jueves, 27 de abril de 2017

Impulsos

“Hablamos…. Hasta el amanecer. Sentados en el amplio sofá de la sala principal, conocía nuevamente a Christine, a la chica misteriosa que lentamente dejaba atrás los misterios, los secretos, que lentamente sacaba su vida de la niebla. Ya no omitía los detalles importantes que antes pintaba como esbozos, era como si se hubiese abierto por completo, como si ya no le importara ocultarse entre las sombras mientras hablaba conmigo. Lentamente se iba la oscuridad, lentamente salía el sol. Su relato comenzó mucho antes de llegar a la ciudad, cuando todavía vivía con sus padres en las afueras de Chicago. La familia Moore no era muy adinerada, vivían humilde y honradamente. Adam Moore, su padre, trabajaba en una fábrica de zapatos cercana mientras su madre, Virginia, se quedaba en casa a tejer y a cuidarla, a guiar sus primeros pasos. Así pasaron varios meses, varios años de una vida tranquila que parecía no poder acabar. Mañanas enteras trepando a las copas de los árboles en su jardín trasero, tardes de paseos a través de los campos de cultivo aledaños y noches estrelladas jugando con los animales silvestres que vivían en el arroyo junto a su casa. Su deseo de conocer el mundo aumentaba día a día, pues al no tener hermanos o hermanas, se sentía sola estando rodeada de tanto verdor y deseaba más que a nada tener a alguien con quien compartir sus aventuras, sus historias, sus secretos. Adam y Virginia, queriendo ver a su hija feliz, la inscribieron en una escuela local. Por su personalidad tan extrovertida y su extraña manía de ayudar a todo aquel que necesitara una mano, Christine hizo amigos con facilidad y se ganó el cariño de los profesores en cuestión de semanas. Sus padres estaban orgullosos de cada uno de los pequeños logros que le eran reconocidos y confiaban en que todo seguiría de la misma manera, estaban convencidos de que nada podría arrebatarles lo que tenían en ese momento. Poco después de cumplir 14 años, fue cuando todo cambió en su vida, cuando lo que podía considerar inmutable mutó completamente. Adam llegó a casa una noche muy preocupado, anunciando que la fábrica había cerrado y que los ahorros que tenían no durarían mucho. Virginia y Christine se sentaron a su lado viéndolo tan atribulado, lo consolaron, le aseguraron que todo estaría bien a la mañana siguiente y él lo creyó así, se mantuvo fuerte porque era en él quienes se apoyaban ellas dos. En efecto, a día siguiente Adam comenzó a buscar un empleo, duró una semana entera recorriendo el pueblo de arriba abajo y recibiendo respuestas negativas de un lado a otro. Nada salía, nadie quería contratarlo, lentamente perdía la esperanza y, desesperado, entró una tarde a un casino en donde perdió hasta el último billete que llevaba en sus bolsillos. Iba a salir de ese lugar, a volver a casa y a reanudar su búsqueda cuando estuviese más tranquilo, pero alguien le pidió que se quedara, alguien le ofreció la solución a sus problemas con la condición de que volviera. Adam dejó de buscar, volvió al casino a la mañana siguiente, y a la mañana siguiente, y a la mañana siguiente. Se llenaba del humo del cigarrillo y del aroma del alcohol, del sabor amargo en sus labios resecos que se iba con la dulce sensación de ver las monedas caer de la máquina. Ya no volvía a casa en las noches, a veces no volvía por días enteros y cuando lo hacía, estaba de mal humor por haber perdido. Tentando por sus amistades en el casino, Adam comenzó a consumir heroína, a descuidar su apariencia y sus responsabilidades, a deshacerse lentamente mientras se hundía en un pozo sin fondo. Virginia, preocupada por la situación en su hogar y hondamente deprimida por lo que sucedía con su esposo, se quebró también. Se hizo adicta a las pastillas para dormir, se acostumbró a mantenerse bajo sus efectos solo para no enfrentar lo que estaba sucediendo. Permanecía acostada todo el día, encerrada en su habitación. Ya no hablaba con su hija y cuando lo hacía, era para gritarla y maltratarla, para desahogar inconscientemente la frustración que le generaba el ver que su vida perfecta se había ido abajo. La sumatoria de todos estos eventos afectaba profundamente a Christine, quien comenzó a descuidar sus notas a causa del no dormir bien, a causa del no comer bien. Sus compañeros y profesores no entendían qué sucedía, no entendían como en un par de meses la chica dulce que conocían había desaparecido. Ella no quería dar explicaciones tampoco, se encerraba en su propia burbuja y, cuando sentía que hacían demasiadas preguntas, respondía con hostilidad y se alejaba de todos. Una tarde, al salir de la escuela, Christine volvió a casa y entró a hurtadillas a la habitación de sus padres, deseosa de hablar con su madre y arreglar las cosas. Virginia estaba tendida sobre la cama, como cada tarde que su hija llegaba a casa. Sobre la mesa de noche reposaba una taza de café vacía y un plato con un pan medio mordido, ambas cosas llevaban allí varios días ya, Christine las había llevado para que Virginia comiera. Se acercó a su madre y movió sus hombros primero suavemente, luego un poco más fuerte. Le pedía, le suplicaba que despertara mientras su voz se quebraba, amenazando con desencadenar el llanto el cualquier momento. No conseguía nada, no se movía, no despertaba. Christine se alejó de la cama y, llena de ira, llegó al armario, abrió la gran puerta de madera que rechinó agudamente. De su interior, tomó una gran maleta de mano roja y volvió a cerrar la estrepitosa puerta. Inconscientemente, Christine quería que su madre se diera cuenta de lo que estaba sucediendo, inconscientemente quería que la detuviera. No lo hizo, las pastillas la tenían en un sueño tan profundo que nada ni nadie podría despertarla por ahora. Christine salió de allí con la maleta de mano en sus manos, si siquiera cerrar la puerta, mientras pequeñas lágrimas rodaban por sus mejillas y silenciosos sollozos se le escapaban. Fue a su habitación y al entrar, caminó a su mesa de noche y tomó la alcancía entre sus manos. La lanzó contra el suelo, rompiéndola en cientos de pedazos. De los trozos de porcelana rotos tomó todas las monedas y las guardó en una bolsa que puso en el bolsillo de su chaqueta. Comenzó a empacar, guardó toda su ropa en la maleta de mano y, como le quedaba espacio, llevó algunos de los libros que no había leído todavía también. Cerró la cremallera, levantó la grande y pesada maleta de mano de su cama y salió de la habitación dando pasos temblorosos que lentamente ganaban fuerza, seguridad. Al cruzar el pasillo, al bajar las escaleras, al cruzar el umbral de la puerta, ya no tenía miedo de tomar el siguiente autobús a Chicago. ¿Y la escuela? ¿Y sus amigos? ¿Y sus profesores? Todo se quedaría atrás, no tendría que volver a traer nada de eso a la mesa. Miró hacia la distancia, hacia el horizonte, parada frente a la entrada de su casa, en la acera. Faltaban algunos minutos para la puesta de sol, pero ella no miraba hacia el cielo, sino hacia la carretera vacía que conducía a la ciudad. De repente escuchó un ruido, un potente motor se acercaba, el transporte azul que la llevaría a su destino, podía reconocerlo como cuando lo veía pasar sin intenciones de irse, con intenciones de quedarse. Ya no, no más. Christine Levantó la mano y el gran autobús se detuvo, frenó en seco y abrió sus puertas. La pequeña chica entró pero, al contar las monedas y darse cuenta de que no tenía suficiente para pagar el pasaje, miró al conductor con una mueca lastimera y este le sonrió, la dejó pasar sin pagar. Christine le sonrió de vuelta y caminó hasta llegar al fondo del autobús, en donde había una silla vacía junto a una señora que dormía y roncaba. Tomó asiento y pronto se quedó dormida también, sosteniendo fuertemente la maleta con ambas manos No despertó hasta que la misma señora sacudió su hombro ligeramente para indicarle que ya habían llegado a la terminal de autobuses de Chicago. El sol había desaparecido por completo, el anochecer había llegado mientras dormía. Christine refregó sus ojos, se puso de pie y le agradeció a la señora. Su estómago rugía fuertemente, descendió del autobús y puso sus pies en el frío cemento de la terminal. Christine comenzó a buscar algo de comer con la mirada. Vio un quiosco en la distancia que era atendido por un sujeto de barba, se acercó a él y, sacando las monedas que no había usado en el pasaje, compró varios panecillos que devoró con avidez, calmando momentáneamente el hambre que la acechaba. Se alejó del quiosco y caminó algunos minutos alrededor de la terminal sosteniendo su maleta de mano, mientras una sola pregunta rondaba una y otra vez en su cabeza: ¿Y ahora qué?."

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