertar y comenzar el día. Al abrir la ventana, al mover el cristal, entra la brisa fría colmada del aroma a rocío. Los sonidos se vuelven más claros, el aparente silencio de la ciudad parece real mientras solo se escuchan las aves silbando, mientras solo se percibe el murmullo de las hojas sacudiéndose con el viento, siendo arrancadas de sus ramas, volando por ahí y perdiéndose en el cielo hasta tocar su destino final. Qué tan fuerte ha de soplar, para arrancar hojas todavía verdes, todavía vivas. Han de irse solo las hojas secas, las hojas marrones, pero la brisa no distingue colores y solo se lleva lo que encuentra, aquello que nunca estuvo aferrado realmente. Suficiente del murmullo, de ver hojas volando por ahí; el tiempo apremia, el tiempo se acaba. Me alejo de la ventana, la dejo abierta; la promesa de no volver a cerrarla por abrir una puerta ha de mantenerse. El solo mirar hacia afuera basta para recordar aquella promesa, basta para recordar la ruta, para organizar las ideas. Y para hacerlo, para mirar hacia afuera, hay que dejar entrar la luz, quitar las barreras. En una habitación oscura, aislada, no puede haber fuego, no puede haber vida. En una habitación llena de pendientes, de las palabras que nunca se dijeron, no puede nacer nada nuevo. Abandonarla no es tampoco una opción, correr nunca lo ha sido. Quedarse allí es la respuesta, la decisión final, barrer los destrozos de otros tiempos para así despejar el camino. Decir las palabras que nunca se dijeron, enviar los mensajes que nunca se enviaron, vaciando así la maleta y haciendo más fácil el recorrido. Sin vidrios rotos, sin clavos desperdigados que retrasen el avance, una pista libre para despegar y perderse entre las nubes grises con la esperanza de que algún día vuelvan a ser blancas. No habrá que volver a aterrizar en el mismo lugar dos veces, no hay que volver, ese nunca fue el plan. La cuenta regresiva sigue mientras un domingo cualquiera la semana comienza, mientras con un nuevo teclado se le da la bienvenida a una nota más, a una página más. Una página nueva, una que crece en las ramas de donde alguna vez cayeron tantas hojas.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Desde otro lugar

Escribo desde otro lugar, lamentablemente mi antiguo teclado ya no funciona. Después de numerosos accidentes que pudieron evitarse con un poco más de cuidado, conseguir uno nuevo se vuelve ahora una necesidad, mas no inmediata, puede esperar algunos días y así lo ha hecho. Hay otras prioridades, otras cosas en la lista de pendientes. Este suceso no significa dejar de escribir, dejar las cosas tiradas a la mitad del camino; al fin y al cabo, para escribir solo se necesitan las ganas, así sea en un pedazo de papel cualquiera. ¡Cuántas no ha habido ya de este tipo! Notas al azar en cualquier parte, en cualquier lado. Desde servilletas amarillentas hasta el más blanco papel, desde arrugadas páginas hasta impecables y lisas hojas coloridas. Recopilarlas todas sería una interesante actividad, atar cabos sueltos de los que no se esperaba más que matar el tiempo, sacar la basura. Sin embargo, muchos de esos fragmentos ya no existen, se han perdido, han ardido entre llamas amarillas y azules. Se convertido en negruzca ceniza que ya no significa nada, que ya no representa nada más que sobras, desechos. Las que no ardieron, las notas que se quedaron, los fragmentos que sobrevivieron, se encuentran refugiados en un cajón bajo llave, donde solo un par de ojos podrían verlos de nuevo. Es posible sacarlos de su escondite, pero por ahora, es temprano para que vean la luz nuevamente, la misma que vieron cuando la tinta quedo grabada en ellos. Por otro lado, fuera de la bóveda en la que reposan aquellas historias, hay vida, mucha más de la que podría haber encerrada en la oscuridad. En el papel avanzan, sobre el papel se mueven, aquellos personajes de otros días, aquellos recuerdos de otros años. Relatos escondidos que bajo el cielo negro parecen dar color a la habitación, parecen devolverle el calor mientras la lluvia helada y el granizo blanco cubren las calles por completo, mientras el silbido de la brisa fría se escucha más allá del cristal de la ventana como si esta tratase de entrar. Golpea el cristal, una y otra vez, un murmullo constante que no se detiene con los minutos, con las horas. Una, dos, tres horas en el mismo lugar, dando vueltas en la silla. Las horas pasan frente al escritorio de madera, con un bolígrafo jugueteando entre los dedos, con las ideas organizándose al ritmo de la música, esa que opaca el silencio y se sobrepone al murmullo de la ciudad. Es un poco más lento el proceso, este de escribir a mano, pero el tener una copia tangible sigue siendo una mejor opción. Un cuaderno, un libro, lo que sea que no desaparezca con presionar un botón; opciones más atractivas, aunque no más eficientes en términos generales. Sacrificar la eficiencia por la tranquilidad de que nada se va a perder, sacrificar la rapidez por la sensación de tener el lápiz en las manos y tachar palabras, borrar caminos; una sensación más real de tener el control de la historia al hacer y deshacer físicamente lo que sale de la cabeza.