En cada ciudad del mundo hay un lugar conocido por todos, un lugar del
que todos saben. Ya sea por una leyenda urbana o información oficial de algún
tipo; por boca de un conocido o por la prensa, la radio, la televisión y los
medios en general. Un lugar característico por una simple hecho: el de ser una zona
libre de reglas, una zona libre de las preocupaciones de lo que se llamaría “el
exterior”, un lugar para estar tranquilo, una tierra de nadie. Del que quiero
hablar no era como los demás, escondido en el corazón de la ciudad; del que
quiero hablar se encontraba fuera de ella, en las montañas. Era posible ver desde allí cada estructura
erigida en la distancia, cada pila de cemento y hierro y vidrio que conformaban
uniformemente el conjunto de una ciudad que día y noche no dejaba de trabajar.
Quienes se atrevían a visitar este lugar no eran alpinistas expertos
de ninguna clase, sino personas jóvenes que encontraban de la vista y la
libertad dos excusas para llegar a la meta superando cada obstáculo que ello
implicaba. La zona sin reglas estaba escondida en una gran montaña rocosa, la
cual había que escalar. Ascender requería
de mucha calma para evitar cualquier clase de accidente, pues ya habían
sucedido varias veces y solo servían de herramienta a los adultos para prohibir
el acceso a la zona. Nadie respetaba esta regla, claro, se tomaba como un
simple juego y día a día la cantidad de visitantes crecía. Teniendo el
suficiente cuidado, cualquier persona podría lograrlo sin ninguna clase de
dificultad, hasta los niños más pequeños. Los visitantes se habían encargado de
adaptar la zona constantemente, agregando cualquier clase de objeto que les
fuera útil: Muebles, libros, canchas, rampas y barandas; había algo para cada
persona, la posibilidad de escoger era una realidad.
Por varios años la pequeña comunidad construida en la montaña basó sus
actividades en el día, hasta que la compañía de electricidad local colaboró con
la instalación del alumbrado que permitió el uso de este lugar las 24 horas;
una pequeña tregua entre jóvenes y adultos buscando la seguridad de quienes
iban allí en la noche, fuera quien fuera y tuviese la edad que tuviese. Las 24
horas del día podía escucharse allí el ruido de la música que variaba según la
hora, los gritos y la euforia general de cada persona allí presente, pues nada
los llenaba más que el saber que eran libres mientras estuvieran allí, en la
montaña. Nadie robaba, nadie se hería, todos entendían el concepto de hermandad
que los unía fueran diez, cien, mil; todos unidos por un lugar común y el hecho
de ser jóvenes, el hecho de estar libres de cualquier prejuicio entre sus
semejantes. Era quizá el ser adulto el problema, el pensar como adulto para ser
exacto. Llenarse los bolsillos era su meta, no perder tiempo en la montaña. Se
agredían, se peleaban, se mataban entre ellos por la codicia y el odio y el
desamor y todas esas cosas que consumen el alma y la destrozan como una hoja de
papel, manchada en tinta y más odio. Olvidaban quienes eran, de donde venían,
sus gustos y sus metas originales por un mejor empleo y un mejor círculo
social. Los jóvenes, la nueva generación que los remplazaría, encontraban en
esto una desgracia y lentamente se retiraban de la ciudad, abandonaban sus
casas para vivir en la montaña. Esta noticia causó un escándalo en las
familias, hubo demandas e intentos de cerrar el acceso a la montaña, de
dinamitarla si era necesario para devolver a los niños a las casas. Todos estos
planes se descartaron y, buscando un acuerdo razonable, los más grandes
comenzaron a adaptar el terreno ante las nuevas necesidades, aplicando lo que
habían aprendido fuera en casa o en la escuela o en la universidad; preparaban
la tierra para cultivarla y levantaban pequeñas estructuras de madera que
servían de refugio común para los malos tiempos y posteriormente como
dormitorios que todos cuidaban y conservaban. Los jóvenes vivían allí, cazaban
en el bosque, olvidaban lentamente las costumbres aprendidas en el interior de
la ciudad y forjaban nuevos conceptos en sus cabezas, nuevos valores y nuevos
principios. Aún sin reglas, aún sin normas, nada sucedía y cualquier clase de
problema se solucionaba con brevedad, sin llevarlo a la catástrofe. Los meses
pasaban y la cantidad de jóvenes crecía, las familias en las ciudades se
estaban desintegrando ante la aparición de este nuevo fenómeno que comenzó con
una silla de madera en las montañas y una idea, la de ser libres. Los niños al
cumplir cierta edad se iban a las montañas y los padres, aunque quisieran
recuperarlos, no podían dejar sus empleos para ir a buscarlos, de alguna manera
preferían soltar sus manos.
Nuevas estructuras se levantaban sobre los árboles para destinarse a
nuevos usos: la enseñanza, la medicina, el almacenamiento de los alimentos y
demás necesidades. Todos tenían algo que hacer, su parte dentro del trabajo.
Desde pequeños aprendían una actividad que ellos eligieran y de acuerdo a sus
habilidades podrían mantenerse en ella, pero al llegar a la adultez todos
hacían lo mismo: ayudaban a mantener las relaciones con el mundo exterior y
lidiaban con las constantes amenazas de las familias más ortodoxas. A pesar de
todo, estas últimas no tenían argumentos para poner fin a este proyecto, pues
todo funcionaba de maravilla e incluso mejor que en la ciudad, en donde los
estragos parecían multiplicarse con la ausencia de niños y que algunos adultos
vieron como su hora de libertad, sin restricciones que los infantes pueden
causarles. La ciudad se desplomaba en peleas no solo con los de la montaña sino
entre ellos mismos, las calles se llenaban de automóviles y humo y
desesperación mientras los niños seguían con sus vidas hasta los 8 y se iban,
se escapaban una noche cualquiera a buscar lo prometido afuera.
Los años pasaban, la ciudad seguía cayéndose a pedazos, esta vez de
forma más literal. A diario derrumbaban edificios mientras en las calles
peleaban y proponían a la fuerza un nuevo concepto de la familia, del orden, de
las reglas. Culpaban a los de la montaña del inicio de su fin, culpaban a los
jóvenes y los reprochaban por su falta de consideración y gratitud. Los de la
montaña, cansados de lidiar con problemas ajenos, cortaron comunicación con el
exterior y comenzaron a permitir solo el acceso de los jóvenes; ningún adulto
podía entrar, y quienes ya estaban en el interior no poseían lo que estaba
destruyendo la ciudad, no desarrollaban ese problema y no lo esparcían tampoco,
solamente la montaña podía limpiarlos de esa forma. Era como un virus, pero no
era más que una percepción, una manera de ver el mundo. Quienes fueron a la montaña
por primera vez a buscar su libertad no dudaron en volver, en compartir el
lugar que habían encontrado con los suyos. Todos lo valoraban, todos lo
cuidaban y entendían que solo de ellos dependía mantenerlo así, de ellos y para
ellos. La montaña seguiría allí para los jóvenes cuando ellos fueran a
buscarla, la ciudad cerraría sus puertas en algún momento. Se derrumbaba, se
olvidaba, los años seguían pasando y ese lugar había pasado de la zona sin
reglas a algo más que una palabra, era un concepto de lo que quedaba, de lo que
pasaba y pasaría de ahí en adelante. La esperanza de comenzar de cero, la
esperanza de nacer nuevamente.
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