Se ralentizaban
los segundos, cada uno de ellos que pasaba con el vehículo en movimiento y la
cabeza en otra parte, con la cabeza girando en un espiral, bailando con la
melodía que no se detiene. No dormido, no inconsciente, pues los ojos estaban
abiertos, alerta, contemplando la escena que mutaba constantemente con ambas
manos en el volante. Los edificios pasaban, las señales de tránsito se quedaban
atrás y pronto ya no quedaban ladrillos, ya no quedaba cemento, ya no quedaba
ciudad, solo montañas negruzcas en la distancia y el verdor de los pastizales
cubiertos por la neblina blanca. Apagó
el motor, el ronquido de los engranajes se cortó de pronto y volvieron los
grillos, el silbido de la brisa, el ruido de la noche. Observó por la ventana,
hacia los campos, en donde los brotes altos se sacudían, danzaban, invitándolo a
perderse en ellos, como en los viejos tiempos cuando corría y se escondía en la
maleza sin medir el tiempo, sin ganas de volver a casa. Abrió la puerta, bajó
del vehículo y cerró la puerta de golpe, comenzó a caminar hacia los
pastizales, mientras la neblina parecía avanzar hacia él, rodearlo con sus
tonos claros. Lo abrazaba, como un espectro con aroma a rocío, cuyo aroma se
hacía más fuerte con cada paso que se daba. El sonido de los grillos aumentaba
de volumen, saltaban bajo las suelas de sus zapatos. Sus pies aplastaban los pequeños
brotes mientras quitaba los más grandes con sus manos, tratando de despejar el
camino y ver lo que había más allá de ellos. Más hojas, más ramas, más y más
ramas, como antes, como siempre. Se sentó un momento, cansado, considerando la
idea de devolverse y detener aquella locura, aquella búsqueda en la que no
encontraría nada. No había nada sobre ese campo que le fuera útil, todo estaba
bajo él. Cientos de esqueletos enterrados por las mismas manos, acumulados a través
de los años en un intento por recordar el sendero correcto, cuando la toxicidad
de aquellos recuerdos enterrados era aquello que enfermaba las raíces, que
opacaba las ramas, que marchitaba las hojas. Desde abajo, desde el interior,
era el veneno disfrazado de cura, un acto heroico convertido en la propia
ruina. La enfermedad autoinducida, la laceración propia, tantas metáforas para
definir el acto patético de vivir en el ayer, con los esqueletos que nunca
debieron enterrarse, con los esqueletos que debieron arder en el fuego. Se miró
las manos, las cicatrices de las quemaduras causadas cuando quiso rescatarlos,
cuando se rehusó a perderlos… Ahora todos ellos estaban allí, recordándole a
gritos que no se irían hasta que no cerrara la puerta. No se irían alejándose de
aquel campo, no se irían subiéndole el volumen a la música, las voces estaban
allí recordando el hambre, la sed, el frío que causaba su presencia. Uno de
ellos, uno de nosotros, no podría, no lo permitiría. ¿Y cómo salir? Si volvía
allí cada noche, al quedarse dormido, a repetir la misma escena día tras día de
encontrarse con los espectros cara a cara para una cita a la media noche. Tenía
que despertar, pero no del sueño, despertar de verdad. Encerrar aquellas
imágenes y no bajo sus pies, deshacerse de ellas como debió hacerlo cuando la
primera apareció, cuando la primera cadena se forjó. Sus ojos comenzaron abrirse,
muy lentamente, mientras los campos de desvanecían, mientras las hojas se iban,
mientras la bóveda de sus sueños se desmoronaba. Estaba en su habitación, una
mañana cualquiera, con las paredes de su habitación llenas de fotografías. Pronto se irían,
al igual que los esqueletos.
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