Una pausa, para otro anochecer, para otro amanecer. Una pausa para otra
mañana de lectura, de escritura compartida en la que personajes propios y
personajes ajenos se encuentran, juegan, toman rutas distintas a las que
originalmente se habían puesto en el papel. Puede pasar, cuando dos personas se
encuentran en el momento justo, en el lugar exacto. Puede pasar, cuando dos
historias a medias se mezclan y forman una sola, una completa. Puede pasar,
cuando historias incompletas se dejan atrás y desaparecen con ella los miedos,
las barreras. No hay barreras, ni límites que detengan lo que aquella mezcla
puede desencadenar, lo que la justa combinación de locura y cordura puede
generar. El frío de la mañana se va, el silbido de la brisa se detiene y por un
momento se puede apreciar un verdadero silencio. Solo por un momento, el ruido
del tráfico vuelve y las bocinas que avanzan torpemente en la distancia
retumban con más fuerza. Ya no habrá silencio, no más. No queda otra opción
distinta a salir de la cama, otra alternativa diferente a abrir las cortinas y devolver
la claridad a la habitación en la que solo cuelgan luces de colores del techo.
Ya habrá tiempo para leer, para escribir, para seguir con aquellas páginas que
no quedarán pendientes, que no volverán a la repisa hasta que nuestros dedos
pasen por la última hoja de papel. Afuera, más allá del cristal de la ventana, el
cielo se encuentra encendido como en los más memorables atardeceres, da la
bienvenida en cuanto se abren las cortinas. Bellos colores, tonos naranjas,
amarillos y azules tan brillantes, tan limpios; una fotografía de otros días
que se remplaza con un clic. Faltan algunos minutos antes de que el aire se
llene de humo, antes de que la hora pico se lleve la pureza de la escena.
Podemos disfrutarla mientras tanto, mientras dure. Con una taza de café
humeante en las manos los segundos pasan, los minutos pasan. Con los ojos
cerrados, con los sentidos abiertos, podemos pretender que el tiempo se detiene
mientras cada sorbo nos despierta más, mientras cada sorbo nos saca del sueño. El
tiempo no se detiene, el tic-tac proveniente del fondo de la habitación nunca
se detiene en realidad. Quedan horas, en cualquier caso, para volver a la
rutina y decir adiós a otra mañana como esta. Quedan horas, horas que pueden
aprovecharse. El café se acaba, el humo proveniente de la taza desaparece. Ya
más despiertos, las ideas fluyen nuevamente en un vaivén constante, van y
vienen, van y vienen. Van de mi cuaderno a un cuaderno ajeno, de mi letra a una
letra ajena, aquellas ideas mezcladas, entrelazadas, unidas por más que poesía
o literatura cualquiera. ¿Qué las une? No hay respuesta, no una clara. El deseo
de aprender el uno del otro quizá, de mejorar a partir del error. Un sueño
menos literario quizá, el deseo de correr bajo la nieve y perderse tras un
bosque deshojado, tras troncos y ramas desnudas que esperan al verano. Puede
haber muchas razones, pero enumerarlas o intentar hacerlo desencanta. No hay
que hacerlo, hay que dejar de contar con los dedos. Una ducha caliente para
variar, para despertar el cuerpo, para llenar el cuarto de baño de vapor y
dibujar tonterías en el espejo entre risas, entre bromas. Es mejor que la ducha
helada de cada mañana, la que congela los huesos y hace desear acabar con
brevedad. Fuera del cuarto de baño, ya secos, ya listos, retomamos el lápiz y
el papel mientras recostados en la cama un plato de fresas entretiene el
hambre. Su sabor envolvente, jugoso, en ayunas parecen aún más dulces y dan
ganas de otra, y otra, y otra más. Quedan bastantes, para unos minutos más,
para unas páginas más. Una página, dos o tres que pasan con mis manos, con sus
manos, llenándose de la tinta propia y de la tinta ajena, de historias propias
e historias ajenas, de historias colectivas que solo construye el tiempo y
pulen los detalles. Vale la pena, valió la pena, despertar más temprano, para tomar
una pausa antes de comenzar el día realmente.
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