“Ya despierta, ya habiendo dejado atrás sus ensoñaciones, Christine
abrió los ojos y se levantó de la cama. Consultó la hora en el reloj de pared:
9:30. Estiró sus brazos a todas sus anchas y se puso las pantuflas para salir
de la habitación. Cruzó el umbral, la sala principal parecía mucho más colorida
ahora que los rayos de sol dejaban ver con más detalle los pocos muebles que
allí había. Estaba casi vacía, como todo el departamento en realidad, pero
pronto dejaría de estarlo. Christine tomó el vaso que había dejado en la pequeña
mesa de madera horas atrás y se dirigió a la cocina. Otro vaso de agua, otra
vez el sonido de la llave siendo el único ruido presente en el departamento. No
estaba acostumbrada a tanto silencio, pero comenzaba a adaptarse, comenzaba a
agradarle. Bebió el contenido del vaso en pequeños sorbos y lo dejó en la cocina,
salió de ella y se acercó a la ventana de la sala principal. Se recostó
ligeramente sobre el cristal, para ver con más detalle la escena allí afuera.
El tráfico ya avanzaba con relativa normalidad, se podían escuchar sus motores
y sus bocinas retumbando en la distancia y en la cercanía también, pues la
avenida frente a su edificio era también muy concurrida. Las calles estaban
llenas de personas que bajo sus pies avanzaban de un lado a otro. Todas con
distintos afanes, todas con distintos destinos. Era hora de acompañarlas, de
salir a caminar junto a ellas. Christine se dio la vuelta y regresó corriendo a
su habitación. Se deshizo rápidamente del camisón que cubría su cuerpo y lo
lanzó sobre la cama. Nadie podía verla desnuda, en cualquier caso. Tomó la
primera toalla que vio y caminó en dirección al cuarto de baño. Allí, colgó la
toalla en un pequeño gancho junto a la ducha y entró a ella, cerrando tras de sí
la pequeña puerta que la separaba del resto del cuarto de baño. Christine abrió
la llave del agua lentamente, gotas tibias se deslizaban sobre su cabello,
sobre su rostro, sobre su cuerpo. Recorrían sus mechones castaños y estos caían
sobre sus mejillas, sobre su pecho, sobre sus hombros, sobre su espalda. El
vapor llenaba la ducha y Christine solamente dejaba el agua caer, solamente
dejaba el tiempo pasar. Un minuto, quizá dos, con los ojos cerrados inhalando hondamente,
exhalando profundamente, llenando sus pulmones de aquel vapor tan claro que la
hacía sentir tan tranquila. Abrió los ojos, sacudió su cabeza y cerró la llave.
Comenzó a enjabonar su cuerpo de arriba abajo, llenando su piel trigueña de una
clara espuma, de cientos de pequeñas burbujas que se resbalaban por su abdomen,
por su cintura, por su cadera, por sus piernas hasta llegar al suelo y perderse
bajo sus pies pequeños. Christine abrió la llave nuevamente, las gotas tibias
se llevaron el jabón mientras ella repasaba sus manos por su rostro. Era hora
de salir. Christine cerró la llave por última vez e hizo un intento por secar
su cabello antes de salir de la ducha. Sin éxito, abrió la puerta de cristal de
la ducha y tomó la toalla colgada junto a esta. Comenzó a secar su larga
cabellera castaña que no dejaba de gotear. La envolvió en la tela azul de la
toalla, se secaba con mucho cuidado. Al cabo de un par de minutos, cuando creyó
haber acabado, cubrió su cuerpo con la toalla y salió de la ducha. Mientras
caminaba en dirección a su habitación iba dejando un pequeño rastro de gotas,
así como las pequeñas huellas de sus pies todavía mojados. Ya se secarían, con
el calor del día que entraba por la ventana. Christine llegó a su habitación y
descubrió su cuerpo, lanzó la toalla sobre la cama y comenzó a dar vueltas
alrededor de esta, mientras pensaba a donde iría primero. Se acercó al armario,
tomó lo primero que encontró y se sentó sobre la cama llevando la ropa en sus
manos. Una blusa blanca con pequeños grabados negros, una falda azul no muy
larga. Buscó bajo la cama unos zapatos azules que había traído días atrás y,
decidida, comenzó a vestirse. Volvió al armario y tomó de uno de los cajones
ropa interior, cubrió su desnudez rápidamente y luego se puso la falda, la
blusa y los zapatos. Caminó en dirección al espejo en su habitación y se quedó
viendo su reflejo mientras daba vueltas, la dicha la inundaba. Su apariencia
era apropiada para el clima caluroso de aquella mañana. Christine colgó la
toalla en un gancho y salió la habitación. Hizo un leve repaso, asegurándose de
que no olvidaba nada. Abrió los ojos, sorprendida. Volvió corriendo al cuarto
y, frente al armario, comenzó a buscar el maletín que se encontraba bajo
cúmulos y cúmulos de ropa aparentemente de Dimitri. Sus dedos dieron con el
cuero del maletín, lo sujetó con fuerza y lo sacó del armario. Quitó el seguro
para poder abrirlo y revisar su contenido. Se escuchó un clic, un sonido familiar
para Christine. Como si fuera la primera vez, volvió a abrir lentamente el
maletín y quedó nuevamente sorprendida, pero esta vez no lo cerró de golpe.
Trató de procesar las cosas con calma, sin miedos, sin dudas. Tomó un fajo de
billetes de 100 sin que pareciera disminuir la cantidad que allí había y cerró
el maletín, lo dejó bajo su cama. Christine se quedó viendo el fajo de billetes
un momento, era demasiado dinero. Más de lo que necesitaba. Lo guardó en el
bolsillo de su falda y, como si nada hubiera pasado, salió de la habitación.
Nada ha pasado, pensaba, es solo el inicio de una nueva vida. Romper con las
costumbres sería difícil al principio… Después… ni ella misma notaría el
cambio. Llegó a la sala principal y miró por la ventana una vez más antes de
salir, el cielo parecía aún más claro que antes, el sol parecía brillar con más
fuerza que antes. Christine sonrió, tomó las llaves que estaban sobre la mesa y
salió del departamento. No quería tomar el ascensor, decidió usar las
escaleras. Se sentía enérgica, llena de vida, como si en su historia hubiese por
fin armonía. Corría a través de las escaleras del cuarto, del tercero, del
segundo piso. Llegó al primero y allí estaba Mario parado junto a la puerta
leyendo una revista. En cuanto vio llegar a Christine, dejó caer la revista y
se quitó el sombrero, con la mirada fija en la pequeña chica.
—Luce hermosa hoy, señorita Moore.
—¡Gracias! —Christine se sonrojó e inclinó ligeramente su cabeza—. Hoy
es un buen día caminar después de todo. ¿Qué dijimos de llamarme señorita
Moore?
—Christine… Es la costumbre. —Mario comenzó a reír—. ¿A dónde vas hoy?
—Iré a conseguir algunas cosas, moriré de hambre si no lleno la
alacena.
—Seguro que sí. Debes comer bien. ¿Hay noticias de Dimitri?
—No realmente, era más una carta para saludar. Ha de regresar pronto. He
estado sola por más tiempo, en cualquier caso.
—Si tú lo dices. —Mario abrió la puerta para Christine—. ¿No te cansa
la soledad?
—Pues… Ya he de acostumbrarme. Adiós Mario, nos veremos más tarde
—¡Adiós Christine!
Christine salió del edificio y escuchó la puerta cerrarse tras de sí.
Tomó aire, los rayos del sol comenzaban a calentar su piel y a devolverle el
calor a su cuerpo. La brisa fría despeinaba su cabello, pero a ella parecía no
importarle, pues no dejaba de sonreír mientras avanzaba lentamente en dirección
al centro comercial. Era un buen día, y el ruido a su alrededor no podría
arrebatarle la paz en su interior.”