sábado, 9 de diciembre de 2017

Todo en orden

“Recordaba el camino, no era muy lejos, al fin y al cabo. Christine continuó caminando a través de las calles, entre el tumulto de personas y el tráfico ruidoso de aquella mañana de sábado, hasta que divisó por fin las altas astas de las banderas ubicadas junto a la entrada del centro comercial. Llegaría en menos de cinco minutos, y eso la llenaba de dicha. La temperatura había aumentado considerablemente desde que comenzó su recorrido, pequeñas gotas de sudor recorrían su frente mientras el viento la despeinaba, mientras la brisa la refrescaba estando bajo el calor del sol aquella mañana. Apresuró el paso, quería refugiarse en una sombra. Aunque no le molestaba el calor, prefería el frío, el estar abrigada, protegida. El verano pronto acabaría, llegarían los días de otoño, llegarían los días de invierno. Las hojas de los árboles tornándose naranjas, cayendo, dejando al descubierto un árbol desnudo que enfrentará a la nieve y florecerá nuevamente, era esta una imagen que Christine anhelaba ver de nuevo, una imagen de la que solo tenía buenos recuerdos. Pequeños copos blancos cayendo del cielo, sobre su rostro, congelando sus mejillas descubiertas y su nariz enrojecida, recuerdos tan ajenos y tan lejanos a aquella ciudad, a aquel momento. Después de unos minutos Christine llegó a la entrada del centro comercial y entró de inmediato, no había tiempo que perder. Decidió ir por los víveres primero, llenar la alacena y detener el constante rugido en su estomago eran prioridades en su lista. Entró a uno de los tantos almacenes que había dentro del inmenso edificio azul. Las puertas automáticas se abrieron en cuanto ella se paró frente a ellas. Entró como si nada, el lugar no parecía estar tan lleno de personas, por lo que estaba segura de que no tardaría en la fila. Las detestaba, detestaba esperar de pie en un lugar, y procuraba evitar toda clase de situaciones que la llevaran a ello. Saludó al encargado y tomó una canasta, comenzó a recorrer los pasillos llenándola de frutas, de verduras, de dulces; leche, huevos, queso, cereal, carne congelada, lo suficiente para una semana, para poder tener un menú variado. Sabía cocinar después de todo, no moriría de hambre y eso lo sabía bien. Volvió al punto de partida, en donde el encargado la esperaba tras la caja. Después de que él terminó de escanear todos los objetos y guardarlos en una bolsa de papel, la pantalla sobre la caja registradora indicó el valor total. Christine tomó un billete del bolsillo de su falda y se lo entregó al encargado, este lo recibió sin dejar de mirar a la pequeña chica. Sacudió su cabeza y abrió la caja, dejó allí el billete de cien que acababa de recibir y tomó uno de 20 que le entregó de vuelta con una sonrisa. Ella sonrió, tomó la bolsa de papel y se alejó en dirección a la salida mientras el encargado la seguía con la mirada hasta que desapareció tras la puerta automática. Fuera del almacén, Christine trataba de encontrar entre los tantos almacenes alguno en el que pudiera comprar un celular, su siguiente objeto en la lista. Encontró uno a algunos metros, corrió hacia el con la bolsa de papel en sus brazos y, al llegar al establecimiento, se dejó caer sobre una de las grandes sillas rojas que había allí. Uno de los empleados se acercó a ella y le ofreció un vaso de agua, preguntándole si todo estaba en orden al verla tan agitada. Ella solo asintió con la cabeza, jadeante. Descargó la bolsa de papel sobre la mesa que tenía enfrente para recobrar el aire. El amable empleado se retiró y volvió segundos después con un vaso de agua que Christine tomó entre sus manos y bebió a grandes sorbos. Al acabar, tomó aire y le dio las gracias al sujeto, luego le explicó el motivo de su visita. Después de algunas preguntas, el sujeto le enseñó los modelos disponibles en una revista. Ella los miraba todos buscando entre ellos el más sencillo, el menos lujoso, lo más cercano a un teléfono de verdad con las ventajas de un teléfono moderno. Encontró por fin uno que cumplía este vital requisito, el empleado buscó la referencia y le indicó a Christine que volvería en un momento, pues iría a la bodega a buscar su teléfono. Mientras tanto, ella se acercó a la caja y pagó el total. Sin una certeza real de cuanto tardarían en traerlo, Christine tomó asiento de nuevo y comenzó a revisar los víveres que había comprado minutos atrás. Con los ojos cerrados, imaginaba todo lo que podría cocinar, todo lo que podría crear, los cientos de aromas que invadirían su departamento cada mañana, cada tarde, cada noche; los aromas, los sabores combinados recorriendo su paladar que pronto dejarían de ser un sueño. Abrió los ojos nuevamente, el sujeto todavía no había vuelto. No tenía mucha prisa, aunque si tenía prisa por contactar a Dimitri. ¿A dónde lo llamaría? La carta no indicaba ningún número, ninguna dirección… Nada. Solo podía esperar a que él la contactara a ella. El empleado volvió al cabo de unos minutos con una pequeña caja blanca en sus manos. Tomó asiento junto a ella y, frente a la mesa, comenzaron a revisar el contenido de la caja juntos. El celular funcionaba, todo estaba en orden. El empleado guardó todo nuevamente mientras Christine le enseñaba el recibo de pago, él agradeció nuevamente por la compra y estrechando la mano de la chica le deseó un buen día. Ella hizo lo mismo, verdaderamente agradecida con la amabilidad y hospitalidad tan repentina que no esperaba en el lugar que estaba. Sus prejuicios se desmoronaban, las imágenes previas de la realidad ya no parecían tan acertadas y crearlas de nuevo era tener un lienzo en blanco, la posibilidad de empezar de cero con una paleta llena de colores. Christine guardó la pequeña caja blanca en la bolsa de papel y salió del establecimiento, luego comenzó a caminar en dirección a la salida del centro comercial. No quería caminar con los brazos cargados bajo el inclemente sol de la mañana, por lo que decidió tomar un taxi, hacer la excepción solo después de considerar todas los factores en juego. Al salir del inmenso edificio azul, se acercó a la calle y estiró su brazo para detener a uno de los tantos vehículos amarillos que pasaban por allí. Uno de ellos se detuvo junto a ella, la puerta se abrió y Christine subió, descargando la bolsa sobre la silla del taxi. El conductor la saludó y le preguntó a dónde se dirigían, Christine le indicó la dirección y después de pensar por unos segundos la ruta, el conductor pisó el acelerador y comenzaron a moverse. Cansada, con la frente nuevamente llena de pequeñas gotas de sudor, Christine se recostó sobre la silla de cuero del taxi, arrullada por el sonido del motor y el sonido de la radio, en donde una delicada voz cantaba sobre la belleza de una mañana lluviosa y la hermosura de una tormenta. Buenos ejemplos de su recorrido, un buen ejemplo de llegar al ojo del huracán. El recorrido fue rápido, por lo que Christine pudo mantenerse despierta a pesar de estar en el constante vaivén de quien cierra y abre los ojos lentamente. Estando frente al edificio 7153, la chica le entregó al conductor un billete de 20 y le pidió que conservara el cambio, este le agradeció y abrió la puerta para ella. Christine bajó del taxi con los brazos llenos y vio a Mario parado frente al umbral, se acercó a él con una sonrisa y él acomodó su corbata.

—Volviste pronto. —Mario señaló el cielo azul, despejado—. Es un buen día para salir a caminar. ¿No crees?
—Demasiado sol para caminar tranquila —dijo Christine con una mueca—, eso creo.
—Supongo que no se puede tener contento a todo el mundo. ¿Qué llevas ahí?
—Comida, y un celular.
—Eso está bien, debes comer bien. Por cierto, llegó otra carta de Dimitri, minutos después de que te fuiste. Supongo que las envió una tras otra.
—¡Que bien! Me muero por leerla.
—Vamos por ella, está adentro.

Mario abrió la puerta y ambos entraron al edificio 7153. En la recepción, Mario tomó un sobre de su puesto y lo depositó en la bolsa de papel de la chica, seguro de que no tendría como llevarlo en las manos. Chistine se despidió de Mario y se acercó al elevador, las puertas se abrieron y entró a la caja metálica, presionando luego el botón del quinto piso. Al llegar a su destino, Christine salió del elevador y se acercó a la puerta de su departamento. Buscó las llaves en el bolsillo de su falda, al encontrarlas, abrió la puerta. Entró al departamento y corrió hasta la pequeña mesa de madera para descargar la bolsa, para liberarse del peso en sus brazos, para recuperar la libertad de moverse. Al hacerlo, se acercó a la puerta y la cerró de golpe, luego volvió a la mesa y buscó en el interior de la bolsa el sobre que minutos atrás Mario había depositado allí. Lo destapó rápidamente y tomó la carta entre sus dedos, comenzó a leer sin detenerse.

“Christine,
Sé que eres muy lista, pero no eres adivina. Aquí está mi número, olvidé ponerlo justo después de enviar la carta. Escríbeme cuando puedas, o cuando necesites una mano. ¡Buena suerte pequeña!

773-854-5421.
Dimitri.”

Ahí estaba lo que estaba buscando. Christine tomó la pequeña caja blanca de la bolsa de papel y la abrió, tomó de ella el celular y lo encendió. Después de una rápida configuración, estaba listo para ser usado. Pensó en llamar a Dimitri, hasta que recordó las palabras presentes en su carta. Un mensaje, eso serviría más. ¿Y qué le diría? Comenzó a escribir en la pequeña pantalla de cristal, escribía y borraba, escribía y borraba, insegura. Al final, puso tres puntos suspensivos y envió el mensaje, luego caminó hasta su cuarto y se recostó sobre la cama, invadida por una repentina ansiedad, por el deseo de obtener una respuesta en cuanto antes. Así pasó un minuto, pasaron dos, pasaron tres minutos y el sopor del calor de la mañana volvía a invadirla, a someterla. Un sonido proveniente del celular la hizo reaccionar nuevamente, la pantalla se encendió con la respuesta de aquel número desconocido, que ahora conocía y no podría olvidar. Los mensajes llegaban uno a uno y ella solo sonreía de dicha al sentir como la ansiedad se había ido, como era eso lo que faltaba en realidad, tachar los pendientes en esa lista interminable que no abandonaba su cabeza.

“¡Vaya que tarda el correo en llegar! ¡Envié esas cartas hace días!”

“¡Hola pequeña¡ ¿Todo en orden? :)”

“Volveré pronto, lo prometo. ¿Cómo van las cosas en Chicago?

¿En Chicago? Christine no estaba realmente segura de donde estaba Dimitri, pero podía estar segura de que no estaba en Chicago ni cerca de la ciudad. ¿Sería adecuado preguntarle? Sin ganas de incomodarlo, sin ganas de abrir las puertas de un mundo desconocido, se limitó a responder, a hacer como si nada.

“¡Todo en orden Dimitri! :)”

Las respuestas vendrían solas, como lo habían hecho hasta ahora sin necesidad de decir algo".

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