domingo, 12 de noviembre de 2017

De hojas y ramas

La semana no acaba, pues apenas comienza. Los días pasados fueron días diferentes, días cortos en los que escuchar se volvió mejor que hablar, en los que leer se volvió mejor que escribir, en los que dejarse llevar se volvió mejor que nadar en contra de la corriente. Un respiro, una pausa, un descanso mientras se suben las escaleras que llevan al cielo, las escaleras que llevan a la utopía personal. Es esa utopía la que motiva a salir de la cama, la que estando entredormido lleva a abrir las cortinas muy temprano en la mañana para disfrutar del amanecer antes de que sus colores se opaquen por el humo, de que se escondan tras el polvo de una ciudad que despierta un domingo cualquiera. Hoy despierta más tarde, hoy la ciudad se queda en cama por algunas horas mientras individuos más activos toman sus bicicletas, ruedan sin control alguno por las calles vacías, aunque llenas de huecos y charcos, los restos claros de la lluvia pasada y del desorden administrativo pasado también. Puedo verlas, a todas las bicicletas brillantes que pasan frente a mi ventana. Tantos colores, tantas ruedas girando a toda velocidad y perdiéndose más allá de los árboles, de las montañas, de los tejados de las casas que se ven desde mi posición. Una buena vista, un buen paisaje, un buen lugar para despertar y comenzar el día. Al abrir la ventana, al mover el cristal, entra la brisa fría colmada del aroma a rocío. Los sonidos se vuelven más claros, el aparente silencio de la ciudad parece real mientras solo se escuchan las aves silbando, mientras solo se percibe el murmullo de las hojas sacudiéndose con el viento, siendo arrancadas de sus ramas, volando por ahí y perdiéndose en el cielo hasta tocar su destino final. Qué tan fuerte ha de soplar, para arrancar hojas todavía verdes, todavía vivas. Han de irse solo las hojas secas, las hojas marrones, pero la brisa no distingue colores y solo se lleva lo que encuentra, aquello que nunca estuvo aferrado realmente. Suficiente del murmullo, de ver hojas volando por ahí; el tiempo apremia, el tiempo se acaba. Me alejo de la ventana, la dejo abierta; la promesa de no volver a cerrarla por abrir una puerta ha de mantenerse. El solo mirar hacia afuera basta para recordar aquella promesa, basta para recordar la ruta, para organizar las ideas. Y para hacerlo, para mirar hacia afuera, hay que dejar entrar la luz, quitar las barreras. En una habitación oscura, aislada, no puede haber fuego, no puede haber vida. En una habitación llena de pendientes, de las palabras que nunca se dijeron, no puede nacer nada nuevo. Abandonarla no es tampoco una opción, correr nunca lo ha sido. Quedarse allí es la respuesta, la decisión final, barrer los destrozos de otros tiempos para así despejar el camino. Decir las palabras que nunca se dijeron, enviar los mensajes que nunca se enviaron, vaciando así la maleta y haciendo más fácil el recorrido. Sin vidrios rotos, sin clavos desperdigados que retrasen el avance, una pista libre para despegar y perderse entre las nubes grises con la esperanza de que algún día vuelvan a ser blancas. No habrá que volver a aterrizar en el mismo lugar dos veces, no hay que volver, ese nunca fue el plan. La cuenta regresiva sigue mientras un domingo cualquiera la semana comienza, mientras con un nuevo teclado se le da la bienvenida a una nota más, a una página más. Una página nueva, una que crece en las ramas de donde alguna vez cayeron tantas hojas.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario