Escribo desde otro lugar, lamentablemente mi antiguo teclado ya no
funciona. Después de numerosos accidentes que pudieron evitarse con un poco más
de cuidado, conseguir uno nuevo se vuelve ahora una necesidad, mas no
inmediata, puede esperar algunos días y así lo ha hecho. Hay otras prioridades,
otras cosas en la lista de pendientes. Este suceso no significa dejar de
escribir, dejar las cosas tiradas a la mitad del camino; al fin y al cabo, para
escribir solo se necesitan las ganas, así sea en un pedazo de papel cualquiera.
¡Cuántas no ha habido ya de este tipo! Notas al azar en cualquier parte, en
cualquier lado. Desde servilletas amarillentas hasta el más blanco papel, desde
arrugadas páginas hasta impecables y lisas hojas coloridas. Recopilarlas todas sería
una interesante actividad, atar cabos sueltos de los que no se esperaba más que
matar el tiempo, sacar la basura. Sin embargo, muchos de esos fragmentos ya no
existen, se han perdido, han ardido entre llamas amarillas y azules. Se
convertido en negruzca ceniza que ya no significa nada, que ya no representa
nada más que sobras, desechos. Las que no ardieron, las notas que se quedaron,
los fragmentos que sobrevivieron, se encuentran refugiados en un cajón bajo
llave, donde solo un par de ojos podrían verlos de nuevo. Es posible sacarlos
de su escondite, pero por ahora, es temprano para que vean la luz nuevamente,
la misma que vieron cuando la tinta quedo grabada en ellos. Por otro lado,
fuera de la bóveda en la que reposan aquellas historias, hay vida, mucha más de
la que podría haber encerrada en la oscuridad. En el papel avanzan, sobre el
papel se mueven, aquellos personajes de otros días, aquellos recuerdos de otros
años. Relatos escondidos que bajo el cielo negro parecen dar color a la
habitación, parecen devolverle el calor mientras la lluvia helada y el granizo
blanco cubren las calles por completo, mientras el silbido de la brisa fría se
escucha más allá del cristal de la ventana como si esta tratase de entrar.
Golpea el cristal, una y otra vez, un murmullo constante que no se detiene con
los minutos, con las horas. Una, dos, tres horas en el mismo lugar, dando
vueltas en la silla. Las horas pasan frente al escritorio de madera, con un
bolígrafo jugueteando entre los dedos, con las ideas organizándose al ritmo de
la música, esa que opaca el silencio y se sobrepone al murmullo de la ciudad.
Es un poco más lento el proceso, este de escribir a mano, pero el tener una
copia tangible sigue siendo una mejor opción. Un cuaderno, un libro, lo que sea
que no desaparezca con presionar un botón; opciones más atractivas, aunque no más
eficientes en términos generales. Sacrificar la eficiencia por la tranquilidad
de que nada se va a perder, sacrificar la rapidez por la sensación de tener el
lápiz en las manos y tachar palabras, borrar caminos; una sensación más real de
tener el control de la historia al hacer y deshacer físicamente lo que sale de
la cabeza.
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