miércoles, 8 de noviembre de 2017

Desde otro lugar

Escribo desde otro lugar, lamentablemente mi antiguo teclado ya no funciona. Después de numerosos accidentes que pudieron evitarse con un poco más de cuidado, conseguir uno nuevo se vuelve ahora una necesidad, mas no inmediata, puede esperar algunos días y así lo ha hecho. Hay otras prioridades, otras cosas en la lista de pendientes. Este suceso no significa dejar de escribir, dejar las cosas tiradas a la mitad del camino; al fin y al cabo, para escribir solo se necesitan las ganas, así sea en un pedazo de papel cualquiera. ¡Cuántas no ha habido ya de este tipo! Notas al azar en cualquier parte, en cualquier lado. Desde servilletas amarillentas hasta el más blanco papel, desde arrugadas páginas hasta impecables y lisas hojas coloridas. Recopilarlas todas sería una interesante actividad, atar cabos sueltos de los que no se esperaba más que matar el tiempo, sacar la basura. Sin embargo, muchos de esos fragmentos ya no existen, se han perdido, han ardido entre llamas amarillas y azules. Se convertido en negruzca ceniza que ya no significa nada, que ya no representa nada más que sobras, desechos. Las que no ardieron, las notas que se quedaron, los fragmentos que sobrevivieron, se encuentran refugiados en un cajón bajo llave, donde solo un par de ojos podrían verlos de nuevo. Es posible sacarlos de su escondite, pero por ahora, es temprano para que vean la luz nuevamente, la misma que vieron cuando la tinta quedo grabada en ellos. Por otro lado, fuera de la bóveda en la que reposan aquellas historias, hay vida, mucha más de la que podría haber encerrada en la oscuridad. En el papel avanzan, sobre el papel se mueven, aquellos personajes de otros días, aquellos recuerdos de otros años. Relatos escondidos que bajo el cielo negro parecen dar color a la habitación, parecen devolverle el calor mientras la lluvia helada y el granizo blanco cubren las calles por completo, mientras el silbido de la brisa fría se escucha más allá del cristal de la ventana como si esta tratase de entrar. Golpea el cristal, una y otra vez, un murmullo constante que no se detiene con los minutos, con las horas. Una, dos, tres horas en el mismo lugar, dando vueltas en la silla. Las horas pasan frente al escritorio de madera, con un bolígrafo jugueteando entre los dedos, con las ideas organizándose al ritmo de la música, esa que opaca el silencio y se sobrepone al murmullo de la ciudad. Es un poco más lento el proceso, este de escribir a mano, pero el tener una copia tangible sigue siendo una mejor opción. Un cuaderno, un libro, lo que sea que no desaparezca con presionar un botón; opciones más atractivas, aunque no más eficientes en términos generales. Sacrificar la eficiencia por la tranquilidad de que nada se va a perder, sacrificar la rapidez por la sensación de tener el lápiz en las manos y tachar palabras, borrar caminos; una sensación más real de tener el control de la historia al hacer y deshacer físicamente lo que sale de la cabeza. 

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