domingo, 8 de diciembre de 2019

Un llamado


Han cesado las marchas, los bloqueos, las demostraciones de un pueblo inconforme que por días enteros pudo tomarse las calles. La clara superioridad del otro lado no es en su totalidad responsable, más aun si se tiene en cuenta la falta de organización propia, la tardía aparición de ideas y soluciones para resistir las escaramuzas. Escudos y máscaras, láseres y barricadas, el campo de batalla se transformó en un abrir y cerrar de ojos. Cerraban noviembre con la llegada de detenciones arbitrarias, la persecución y la intromisión, el uso de las redes como arma contra quienes actuando como reporteros e informando a desconocidos terminaron hablando con los carceleros. Con diciembre llegaron los regalos, las velas, la pólvora. Así mismo, fue en diciembre cuando la ciudad fue desalojada. El ruido de las aturdidoras, las sirenas y el gas amarillo que hacía correr a centenares de personas, todas esas cosas pasaron pronto a ser un recuerdo. Aparecieron lentamente las luces sobre las ventanas, las campanas sobre las puertas, los fuegos artificiales lanzados desde las terrazas que iluminaron los días oscuros vividos. Era como si las últimas semanas hubieran sido solo un mal sueño que la bondad irradiada por las fiestas pudo mejorar. No más camuflados con chaleco custodiando centros comerciales, no más índices sobre gatillos de armas automáticas cargadas ni maletas repletas de cartuchos sin otro propósito diferente a intimidar, a sembrar el miedo. Los trajes negros, los helicópteros verdes que sobrevolaban la sabana con sus focos enceguecedores y sus cámaras de reconocimiento; aparecieron en su lugar los gorros rojos, las guirnaldas escarchadas, las palomas blancas que auguraban paz y prosperidad posándose sobre las estatuas de héroes y mártires, en bustos de libertadores y dictadores. De vuelta a la rutina, de vuelta a la realidad, mientras quienes toman las decisiones celebran bebiendo whiskey el haber sofocado nuevamente una protesta con propaganda barata, psicología y violencia. No tenemos derecho a reclamar nuestros derechos, no tenemos derecho a subir la voz, no tenemos derecho a vandalizar instituciones privadas mientras las instituciones públicas que deberían velar por nosotros le ponen el pecho al cañón que la sociedad apunta a la cima de la cadena alimenticia. Nos están matando, y nosotros nos estamos comiendo los unos a los otros, peleando por las migajas caídas hasta que esté la comida de nochebuena. Tamales, lechona, natilla, buñuelos, el pan que no nos dan, para disfrutar del circo en el que nos metimos. Los niños pasan las horas jugando en los parques de barrios populares y conjuntos residenciales. Cantan villancicos, juegan a policías y ladrones, a bandoleros y bandidos. Corren por las cuadras, se pierden en callejones. En esos mismos lugares, decenas de personas se parapetaron con palos y piedras no hace mucho, a la espera de un enemigo que jamás llegó, pero que los medios pintaban con la sevicia que pudo usar algún austriaco en su campaña contra los inmigrantes. Éramos niños corriendo con palos, y persiguiendo fantasmas se nos olvidó dónde estaba la piñata, dónde estaban los dulces. Esto puede cambiar, la hoguera puede encenderse de nuevo. No es un grito al desorden, es un llamado para restablecerlo.

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