lunes, 2 de diciembre de 2019

Criaturas sin nombre

Mientras observa un letrero que con letras enormes anuncia la hora y la temperatura ambiente, su mente se encuentra en otro lugar dando vueltas y recordándole en que si sigue esperando allí sentado no llegará al siguiente destino. Continúa lanzando piedras hacia el charco frente a sus pies, deleitándose con ver como rebotan una, dos, tres veces antes de hundirse y deformar el espejo formado por la quietud y la tensión. Su reflejo desaparece, aparecen remolinos de tierra y desechos en las profundidades. Los guijarros pronto se pierden entre las grietas y el lodo. Una alerta, poca batería en el teléfono, poca energía en su cuerpo. Los parpadeos se vuelven cada vez más largos, y es este el único mensaje que recibe. Una maleta llena y media botella de vino para desdibujar la realidad son toda la compañía presente, lo más cercano en kilómetros y quizá de las pocas que lejos de casa podría llamar suyas. Un trago, dos tragos, el resto de la botella para un vago que caminaba por allí haciendo estragos con su costal. Desaparece al doblar la esquina, sus pasos dejan de escucharse. Una canción, y la siguiente, capaces de transportar su cabeza a otra dimensión en la que el agua reposada ya se ha evaporado, el calor ha vuelto y el verdor se ha sobrepuesto sobre el cemento. Aparece el musgo sobre la piedra, aparecen las aves sobre las ramas. Han pasado semanas, y aun causa asombro el ver a la vida vivir, no esconderse para sobrevivir. Los audífonos como escudo, como herramienta de distracción y evasión, corchos en sus oídos que no aíslan el frío pero si el ruido de los automóviles que pasan a toda velocidad en dirección al norte. Si cierra los ojos, podría ir en ellos, transportarse a una parte en la que no hay ni tráfico, ni lluvia, ni zozobra. Una obra de arte, pensaría, la utopía… Pero tan bello que es el lunar en la tez impecable, tan atractivas las cicatrices que recuerdan el paso por campos de espinas y rosas. La sonrisa del sujeto que tomó la botella, que se alejó tarareando y pensando que la velada no sería tan mala… ¿Cómo saberlo? ¿Cómo reconocer lo que realmente se necesita? El alma grita que tome una decisión mientras la sensación de querer correr sin detenerse se ve opacada por los deseos de quedarse a disfrutar de la escena, del brillo de la luna, de un amanecer recibido con café solo. Tantas cosas hermosas e imperfectas, dulces y amargas, aquellas que el paso del tiempo acaricia, estruja, aprieta con fuerza hasta transformarlas en algo nuevo. Es un proceso, un camino. Del carbón al diamante, de Bogotá a Alicante, de la oscuridad a la claridad, de la mentira a la verdad. Líneas divisorias entre conceptos acuñados por nosotros mismos para explicar fenómenos ajenos a nuestro control como la paz y la guerra o la bondad y la maldad. Ya se encuentra al otro lado, ha saltado el muro y se balancea en la baranda. Observando la luz del farol que ilumina el sendero oscuro, se da cuenta de que pronto se apagará. No más parafina, no más llamas. En contados segundos serán las estrellas la única compañía, las constelaciones que movieron a navegantes y caminantes servirán de guía para recorrer ese sendero oscuro, rumbo a tierras más cálidas. Es una sugerencia válida, la que hacen las señales de tránsito de salir de la calle y caminar entre la maleza, con la ligereza de quien caminó por allí toda la vida, con los ojos cerrados y los sentidos alerta. Podría caerse, podría lastimarse, y son algunas de las razones que vuelven de sus pies zancos, de sus pisadas meticulosas movidas entre raíces y rocas, entre vegetación y ladrillos, entre la frontera del hombre y las criaturas sin nombre.

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