Antes, meses antes, el lugar que
frente a mis ojos se presentaba era completamente distinto al que hoy se veía. Antes, un lugar oscuro lleno de destellos blancos, amarillos; los focos
rojos en la parte trasera de los automóviles que frente a mí avanzaban, que
junto a mí pasaban haciendo crujir las ramas viejas en el camino con sus ruedas
gruesas y oscuras, polvorientas, marcadas por el vidrio de viajes pasados. Pasaban, uno a uno, sin detenerse o siquiera notar la presencia de las personas que caminaban allí, el rugido de sus los motores solo se detenía eventualmente; una tormenta rugía en la lejanía, se acercaba cada vez más y finas gotas caían, ya caían sobre los cabellos, sobre los zapatos, sobre los huecos en el cemento. Prometía ser una noche complicada, pero entonces buenos pasos, un abrigo y
una mano cálida ayudaron a enderezar el camino, a tomar un buen rumbo; una
nueva ruta para volver a casa. Entonces, un mal recuerdo se volvía uno bueno, pero seguía siendo un recuerdo, algo para rememorar y contar; anécdotas de paseos previos. Ahora, en el presente, había un poco más de
brillo en las calles; la risa de la gente caminando sin prisa por la mitad de la
avenida, su voz difusa, sus gritos de alegría, sus cantos; quizá era cuestión
de tiempo antes de que la noche se encendiera con algo distinto al brillo de
las estrellas, con algo distinto a la luna invisible para nuestros ojos pero
presente, siempre. Estaba allí, la luna y todas las personas, cada una de ellas
caminando en distintas direcciones y algunas de ellas en grupos, dispersándose todas
por la plaza y abandonando la avenida, subiendo de nuevo a la acera para
acercarse a los edificios blancos, impecables desde hace décadas, desde
generaciones enteras atrás quizá. Se acercaban a la fuente que lanzaba chorros
fríos, chorros que turbaban los espejos de agua sobre el suelo, parte del
escenario en el que todos jugaban y se deslumbraban con burbujas, con chocolate,
con tonos claros y verdosos y rojizos desfilando de izquierda a derecha, sobre
sus cabezas como los faroles amarillentos en los tejados. Lozas brillantes,
tejados limpios, todo tan diferente al recuerdo esporádico que se tenía de un
momento similar. Quedarse toda la noche era tentador, pero lo era más el volver. Sin prisa claro; lentamente abandonando el camino luminoso, volviendo a la oscuridad y a las grietas, al silencio y a la brisa. El frío entrando por la
nariz, golpeando el pecho y amenazando con congelar el cuerpo entero si no se
estuviese moviendo, si no se estuviese alejando de una carretera ajena que sin embargo se sentía
tan propia. Probablemente, el simple hecho de haber dejado un recuerdo previo en ese mismo lugar, en
esa misma posición, permitía ahora poner nuevamente una huella en el pavimento, otra marca en el camino. Otra marca en la ruta, una de tantas historias nocturnas.
miércoles, 28 de diciembre de 2016
lunes, 26 de diciembre de 2016
Buenas noticias
Las cartas más valiosas, quizá,
son aquellas que no se esperaban en el buzón, aquellas que entran por la
ventana con la brisa de la noche y se quedan allí, en el suelo, a la espera de
que cuando abra los ojos en la mañana las lea, las recuerde; fantasmas que
reaparecen con palabras reconfortantes después de meses de estar ausentes,
después de días largos bajo el sol, sobre montañas de dudas y noches de luna
llena. No parecían querer volver, ni en ese entonces ni nunca; estaban tan
aislados, tan alejados de mis manos como encerrados en una habitación que alguna
vez fue propia, como contenidos en una vida que alguna vez fue propia. ¿Y la
llave? Perdida en el tiempo, perdida en el sendero mientras se caminaba; ha caído
del bolsillo, se ha sumergido en el pozo de los recuerdos con ayuda de las
malas decisiones, con ayuda de los pasos dados sobre grietas, sobre charcos. Es curioso como una puerta
parece cerrarse de golpe y obliga a plantear y a descartar todas las alternativas posibles
antes de abrirse nuevamente, como si requiriese de todas las lágrimas, de toda la
desesperación, de la más completa definición de la impotencia para entonces ceder;
se mueve, se abre para darle la bienvenida a una cabeza enredada, a una imaginación
atribulada que casi había perdido la esperanza, la fe, la idea de un mejor
mañana y lo que es más importante, de un mejor hoy, de un mejor ahora. Es tan
necesario tocar fondo, tan necesario verse con el agua en el cuello para
encontrar energía donde antes solo había cansancio, para valorar lo que antes
no valía nada. Es tan necesario haber olvidado viejos mensajes para deleitarse
con la llegada de los nuevos, con la llegada de buenas nuevas para variar; no momentáneamente,
de ahí en adelante, buenas noticias como un amanecer despejado o una noche
estrellada. Buenas noticias como una mañana cálida lejos de casa, buenas noticias como
el canto de las aves en un lugar apartado de la ciudad, al borde de ella y casi
fuera de ella en realidad; cantos y más cantos, aves y más aves de colores revoloteando
entre los árboles frondosos y los troncos robustos, las delicadas hojas de los
matorrales sacudiéndose con su estela brillante. Buenas noticias como una taza
de café negro, dulce; buenas noticias como el aroma del pan caliente escapando
por la vitrina, guiando un estómago hambriento a saciar sus ansias, su
necesidad de cosas buenas. Buenas noticias, domingos y lunes y martes; buenas noticias, miércoles, jueves y viernes. Sábados, de silencio; sábados, de desconectarse por completo para leer historias de otros tiempos, buenas noticias de otros tiempos. Suceden cosas buenas, llegan cartas buenas que se
leen y se releen unas tres o cuatro veces, unas cinco o seis veces para estar
seguro de que son reales, de que no se sueña despierto y de que cuando se
parpadee de nuevo nada desaparecerá; todo se quedará en su sitio, nada se desmoronará
como lo hacía antes entre humo y niebla, entre miedo y dudas. Las cartas siguen
allí, sobre la mesa, la misma mesa en la que estaban antes del amanecer.
domingo, 25 de diciembre de 2016
Regalos
Horas antes, quizá solo minutos
antes, las luces abundaban en cada dirección, en cada lugar al que se mirase.
Arriba, abajo, izquierda, derecha; destellos de luz flotando en la
oscuridad como pequeñas luciérnagas volando sobre las hojas, sobre los árboles,
bajo las estrellas y bajo las pequeñas nubes de día blancas, de noche espectros
grisáceos moviéndose en la distancia. Se iban, se alejaban y desaparecían tras
las montañas con ayuda del viento, con ayuda de la brisa delicada que despeinaba
los cabellos y sacudía los cortos vestidos de las personas presentes en el
lugar, aquellas que esperaban con ansias el sonido de las campanas para
levantar sus copas y brindar, y beber, y pasar con celeridad un trago amargo; abrazarse con más fervor
que el año anterior, festejar hasta el amanecer. Una realidad
distinta era el único regalo que no podría encontrarse bajo el árbol, y todo el
papel colorido bajo el verde artificial, bajo los tonos brillantes de las esferas en él, parecía recordar que lo realmente
deseado, lo verdaderamente anhelado, era
algo intangible, imposible de guardar en una caja de cartón. Diez minutos,
quizá nueve para la hora final; la taza en sus manos temblaba, quería correr.
Estaba harto de la música y su cabeza amenazaba con estallar; la fatiga, el
hambre, la falta de sueño, ¿qué hacía allí? Lanzó la taza al suelo y se puso su abrigo, bajando las escaleras a prisa sin detenerse con las múltiples voces que
intranquilas se preguntaban a donde iba, qué sucedía, Iba a casa, o era ese el pensamiento
que tenía mientras abría la puerta y corría en dirección al parque, a la
oscuridad intermitente de un camino de piedras rojizas, curvas; suficientemente
pulidas como para reflejar la luz de las lámparas en la calle que eventualmente
titilaban, momentos de oscuridad total para variar. Eso, todo eso, contando las
aves refugiadas en las ramas, no podía envolverse en papel ni en plástico; el
regalo más preciado parecía estar allí, en completa calma
faltando solo cinco, cuatro, tres minutos. ¿Una llamada? Sin batería,
desconectado desde la mañana y ahora deseando más que nada un mensaje, señales
de humo, cualquier cosa que lo guiara al lugar de antaño, a la banca de siempre
que ahora parecía perdida. Escogió una cualquiera para sentarse, no quería
estar de pie ni un solo segundo más. Ya no había ruido, y sin embargo no se sentía completamente
satisfecho. Buscaba algo más que una realidad silenciosa, buscaba algo más que
una realidad con menos miradas ansiosas, nerviosas; lo que en realidad buscaba,
era ver la alegría reflejada en los ojos de quien fijamente miraba los propios
minutos antes de las doce. Era tarde para pedir ese deseo, en realidad era muy
tarde para toda esa fantasía. Se encontraba a escasos segundos del final de la
noche, del grito de júbilo general a su alrededor; la fría banca, la brisa en
su pecho, una cuenta regresiva imaginaria tachando números, borrando huellas; entonces los pasos agitados en la distancia, una pequeña figura
apareciendo entre las sombras a toda velocidad. Un par de manos cálidas sujetando su rostro,
manos entrelazadas en el silencio sin intercambiar ninguna palabra, solo una mirada cómplice, la misma mirada nacida con la promesa de
llegar a cualquier hora, pero llegar. Lejos del ruido de la ciudad y de las
personas, del ruido del tráfico y de las bocinas en un puente bloqueado, en una
montaña aparentemente eterna; lejos de todos, cerca de todo. Noches alegres
para unos, para quienes esperaban enmudecidos la llegada del sonido de las
campanas para abrazar a la persona frente a ellas, para abrazar un regalo que
por mera casualidad había escapado del árbol meses atrás, años atrás. Un
brindis, dos copas, tres de la mañana y cuatro, cinco, seis minutos más de
pereza antes de abrir los ojos, antes de levantarse del sueño que se tuvo despierto.
viernes, 23 de diciembre de 2016
Vueltas
La imágenes suelen grabarse más
fácilmente en la cabeza cuando van acompañadas de algún sonido, de algún sabor,
de alguna otra sensación que permita inmortalizar la pintura mental como en un
marco metafórico; como cubierta por una especie de barniz que permite
conservarla enmarcada en la pared de los recuerdos por días, por meses, por
años si deteriorarse, sin perder sus trazos delicados y coloridos, sin perder
los tonos oscuros de sus bordes y las sombras en sus costados. Imágenes de
antaño, de esas que dan ganas de mirar nuevamente para revivir una mañana fría,
una mañana cálida, una mañana tibia con las nubes tapando el sol
intermitentemente y el sonido de las aves sacudiendo las ramas de los árboles
vecinos, jugando en los arbustos aledaños; su canto, su trinar, sus silbidos delicados
viajando con la brisa y llegando tan lejos de su punto de origen, a los oídos de
una persona que apenas despierta de un sueño mientras a su alrededor todo da
vueltas y vueltas sin parar. Entonces se callan las aves, entonces los silbidos
se detienen de golpe; manchas de colores toman vuelo de inmediato al sentir el
suelo sacudirse, el viento cortarse. El suelo vibra sutilmente mientras de las
copas de los árboles se levantan seres pequeños, alejándose de la escena; decenas
de ruedas de goma avanzando a toda velocidad sobre una pista de cemento áspero
y frío, avanzando junto al hogar de quienes han escapado en cuestión de
segundos. Miradas brillantes, ansiosas; manos crispadas sobre aquellas ruedas moviéndose
con gracia sin distraerse con la desbandada en el cielo, sin siquiera prestar
atención al cúmulo de plumas que cae, cae sin parar en la superficie de los
charcos aislados. Giros veloces, precisos, esquivan los obstáculos repentinos
sin inmutarse de ninguna forma; tan concentrados en la línea de meta como
quienes concentrados en ellos siguen cada metro de avance, miran con expectativa
y ansias cada curva esperando ver una mirada conocida. La baranda de metal
vibra en cuanto todas las ruedas pasan en conjunto, actuando como un despertador
para las manos que sobre ella reposaban; no es un despertador, es de hecho el
volver a la fantasía, al recuerdo de cuando la pista era clara y suave, al
recuerdo de cuando también se rodaba sin mirar la hora. Se había perdido el
reloj, el calendario; se había perdido la percepción del tiempo para contar desayunos,
vueltas, ramas, hojas; para contar lo incontable y volver a casa dejando atrás
el cemento, el pavimento, dejando atrás las aves para volver a la pintura, la
propia, aquella que en la pared reposaba. Una vuelta, dos vueltas, tres vueltas
a la manzana para despertar nuevamente, de otra fantasía causada por el frío.
jueves, 22 de diciembre de 2016
Rocío repentino
El recorrido, en general, se
conformaba de múltiples escenas acompañadas de charcos profundos, lluvias intermitentes y el constante sonido de
los automóviles pasando por el cemento empapado. Así, todo estaba mojado y
húmedo y oxidado, pero las luces coloridas sobre los árboles bañados en perlas
transparentes eran la excepción a la regla. Algunas titilaban, haciendo corto
circuito eventualmente para luego dejar de brillar por completo, devolviendo a
la madera su color oscuro y a las hojas su verdor en una noche pasada por agua.
Esto era, sin embargo, ocasional y aleatorio; no todos los árboles habían
dejado de brillar, no todas las luces se habían extinto; las bombillas rojas
que envolvían los tallos y las ramas brillaban con fuerza junto a aquellas que
el clima y el tiempo habían apagado. Al final del camino, aquel camino árboles
brillantes y árboles opacos, aquel camino de intermitentes destellos, el aroma
a tierra mojada se hacía más fuerte, como si al final del túnel de hojas y
ramas toda la tormenta se hubiese concentrado. Había allí faros inmensos que
apuntaban en dirección a las nubes, dando el protagonismo a las grandes gotas
que caían sobre las sombrillas, sobre la ropa, sobre los gorros de lana, sobre
los cabellos, sobre los cristales de los edificios vecinos; inundaban las
pequeñas aberturas en el cemento y arrastraban a ellas las hojas marchitas, la
basura acumulada a través de las horas lanzada allí por desconocidos. Nadie se
detenía a pensar, todos caminaban de prisa en busca de un refugio contra el
frío, contra la lluvia que aumentaba su intensidad con cada minuto, haciendo
rugir los tejados en donde las personas se guarecían. El exterior se vaciaba
lentamente, los árboles solitarios y las bancas de madera entraban a un segundo
plano mientras las bombillas morían con el pasar de los segundos, con el
contacto del granizo sobre los pequeños cristales rojos que se extinguían de un
lado a otro, que abandonaban la madera y el verdor, dejaban atrás su color para
romperse en el suelo. Pronto el único brillo era el de los edificios, el de los
faros que aún apuntaban al cielo; los árboles eran lo que eran antes de la
llegada de la noche, figuras rodeadas de alambres, llenas grietas en sus
troncos robustos y poseedoras de largas hojas colgando de sus ramas. Caerían,
algún día, pero por el momento se quedarían allí, siendo el hogar del rocío
repentino que los ojos de todos querían ver. Más que las luces, era el brillo
de la lluvia causado por los faros aquello que llenaba las miradas en busca de claridad, eran las
gotas sobre las hojas aquello que deslumbraba a las miradas perdidas y
escondidas bajo los tejados, tras los cristales, bajo las sábanas; las mismas
gotas que arrastraban la basura, que sacudían las ramas, que se llevaban el polvo y la suciedad de las
avenidas, de los andenes, de las personas que bajo ellas corrían. Se deslizaba por el cemento aquello que no servía, y se perdía en el pozo inmenso que el tiempo había creado. Todo quedaba
limpio, y oscuro, a la espera de pintarse nuevamente con la luz del sol, la que
en unas horas sería la nueva protagonista cuando todos salieran de sus refugios a caminar bajo las nuevas luces de la noche.
miércoles, 21 de diciembre de 2016
Mal sueño
Las ventanas abriéndose, el aroma
de la brisa, el frío del suelo en un par de pies descalzos y los cortos pasos
por el pasillo, avanzando lentamente en la oscuridad de un lugar ya conocido.
Losas rojas, blancas, negras; colores en el suelo y el frío de nuevo, luego la
alfombra y la entrada al comedor. Una mesa tan antigua como los recuerdos lo
permiten, presente en cada uno de ellos en la misma posición, bajo el mismo
candelabro de cristal que con uno, dos, tres destellos puede iluminar toda la
habitación. Un mantel bordado por manos ajenas, imágenes de flores, de luces;
imágenes acordes a la época y al momento, acordes a las sensaciones que junto a
la mesa donde el mantel reposa nacen, viven. Tantas bocas junto al mantel,
tantas manos acariciando el suave algodón; familias enteras alrededor de un
círculo pequeño, inmenso en sus cabezas por tener el poder de reunirlos a todos
en un mismo lugar, a una misma hora y con una misma intención, la de
simplemente pasar una tarde cualquiera hablando del ayer, del hoy, del mañana
incierto que a cada persona en ese lugar le esperaba. Sobre la música también,
sobre las letras, política; amor, desamor, temas aleatorios mientras las horas
pasen y llega la noche, llega la luz del candelabro y el sonido de la puerta abriéndose,
los niños saliendo para jugar en las calles y no volver hasta más tarde, hasta
que sus cuerpos pidiesen agua y abrigo contra el frío. Volverían, y su risa
volvería a invadir de nuevo aquella casa de ladrillos marrones, en donde tantas
historias se comenzaron a escribir, en donde tantas historias comenzaron a
tomar forma a partir de borradores difusos y nebulosos. Es con el tiempo, con
los años, que aquellos borradores toman una forma más clara, salen de la niebla
en la que se ocultaban para mostrarse como lo que son, revelando entonces
palabras antes desconocidas, antes misteriosas, antes ajenas; propias ahora,
propias en el presente. Se opacan los colores, las lámparas titilan y entonces
todo parece cambiar de repente. El lugar lleno de polvo, de óxido, de niebla,
el lugar perdido en el tiempo que ya no existe, en donde la mesa ha
desaparecido y el candelabro yace en el suelo. Paredes rasgadas, muros caídos y
risas ausentes; el sonido de las llamas consumiendo la madera en un lugar
vecino, el sonido de las voces hostiles alrededor de un lugar antes lleno de voces
tan pacíficas, tan naturales. El tiempo, los días, los meses, los años; lo era
ya no es, un vaga alucinación, un simple mal sueño llegado con el sonido de la
lluvia, la primera en días, un balde de agua fría para despertar.
domingo, 18 de diciembre de 2016
Ascenso
Para cuando la realidad dejó de
parecer una animación a blanco y negro, todos los sentidos despertaron junto
con la percepción de los colores. En efecto, hasta el asfalto mismo parecía
brillar con el sol del mediodía, dejando caer sus rayos sobre los cristales de
los autos, sobre el metal pulido de las motocicletas que ascendían a toda
velocidad por una avenida casi vacía, mayoritariamente ocupada por peatones; personas,
niños y adultos, jóvenes y mayores, botellas de agua en las manos y viseras
sobre las cabezas, resguardando rostros tan diferentes y sueños tan parecidos,
deseos tan similares como ese de llegar nuevamente a la falda de la montaña
después de horas de caminata, después de una infinidad de pasos bajo las olas
de calor que golpeaban sus espaldas, sus hombros, sus brazos descubiertos.
Estaban cansados, ya habían alcanzado su meta del día mientras el ascenso
propio apenas se desarrollaba. Las ruedas negras giraban lentamente,
silenciosamente; un metro, dos metros, tres metros sin detenerse, acelerando
progresivamente mientras las gotas de sudor se deslizaban por la frente,
mientras el viento golpeaba un cuerpo agitado y todavía dispuesto a dar un poco
más. Buenos vientos, buena brisa sacudiendo las hojas de los árboles vecinos y
los brotes de pasto que crecían entre las losas de cemento, bajo las sillas de
madera, junto a los muros de granito que llenos de pintura daban una apariencia
sombría a plena luz del día; el verdor no parecía detenerse en todo el camino,
pero no podía ser eterno. Al llegar a la cima, ambos costados de la montaña
mostraban dos escenas diferentes, opuestas: una de ellas era todo el verdor que
pudiese imaginarse, la otra ya mostraba el deterioro de lo que el contacto con
el hombre puede hacerle a la tierra, el resultado de muchos pasos erróneos y
muchas maquinas inmensas, el resultado de las malas decisiones junto a un
bosque desierto. Desde la primera escena se había ascendido, y era preciso
llegar a la segunda para completar el recorrido; bajar a toda velocidad a través
de la maleza y observar el contraste de la realidad, de eso se trataba todo. Ver
el verde teñirse de gris y ver a las gigantes nubes blancas reducidas por el negro
humo de los automóviles y los autobuses, ver los rostros opacos dentro de ellos,
tras el cristal. Y fuera de él, los rostros coloridos de quienes afuera
disfrutaban de la mañana brillaban también; rostros felices que decidieron
caminar a través de un sendero lleno de incongruencias para luego volver a casa
a descansar, a cerrar el día con una larga ducha y una taza de café. En un
segundo parecía que faltaban horas para que todo acabara, pero la luz parecía
desaparecer mientras los autos volvían al escenario; sus bombillas y sus
bocinas, todos volvían a retomar el sendero que llevaba a casa y hacían de un
paseo tranquilo una efímera pesadilla. Corta, muy corta; la puerta abriéndose y
dándome la bienvenida después de un largo día ponía el punto final en su
existencia, borrándola de mi cabeza para dar paso a los buenos recuerdos, a las
imágenes vistas y a las fotografías tomadas como intangibles memorias para la
eternidad. Pueden desecharse las pesadillas, y revivirse los buenos sueños,
aquellos que se tienen con los ojos abiertos.
jueves, 15 de diciembre de 2016
Entre las ramas
Las nubes grises parecían haber
abandonado el cielo desde hace días, desde que los tonos azulados en el cielo
saludaban a la mañana, convivían con la tarde y se despedían de la noche, con
la llegada de la oscuridad y las estrellas que remplazaban a una más grande,
los testigos de eventos completamente diferentes a aquellos que se ven en el
día. El brillo de las luciérnagas, el humo de las fogatas, las gotas de roció formándose
en el prado de las casas vecinas mientras los árboles se sacudían con la brisa,
mientras las aves dormían en sus nidos descansando de un día entero bajo los
rayos del sol, volando por ahí reuniendo ramas o comida. No eran tan diferentes
a quienes junto a los árboles vivían, a aquellas personas que salían cada
mañana con el sol y volvían con la llegada de la luna, con la llegada de las
historias nocturnas que de niños los emocionaban y hoy apenas recordaban.
Mentes cansadas, aletargadas y perezosas que traen pan a su casa, ramas a su
hogar para construirlo con el tiempo, con los años venideros que traerán una
recompensa mayor; es inexplicable el hecho de que caminen sin ver, de que
despierten sin despertar en realidad con el sonido de la alarma que una, dos,
tres veces repite una melodía a todo volumen, un recordatorio para poner los pies
fuera de la cama y moverse. Un impulso mecánico, la costumbre, la rutina guiando
los pasos a través del pasillo, del baño, de la cocina, luego la puerta y de
vuelta al pavimento mientras las aves se despiertan, listas para comenzar el
día también. Ellas vuelan, y quien despierto sigue dormido camina por las losas
de mármol de camino al autobús, con las manos en los bolsillos y los ojos
adormilados, con sus lentes empañados y un largo abrigo cubriendo su pecho, sus
brazos; el frío de la mañana es real, tan real como el canto de las aves que
vuelan junto a su camino, sobre su cabeza, siguiendo sus pasos a través de la
calle vacía que lo conduciría a una más llena. Casi podía adivinar el sonido de
los autos, pero se concentraba solo en los silbidos que resonaban a su
alrededor, en las hermosas figuras que junto a él volaban de izquierda a
derecha, de arriba abajo, interponiéndose en su camino e invitándolo a
seguirlas, a seguirlas a los árboles en los que de niño se trepaba hasta la
copa, hasta lo más alto en donde las ramas ya eran delgados hilos, en donde las
hojas se levantaban majestuosas mientras el cielo azul resplandecía en el
verdor. Lo recordaba, y esta mañana o cualquier otra podría subir de nuevo al
lugar donde había dejado sus mejores memorias, aquellas en las que sus manos
casi podían tocar las nubes. Las ramas resistían su peso como lo hicieron años
antes, las hojas rozaban delicadamente su piel mientras con cada movimiento se
elevaba un poco más. Más silbidos, como incitándolo a llegar más alto, a llegar
más lejos, entonces un crujido y una rama rompiéndose. Caía a toda velocidad,
ya no había ningún silbido, ningún ruido, nada. El suelo parecía acercarse a
él, el mundo entero parecía acercarse a él mientras la gravedad lo arrastraba
con fuerza y luego lo liberaba, lo liberaba en su cama, después de un sueño
extraño que parecía tan real como las sabanas que ahora cubrían su cuerpo. No eran
hojas, pero las hojas del árbol en su jardín rozaban el cristal de su ventana.
Un grupo de aves jugueteaba en las ramas, sin notar la presencia del extraño
que ahora las miraba esperando a su canto, a sus silbidos, a una razón para
correr al primer piso y sin miedo, sin dudas, subir de nuevo y alcanzar lo que
en sus sueños no había podido.
miércoles, 14 de diciembre de 2016
Para florecer
Quizá necesitaba una sacudida
para despertar, para entender que el sueño que creía estar viviendo no era un
producto de su imaginación, sino la realidad misma que parecía no solo tener
millones de colores, sino millones de aromas, de sabores, de sensaciones; la
sensación de tenerlo todo y de estar completo con solo un paseo en la mañana,
con solo un atardecer corriendo para llegar a casa, con la ciudad entera a su
alrededor y luego, luego de nuevo la lejanía del hogar, a la soledad de su
habitación que por un día escuchaba dos latidos distintos. No era posible individualizar
ni clasificar ninguna de las emociones que lo invadían, pues más que corrientes
separadas eran mareas unidas, aglomeradas; aquellas emociones eran la alarma
que despertaba sus sentidos, que inundaba la habitación con una melodía suave
que susurraba palabras desconocidas, que susurraba cantos a los recuerdos, a
los buenos tiempos que parecían de nuevo cobrar vida. Todo estaba oscuro, pero
un punto estaba lleno de luz; era el brillo en sus ojos y las lágrimas de
felicidad, un par de dedos delicados recorriendo sus pestañas y nuevamente la
oscuridad, el brillo y la gravedad dejando caer gotas saladas sobre la piel. Quizá
haber tenido un día diferente era el motivo de este evento que tomaba lugar en
su cabeza mientras el tiempo mismo
parecía haberse detenido. El calor en su pecho, en sus manos, en sus labios; las heridas parecían limpiarse, cerrarse conforme pasaban los segundos. Las dudas se iban, las ansias se
calmaban, se volvía a vivir y a respirar aire puro. Un alma marchita se volvía
nuevamente un árbol lleno de vida con simples palabras como recordatorios de
que el espejo creado a través de los años miente, de que son concepciones erróneas
que ocultan la verdadera forma de quien ante él se mira. Puede romperse,
quebrarse, y la figura que tras la capa deteriorada vive parece saludar con alegría,
feliz de volver a ver el rostro que originalmente lo vio nacer. Caminaba frente
a sus ojos, como ilustrando con sus movimientos las aventuras de otros años, la
pureza de sus intenciones que se pudrieron con la toxicidad de su entorno, con
la toxicidad innata que poseen todos. Se detenía, se desvanecía su sonrisa, sus
manos, sus ojos que dejaban de brillar mientras su cuerpo se evaporaba, se
extinguía hecho polvo, hecho cenizas en una nube de humo. El reflejo en el
espejo, el ser que lo representaba en el cristal, había desaparecido por
completo sin dejar rastro, como si solo se tratase de un fantasma del pasado
que no volvería a cobrar vida; no era un fantasma, era él mismo ante un espejo
roto, era él mismo volviendo de un sueño repentino que había tenido con los
ojos abiertos. Las pequeñas raíces que comenzaron una historia son el origen de
lo que en un futuro sería un gran árbol, de lo que en un futuro podría ser no
solo el hogar de las aves en las ramas, sino la prueba viviente de que en un
mundo marchito se puede florecer.
lunes, 12 de diciembre de 2016
Bajo el árbol
La puntualidad es importante en cualquier situación, y más aún cuando se ha estado soñado con el encuentro que está a punto de tomar lugar. Ella esperaba recostada bajo la sombra del árbol que desde hace bastantes años había sido casi tan familiar a su vista como las flores en su jardín, pues el valor las historias que allí había escrito, que allí había escuchado, no podía medirse solo con cifras, sería casi como querer encapsular un mundo entero en una burbuja diminuta como los son los segundos que se revientan al pasar. Reía, escribía en un cuaderno; su pequeña manecita era uno con el papel, era uno con las ideas que allí plasmaba, que allí dejaba. Varios mechones caían sobre su rostro, y ella los retiraba delicadamente con sus largos dedos sin desconcentrarse, sin dejar a un lado las ideas que la envolvían. Su mirada parecía perdida, pero parecía tan segura en cuanto volvía a bajarla, a ponerla sobre el blanco para cubrirla un poco de negro, de todos los colores que tenía en ese momento. Aunque dibujaba bien, no quería hacerlo en ese momento, podría hacerlo después. Algo la incomodaba, se puso de pie rápidamente lanzando la pluma a un lado. El viento soplaba, sacudía su cabello, sacudía su vestido blanco y ella lo bajaba, sonrojada y apenada de que alguien pudiera verla. Estaba sola, nadie conocía ese lugar más que ella y quien allí llegaría; podía simplemente cerrar los ojos, sentir la brisa sobre su piel, la piel de la mujer que bajo la sombra del árbol reposaba ansiosa y llena de dicha, llena de vida. Volvió a recostarse, a tomar la pluma para seguir en lo que estaba. Lo anterior había sido un evento dichoso, desinhibirse casi por completo cuando las normas parecen ausentes; quería escribir de ello, de ello y de todo lo que en su cabeza rondaba, de los personajes que en su cabeza bailaban. Era ella, eran ella y él los personajes que en su cabeza hacían de una tarde cualquiera una cuento de hadas, un producto de su imaginación que bien podría cobrar vida. Cinco minutos después, en la distancia, una cerca de madera rechinaba al ser abierta. Un paso, dos pasos, tres pasos a través de la hierba que hacían escapar a las pequeñas abejas sobre las flores de la zona. Notaban su presencia, pero no lo hacía ella. Seguía perdida en un mundo de sensaciones cálidas bajo la sombra del árbol, seguía soñando con los ojos abiertos. Él podía verla, podía verla a lo lejos y llenarse de algo más que dicha, de algo más que solo alegría. Una sensación extraña, de esas que solo se sienten cuando todas las piezas han encajado en su lugar, cuando todos los engranajes funcionan como los de un reloj, en perfecta sincronía y armonía. Pero faltaba, faltaba el simple hecho de saludarla por primera vez en el día, la primera vez que se ve a los ojos después de haber despertado en lugares diferentes, con la meta de llegar al mismo lugar. Tic, tac, ella seguía escribiendo, no notaba como se acercaba el nuevo visitante, como sus ojos brillaban de alegría al verla allí tendida. La distancia que los separaba se acortaba con cada paso que él daba, pronto sus manos se estiraban, posándose en el escote de la espalda que tenía el vestido blanco, algo que la tomó por sorpresa. Una cálida sensación la invadió, y volteó su cabeza para sonreír y ponerse de pie. Un abrazo, de esos en los que no se busca apretar al otro con los brazos sino tener el corazón junto al otro, un abrazo de verdad tuvo lugar en ese momento mientras con los ojos cerrados y en silencio parecían decirse todo, todo lo que en un saludo cualquiera pudiera decirse. Ambos tomaron asiento, y rápidamente el cuaderno desapareció dentro de una maleta que celosamente ella custodiaba y ocultaba cerca del tronco del árbol. A él, esto solo le causaba gracia y reía animosamente mientras la conversación fluía sobre casi cualquier tema, mientras las palabras salían de ambos y parecían no querer detenerse. Y no se detenían, fluían como los segundos, se movían como el sol que lentamente se ocultaba tras las montañas, tiñendo el cielo de un color naranja, de un color rosado, iluminando los rostros de dos personas que habían dejado de hablar para contemplar la escena juntos por primera vez después de tanto, de tantas cosas. Era la mejor vista que habían tenido en mucho tiempo, y el brillo en los ojos de ambos lo hacía aún más evidente. Ya no había palabras, ya no había ganas de irse, solo habían ganas de quedarse allí tendidos por algunas horas más, hasta que la noche llegara y las estrellas cubrieran el cielo, poniendo puntos blancos en el inmenso manto oscuro sobre sus cabezas. Un cielo despejado, las lluvias habían acabado y ahora, esporádicas, permitían este encuentro nocturno que en una fogata se calentaba, que con humo y más humo dejaba fluir las ideas, la risa, el baile en la mitad de la nada con cientos de reflectores, con millones de testigos que guardarían el secreto de quienes allí se encontraban, pidiendo deseos con las manos entrelazadas. Se quedarían dormidos, eventualmente, pero la realidad misma parecía no dar más señales que las necesarias para creerse capaz de mantenerse despierto toda la noche, hasta la siguiente salida del sol en la que un buen día sería la entrada al mundo de los sueños. O era esa la entrada, ese momento en el que se soñaba con los ojos abiertos, en el que las estrellas brillaban como nunca, como sus ojos, como lo que ese espacio temporal conformaba. La entrada a todo lo que siempre habían deseado estaba allí, ya no tenían que buscarla; ya no había nada que buscar en el cielo, pues todo estaba en la tierra.
domingo, 11 de diciembre de 2016
Atardecer
Desde hace mucho tiempo me han
gustado los atardeceres. El color naranja y los tonos rosas que cubren las
nubes conforman una escena que no podría cansarme de ver, una escena que trae a
la memoria los recuerdos de todo lo que en una atmósfera similar sucedió, las
palabras que bajo aquellas luces naranjas fueron pronunciadas, las distancias
recorridas y las promesas hechas, todo antes del anochecer, todo antes de que
el día acabara y saliera la luna. El aire era más limpio, los edificios a los
costados todavía seguían intactos y las voces de las personas que por allí
caminaban colmaban de ruido el lugar. Ya no hay ruido, ya no hay voces, ya no
hay nada; todo un recuerdo, escombros sobre la tierra y fuego sobre pequeños
cúmulos de madera y basura, la realidad de los lugares que anteriormente
parecían llenos de vida. No puede recuperarse aquella realidad, pero la imagen
pintada por los atardeceres posteriores casi parece poner sobre los ladrillos
rotos una representación de lo que en otros años era un refugio, un hogar, un
lugar para crecer con el pasar de los días. Ese lugar era, sin duda, el mismo
para mucha personas que solo en el momento en que estaba allí entraban por esa
puerta; cientos de rostros que pudieron verse, cientos de sueños distintos,
cientos de objetivos a la espera de ser cumplidos. Y los propios, los propios
tenían su efecto al recordar la transformación, la regeneración, la
resurrección, el momento en el que todas las dudas desaparecían para guiar a
quien alguna vez estuvo perdido en un camino construido por sus propias manos.
Ya no había dudas, y era entonces cuando el atardecer aparecía en la ventana
reflejado contra el espejo, cuando parecía indicar que el siguiente paso sería
el más indicado mientras me disponía a salir de allí e ir a casa, a volver a cruzar
las mismas calles llenas de personas con los audífonos puestos; quizá trotando,
quizá trotando, tratando de alejarme o quizá solamente corriendo por mero
gusto, para darle un poco de aire a la cabeza y llegar lo más rápido posible.
La claridad del cielo había sido remplazada por la luz de las estrellas, que se
tomaban el cielo de izquierda a derecha, de arriba abajo; la media luna, los
edificios en la distancia con pequeños puntos de colores en sus costados, todo
parecía cambiar, como si el naranja hubiese sido solo un recuerdo, como si la
noche representara aquel renacer en el que se pensaba, como si la llegada del
cambio se hubiese dado con los ojos abiertos mientras se avanzaba. Algunas
cosas pueden ser así, simplemente espontaneas e intangibles, imperceptibles y
sin embargo tan reales, tan mágicas como la realidad lo permite. Se puede
renacer en cada atardecer, y recibir la noche con una conciencia tranquila;
haber dejado la basura atrás para dejarse guiar por las estrellas, haber dejado
el pasado atrás para levantarse y caminar de nuevo, para llegar a casa una vez
más.
jueves, 8 de diciembre de 2016
Fuego y cera
La cantidad de pasos dados la
noche de ayer en el exterior fueron pocos, sin exagerar al decir que podrían
contarse solo con los dedos de las manos. No es una metáfora, es ciertamente la
realidad que trato de describir, no sin antes decir que los paseos a dicha hora
son mejor sobre ruedas; hay algo de cautivador en el simple hecho de moverse a
toda velocidad bajo las estrellas por calles vacías, y no puede uno aburrirse
de andar por callejones en los que pueden verse con claridad aquellos puntos
blancos en el cielo, protagonistas de historias pasadas y motivos para sonreír
en el momento presente. Si bien no caminé mucho en un sentido literal, el
recorrido en su totalidad fue lo suficientemente largo para deslumbrarse con
las velas, con el brillo en los ojos de los adultos, de los niños y de todos
aquellos que frente a las llamas se deslumbraban; y quienes los veían a ellos,
podían deslumbrarse con su sonrisa, con la sonrisa inconfundible de que se es
feliz solo por estar en ese momento, en ese lugar. El aroma de la cera
ardiendo, la llama amarilla levantándose, bailando con la brisa y volviendo de
la oscuridad en el exterior un mero recuerdo, una imagen errónea de lo que se
ve. A lo lejos, solo a unas calles, un edificio inmenso rodeado de velas que
toda la tarde han estado encendidas, que llevan horas sin parecer consumirse. No
han dejado de brillar desde que una mano desconocida decidió encenderlas todas,
y el misterio de su existencia no parecía llamar la atención de nadie, nadie se
atrevía a acercarse por alguna razón. Una vuelta, otra vuelta para verlas todas,
otra vuelta alrededor de la manzana, del edificio inmenso en el que cientos de
velas cambian el aspecto del lugar, en el que cientos de velas de colores arden
uniformemente y vuelven de ese punto en el mapa un faro, un punto de encuentro
para quienes antes temerosos decidieron acercarse de una vez por todas. Se
acercan en busca de luz, en busca de calor, caminan hacia las velas y toman
una, dos, tres velas de colores en sus manos; la cera quemada sobre el
pavimento, espacios vacíos que lentamente comienzan a abundar mientras manos
temblorosas toman las velas, toman el fuego, toman la vida de ese lugar y se la
llevan lejos, a cualquier otro lugar en el que puedan arder. Se desvanecen, se desintegran, se derriten al alejarse; se apagan,
todas se apagan al alejarse del edificio, al alejarse lugar original en el que
nació su llama; como si le pertenecieran al pavimento, como si le pertenecieran
a la mano que pudo sin fuego encenderlas todas. Pronto el lugar quedará vacío, pero el recuerdo de haber sido en algún momento la razón para reunir a cientos así fuera solo por un poco de calor no podría desaparecer, podría quedar plasmado con tinta, con agua, con cera, con el fuego que rodeaba la idea en una noche cualquiera y arder, arder hasta desaparecer para que sus cenizas se fundan con la memoria.
miércoles, 7 de diciembre de 2016
A la vez
Dentro de las opciones frente a
mis ojos, tres rutas completamente diferentes se presentaban de forma parcial,
nebulosa, dejando a la imaginación lo que tomar cualquiera de ellas depararía
en las siguientes horas, en los siguientes días; tiempo, un paso y un
movimiento, el efecto dominó que desencadenaría una serie de eventos, eventos
que como fichas caerían sobre la realidad, desmoronando el suelo firme y
sembrando allí lo que desde ese momento sería la nueva verdad. Es difícil tomar
una decisión estando básicamente a ciegas, metafóricamente maniatado y
mentalmente indispuesto para ver con claridad, sin una verdadera idea de lo que
está y no está bien, con una conciencia enmudecida por las voces del exterior,
aquellas voces fuertes que inundan la habitación con risas, con lágrimas, con
historias largas sobre viajes y deseos que a mis oídos parecen tan interesantes. Es el ruido
del exterior lo que impide escuchar las voces del interior, es la bruma lo que impide ver hacia adelante, son las voces ajenas aquellas que confunden y
distorsionan, turban las aguas claras de lo que antes era un concepto
inamovible e inmodificable; son las voces ajenas aquellas que en cada camino sonríen
e invitan a tomarlo, unas más ajenas que otras, unas emanando distintos aromas
a las otras; chocolate, jengibre, crema, sabores, olores, ambrosía para los
sentidos que en la oscuridad de la noche parecen ser la única luz, las únicas
puertas abiertas antes de que el camino antes trazado se desmorona. Todo
irreal, todo una metáfora creada desde lo más recóndito de la imaginación, una
percepción errónea de lo que sucedía; era posible detenerse a pensar solo 5
minutos antes de dar cualquier paso sin ninguna clase de peligro. Hoy, días después,
el rompecabezas se completa finalmente con las últimas piezas, con las
historias de los caminos que no se tomaron. Se estuvo ausente físicamente, pero el recuerdo de haber estado allí parece tan tangible que casi puede escucharse cada palabra, casi puede sentirse el aroma del café, el sabor de la crema y el chocolate que sobre el plato saludaban, danzaban, llevaban a un mundo más dulce, a un costado más claro del rompecabezas en el que uno de los caminos habría deparado esto, y más. Más que una parte de él, el cuadro entero es mucho más
agradable, y mucho más práctico para tener las anécdotas a la mano, anécdotas de
otras épocas que aparecerán en la mesa algún día, cuando se hable de como en
una noche se estuvo en tres lugares a la vez.
martes, 6 de diciembre de 2016
Luna amarilla
Se sueña con una noche como esta, con una luna amarilla en la distancia que acompaña cada paso en la oscuridad, cada metro que se avanza bajo las estrellas, bajo aquellos puntos blancos que significaron y significan aún secretos, recuerdos, palabras dichas en otros tiempos que vigentes todavía desencadenan emociones inexplicables, deseos inexplicables de escribir sin puntos, sin ponerle final a la idea que comenzó con una mirada al cielo. Todo se detiene, como las ruedas o las piernas que vigorosamente avanzan todavía, repeliendo el frío del exterior con el calor de sus pasos, con el sudor invisible que sus movimientos agitados causan; la mirada en el pavimento, en el pasto, en la madera del parque y el columpio moviéndose con el viento, meciéndose con la brisa aparentando la más extraña escena fantasmal, pero los únicos fantasmas son aquellos de cuyos recuerdos se deshace como se deshace el papel ante el fuego, como se convierte en ceniza, sus vidas en ceniza que la memoria lanza a la luna, a la luna amarilla y la tiñe de gris, del color de cada noche que por hoy, solo por hoy, abandonó la idea de vivir a blanco y negro.
lunes, 5 de diciembre de 2016
Pasos de pintura
Artistas de los grandes, ilustradores no solo de líneas sino
de sueños, de esperanza, de múltiples significados que personas de todas las
edades pueden encontrar en un trazo cualquiera, en una pintura cualquiera que
reposa en un mismo lugar por días; galerías temporales de sujetos desconocidos,
obras maestras casi anónimas para la audiencia. El polvo de la calle, moviéndose
con el viento y sacudiendo los telares, los sombreros, las faldas, los
vestidos; las hojas secas, los cables de teléfono en los que grupos de palomas
reposan, reposaban, toman vuelo y parten rumbo a los edificios, en donde la
brisa no podría incomodar sus minutos de quietud, sus momentos de pausa dentro
de una vida volando. Pero vuelven, vuelven a la plaza a caminar a través de los
caballetes, bajo las pinturas, junto a los pies de los asistentes que se
detienen de vez en cuando frente a los colores de algún cuadro, viendo en ellos
quizá algo más que solo pintura, sonriendo ante el recuerdo que puede evocar
una imagen vista por mera casualidad en un paseo matutino, en un encuentro con
el sol, con las losas de la plaza, con las palomas que caminan por ahí en
absoluta libertad, observando a los ciudadanos y alejándose de sus pisadas. Pasa
el medio día, la tarde, la noche y todo queda vacío; los caballetes permanecen
estáticos en su lugar y las obras se retiran, quienes las pintaron se las
llevan en sus manos hasta donde viven. Lienzos moviéndose por la ciudad, por
los fríos andenes en donde las bombillas del alumbrado público titilan,
sumiendo por escasos segundos el cemento en completa oscuridad, en lo que
debería ser una noche en realidad. Un cuadro de esos, de esos que llevan en las
manos, de esos que no se verán la mañana siguiente en la plaza; todos se
remplazan a diario, día a día nuevos artistas llegan a la ciudad y quienes
llevan allí días se retiran, en busca de un nuevo destino. Horas de fama
contadas, largos recorridos por carreteras desiertas para llegar a la nueva meta,
al nuevo oasis en donde la pintura les regale otra noche estrellada, otra
mañana soleada para exhibir lo que son, quienes son, lo que pueden hacer
aquellos seres de rostros hundidos, de rostros obesos, de caras pálidas,
oscuras; de manos crispadas y dedos delicados, de uñas bañadas en esmalte y nudillos duros; realidades distintas, características distintas, pasos distintos para todos aquellos que pintan su propio
retrato.
domingo, 4 de diciembre de 2016
Vieja compañera
No soy apegado a
las cosas materiales, pero es quizá ese fragmento inmaterial e intangible de
las cosas lo que realmente se incrusta en la cabeza, en el alma, en la vida.
Recuerdos, momentos, palabras, sentimientos variados que pueden nacer de la
nada, sin importar el momento o el lugar, sin importar nada más que el vínculo
entre una persona y un objeto; un vínculo fuerte, difícil de romper, que no
cede ante las adversidades o las fuerzas que tratan de separarlos cortándolos
de la manera más abrupta. Hay lazos que no se pueden romper, hay combinaciones
que simplemente van bien en cada ensoñación posible, como mezclas perfectas que
parecen haber compartido no solo segundos, sino horas, días, meses enteros bajo
la lluvia, bajo el sol, bajo el granizo, bajo y sobre el polvo de la ciudad que
vio su unión. Todo es una metáfora, quizá llevada a extremos, del sentimiento
que surge al ver a mi vieja compañera reposando en la pared, inmóvil desde hace
varios días cuando por noches enteras rodaba sobre ella. No es sencillo pensar
en deshacerse de ella, ni siquiera en el caso más hipotético. Es difícil pensar
que dejará de rodar permanentemente, que sus ruedas se detendrán después de tantos
kilómetros en distintas condiciones, a distintas horas y a distintas
velocidades, siempre saltando por ahí y danzando a través del tráfico, perdiéndose
en el asfalto y en las montañas, en las curvas y en las rectas, en los charcos
y en el pasto, todos los terrenos posibles en los que su presencia pudo marcar
un antes y un después. Podía venderla, podía simplemente ignorar todo esto y
obtener algún lucro de ella que bien podría serme útil como a cualquier
persona, pero no puedo ponerle valor a mis recuerdos, no puedo ponerle valor a
las palabras que mi vieja bicicleta ha inspirado para describir no solo un
paseo, sino la esencia de todo el recorrido. Vieja, nueva, diferentes en tamaño
y sin embargo tan parecidas, la esencia de quien sobre ellas se mueve por
caminos inundados de verde, de azul, de blanco, de gris y luz tenue en los
postes en la noche, de gotas de agua cayendo mientras se asciende. El deseo de
rodar por toda la eternidad, y de que la bicicleta que me acompañó y me llevó a
donde estoy ahora lo haga también, es una meta que se levanta en lo alto, una
promesa que no podría romperse con un número cualquiera. Estará en buenas
manos, y eso me tranquiliza para tomar la siguiente decisión, el siguiente paso; es todo lo que necesito saber, es la única idea clara que necesito para rodar en ella por última vez, para llevarla a su nuevo destino y luego alejarme sin más. Para cuando me baje, dejará de pertenecerme, pero siempre quedará grabado un poco de mí en ella.
sábado, 3 de diciembre de 2016
Letras y ruedas
Un largo trayecto puede parecer tan corto cuando el tráfico, cuando el cielo, cuando todo se presta para rodar sin detenerse con el viento, para rodar sin perder velocidad a través de calles que antes se recorrían a pie, que antes parecían tan frías y apagadas, pidiendo un poco de luz cuando todo era oscuridad. Ahora brillan, brillan con tonos claros sobre pequeños charcos que quedan de la tarde lluviosa de hoy, recuerdos de cuando un paseo como este era simplemente imposible. Era posible, pero nada como tener una imagen clara de la ruta, de los límites a los costados y la meta en la cima. Así, evitar caer por las orillas no sería un inconveniente, ni mantenerse centrado en la línea blanca que indica el camino a casa, a la falda de la montaña que escalé una noche, que descendí una mañana. Se puede llegar, esta noche y cualquier otra a un lugar que es sinónimo de hogar.
viernes, 2 de diciembre de 2016
Balance
El equilibrio, la rectitud y la constancia, inhalar un poco más de aire y poner los pies en el suelo, físicamente agotado y contento de haber dado un paso más, de estar otra tarde suspendido en algo distinto a los recuerdos, a ideas tóxicas que bien podrían lanzar a cualquiera al suelo. Una vuelta, dos vueltas para limpiar la cabeza, agua para refrescar la garganta que ya no grita, que ya no habla de lo que era y simplemente olvida las cicatrices, las raspaduras de viejas caídas. Caídas metafóricas, caídas literales, viejos escenarios que ahora parecen guardados en un libro, en un libro polvoriento que se ha dejado en un cofre del cual se ha perdido la llave, un hoyo en la memoria. Después de cojear y cojear a través de los días, de las horas, bien era hora de levantarse una mañana y no ver más que las nubes, que el sol, que el cielo y la infinidad de posibilidades que aguardan; y pueden crear, desentrañar, engendrar realmente un nuevo camino, una variación en la vida de un sujeto cualquiera. Pasos temblorosos a través de la oscuridad, ideas firmes a través del tiempo que lentamente transforman la piel, la carne, la mente por completo, sumiendo un eterno letargo aEl equilibrio, la rectitud y la constancia, inhalar un poco más de aire y poner los pies en el suelo, físicamente agotado y contento de haber dado un paso más, de estar otra tarde suspendido en algo distinto a los recuerdos, a ideas tóxicas que bien podrían lanzar a cualquiera al suelo. Caídas, viejos escenarios que ahora parecen guardados en un libro, en un libro polvoriento que se ha dejado en un cofre del cual se ha perdido la llave, un hoyo en la memoria. Después de cojear y cojear a través de los días, de las horas, bien era hora de levantarse una mañana y no ver más que las nubes, que el sol, que el cielo y la infinidad de posibilidades que aguardan; y pueden crear, desentrañar, engendrar realmente un nuevo camino, una variación en la vida de un sujeto cualquiera. Pasos temblorosos a través de la oscuridad, ideas firmes a través del tiempo que lentamente transforman la piel, la carne, la mente por completo, sumiendo un eterno letargo a aquel que alguna vez se detuvo por el miedo. aquel que alguna vez se detuvo por el miedo.
jueves, 1 de diciembre de 2016
Trazos
Comienza un nuevo mes, un Diciembre como ningún otro en el que las condiciones, las situaciones que conforman la realidad inmediata parecen la más utópica representación de los sueños. Nuevas oportunidades, nuevos objetivos sobre la mesa que invitan no sólo a pedalear más fuerte, sino a escalar las montañas que inmóviles observan mi avance, mi ascenso a través de calles empapadas de agua, de polvo, de miradas a las 11 cuando el sol todavía ilumina; de neblina a las 12, cuando todo se encuentra vacío y el silencio es regla general. Proyectos incompletos a la espera de la pluma, de las manos danzando sobre el papel o sobre simples teclas frías; ideas cálidas, ideas frescas que como la brisa entran por la puerta, por la ventana, por los orificios en el cristal que deja ver lo que hay afuera, el mundo exterior que tanto se quiere ver cada mañana. En efecto, las puertas se han abierto y que se han cerrado en el transcurso del año han cambiado la apariencia del mundo exterior. Meses largos, extraños, buenos, malos, para unos y para otros en distintos casos. Y en el interior, el polvo dejado por los días sobre los muebles, sobre las paredes; pintadas de distintos tonos a los anteriores, lienzos inicialmente blancos y ahora a punto de no poder resistir otro trazo, otro segundo. Hora de colgar otro cuadro en la pared, otro mes para el recuerdo.
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