Han cesado las marchas, los bloqueos, las
demostraciones de un pueblo inconforme que por días enteros pudo tomarse las
calles. La clara superioridad del otro lado no es en su totalidad responsable,
más aun si se tiene en cuenta la falta de organización propia, la tardía aparición
de ideas y soluciones para resistir las escaramuzas. Escudos y máscaras, láseres
y barricadas, el campo de batalla se transformó en un abrir y cerrar de ojos.
Cerraban noviembre con la llegada de detenciones arbitrarias, la persecución y
la intromisión, el uso de las redes como arma contra quienes actuando como
reporteros e informando a desconocidos terminaron hablando con los carceleros. Con
diciembre llegaron los regalos, las velas, la pólvora. Así mismo, fue en
diciembre cuando la ciudad fue desalojada. El ruido de las aturdidoras, las
sirenas y el gas amarillo que hacía correr a centenares de personas, todas esas
cosas pasaron pronto a ser un recuerdo. Aparecieron lentamente las luces sobre
las ventanas, las campanas sobre las puertas, los fuegos artificiales lanzados
desde las terrazas que iluminaron los días oscuros vividos. Era como si las
últimas semanas hubieran sido solo un mal sueño que la bondad irradiada por las
fiestas pudo mejorar. No más camuflados con chaleco custodiando centros
comerciales, no más índices sobre gatillos de armas automáticas cargadas ni
maletas repletas de cartuchos sin otro propósito diferente a intimidar, a
sembrar el miedo. Los trajes negros, los helicópteros verdes que sobrevolaban
la sabana con sus focos enceguecedores y sus cámaras de reconocimiento; aparecieron
en su lugar los gorros rojos, las guirnaldas escarchadas, las palomas blancas que
auguraban paz y prosperidad posándose sobre las estatuas de héroes y mártires,
en bustos de libertadores y dictadores. De vuelta a la rutina, de vuelta a la
realidad, mientras quienes toman las decisiones celebran bebiendo whiskey el
haber sofocado nuevamente una protesta con propaganda barata, psicología y
violencia. No tenemos derecho a reclamar nuestros derechos, no tenemos derecho
a subir la voz, no tenemos derecho a vandalizar instituciones privadas mientras
las instituciones públicas que deberían velar por nosotros le ponen el pecho al
cañón que la sociedad apunta a la cima de la cadena alimenticia. Nos están matando,
y nosotros nos estamos comiendo los unos a los otros, peleando por las migajas
caídas hasta que esté la comida de nochebuena. Tamales, lechona, natilla,
buñuelos, el pan que no nos dan, para disfrutar del circo en el que nos metimos.
Los niños pasan las horas jugando en los parques de barrios populares y
conjuntos residenciales. Cantan villancicos, juegan a policías y ladrones, a
bandoleros y bandidos. Corren por las cuadras, se pierden en callejones. En
esos mismos lugares, decenas de personas se parapetaron con palos y piedras no
hace mucho, a la espera de un enemigo que jamás llegó, pero que los medios
pintaban con la sevicia que pudo usar algún austriaco en su campaña contra los
inmigrantes. Éramos niños corriendo con palos, y persiguiendo fantasmas se nos olvidó
dónde estaba la piñata, dónde estaban los dulces. Esto puede cambiar, la hoguera
puede encenderse de nuevo. No es un grito al desorden, es un llamado para restablecerlo.
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