La semana no acaba, pues apenas comienza. Los
días pasados fueron días diferentes, días cortos en los que escuchar se volvió mejor
que hablar, en los que leer se volvió mejor que escribir, en los que dejarse
llevar se volvió mejor que nadar en contra de la corriente. Un respiro, una
pausa, un descanso mientras se suben las escaleras que llevan al cielo, las
escaleras que llevan a la utopía personal. Es esa utopía la que motiva a salir
de la cama, la que estando entredormido lleva a abrir las cortinas muy temprano
en la mañana para disfrutar del amanecer antes de que sus colores se opaquen
por el humo, de que se escondan tras el polvo de una ciudad que despierta un
domingo cualquiera. Hoy despierta más tarde, hoy la ciudad se queda en cama por
algunas horas mientras individuos más activos toman sus bicicletas, ruedan sin
control alguno por las calles vacías, aunque llenas de huecos y charcos, los restos
claros de la lluvia pasada y del desorden administrativo pasado también. Puedo
verlas, a todas las bicicletas brillantes que pasan frente a mi ventana. Tantos
colores, tantas ruedas girando a toda velocidad y perdiéndose más allá de los árboles,
de las montañas, de los tejados de las casas que se ven desde mi posición. Una
buena vista, un buen paisaje, un buen lugar para despertar y comenzar el día.
Al abrir la ventana, al mover el cristal, entra la brisa fría colmada del aroma
a rocío. Los sonidos se vuelven más claros, el aparente silencio de la ciudad
parece real mientras solo se escuchan las aves silbando, mientras solo se percibe
el murmullo de las hojas sacudiéndose con el viento, siendo arrancadas de sus
ramas, volando por ahí y perdiéndose en el cielo hasta tocar su destino final.
Qué tan fuerte ha de soplar, para arrancar hojas todavía verdes, todavía vivas.
Han de irse solo las hojas secas, las hojas marrones, pero la brisa no
distingue colores y solo se lleva lo que encuentra, aquello que nunca estuvo
aferrado realmente. Suficiente del murmullo, de ver hojas volando por ahí; el
tiempo apremia, el tiempo se acaba. Me alejo de la ventana, la dejo abierta; la
promesa de no volver a cerrarla por abrir una puerta ha de mantenerse. El solo
mirar hacia afuera basta para recordar aquella promesa, basta para recordar la
ruta, para organizar las ideas. Y para hacerlo, para mirar hacia afuera, hay
que dejar entrar la luz, quitar las barreras. En una habitación oscura, aislada,
no puede haber fuego, no puede haber vida. En una habitación llena de
pendientes, de las palabras que nunca se dijeron, no puede nacer nada nuevo. Abandonarla
no es tampoco una opción, correr nunca lo ha sido. Quedarse allí es la respuesta,
la decisión final, barrer los destrozos de otros tiempos para así despejar el
camino. Decir las palabras que nunca se dijeron, enviar los mensajes que nunca
se enviaron, vaciando así la maleta y haciendo más fácil el recorrido. Sin
vidrios rotos, sin clavos desperdigados que retrasen el avance, una pista libre
para despegar y perderse entre las nubes grises con la esperanza de que algún
día vuelvan a ser blancas. No habrá que volver a aterrizar en el mismo lugar
dos veces, no hay que volver, ese nunca fue el plan. La cuenta regresiva sigue
mientras un domingo cualquiera la semana comienza, mientras con un nuevo
teclado se le da la bienvenida a una nota más, a una página más. Una página
nueva, una que crece en las ramas de donde alguna vez cayeron tantas hojas.
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