“Christine volvió a casa muy tarde aquel día. Deslumbrada por las
luces coloridas que titilaban sobre su cabeza, no quería dejar de caminar, no
quería dejar de perderse en aquellas calles y callejones hasta que saliera
nuevamente el sol. Ya cansada, ya con frío, decidió suspender su recorrido para
ir a casa y descansar un poco, tendría tiempo para pasear después de todo. Se
detuvo junto a una banca de madera que había en la calle que se encontraba y
tomó asiento para consultar el mapa. Sentía la necesidad de confirmar el camino
a casa antes de emprender la marcha. Tomó el mapa del bolsillo de su chaqueta
roja y lo desdobló, ubicó rápidamente el lugar donde se encontraba lanzando una
rápida mirada a una señal en un poste cercano. 371 Wooden Lane, ni idea. Al
consultar aquella dirección en el papel arrugado, se dio cuenta de que no
estaba muy lejos. Llegaría en 10 minutos. Dobló el mapa nuevamente, lo guardó
en su bolsillo y sacó del otro una manzana, tenía hambre. Le dio una gran
mordida, el sabor dulce recorriendo su lengua y empapando sus labios rojos la
despertó, no había comido muy bien durante los días pasados y se sentía débil. Tendría
que cambiar aquellos hábitos alimenticios si quería continuar con sus paseos,
comer mejor. Otra mordida, y otra mordida que llenaba su boca de un sabor
azucarado, su favorito. Christine se puso de pie y comenzó a caminar en
dirección al departamento, sin dejar de morder la manzana de tanto en tanto
hasta que solo quedaron los restos que lanzó a un cesto cercano. El viento soplaba
suavemente, despeinaba su cabello esporádicamente lanzando mechones castaños
sobre su rostro helado. Guardó las manos en los bolsillos de su chaqueta y
apretó el paso, quería llegar ya. El tráfico parecía avanzar más despacio que
ella, por lo que comenzó a reír y se llenó de gusto al no estar atrapada en un automóvil.
Recordó como esa situación no era un problema en su viejo pueblo, donde las
calles nunca se veían tan llenas. Tan tranquilo, tan distante, tan familiar.
Christine sacudió su cabeza disgustada, un buen recuerdo no suele venir solo. Al
cabo de pocos minutos pudo ver a lo lejos la fachada color ladrillo de su
edificio y dio un gran suspiro. Estaba contenta, las tantas horas revisando
aquel mapa habían servido para no perderse en su primer recorrido, eso era
algo. En contados pasos llegó al umbral, abrió la inmensa puerta y entró a la
recepción, en donde Mario se encontraba conversando con una señora. La analizó
detenidamente, debía tener unos 40 años quizá. Lucía un lindo sombrero blanco
que cubría su cabello ya color ceniza. No era muy largo, pero lo llevaba suelto;
caía sobre su espalda, sobre la tela de su abrigo marrón que parecía muy
cálido. Un pantalón negro cubría sus piernas y unos zapatos color crema sus
pequeños pies, que movía de un lado a otro. En cierta forma, aquella señora
desconocida le recordaba a la manera de vestir de su madre, exageradamente
conservadora para su gusto. No cesaba de dar pasos en su lugar, inquieta, como
si algo de lo que hablaba con Mario la llenara de ansiedad. Christine caminó
hacia ellos en silencio, sin que ninguno de los dos notara su presencia. Al
llegar a su lado, ambos dejaron de hablar y Mario se adelantó a saludar a la
pequeña chica.
—¡Tengo buenas noticias Christine!
—¿Llegó Dimitri?
—No… Pero trajeron una carta de él esta tarde. —Mario se acercó a la
mesa y tomó de ella un sobre amarillo—. Toma, es para ti.
—Te lo agradezco Mario —dijo Christine tomando entre sus dedos el
pequeño sobre—, ya me estaba preocupando por él.
—Viaja mucho, no me sorprende. ¡Oye! —Mario dirigió su mirada a la
señora desconocida—, supongo que ya debes conocer a tu nueva vecina.
—No he tenido el gusto, sabes que he tenido la cabeza en otra parte. —La
señora desconocida clavó sus ojos verdes en Christine, quien también la miraba desde
hace ya algunos segundos, llena de curiosidad—. ¿Nueva vecina?
—Así es. Me mudé hace unos días. Soy Christine Moore.
—Es un gusto Christine. —La señora estiró su mano derecha, y estrechó
la pequeña mano de Christine con sus dedos largos llenos de anillos—. Mi nombre
es Grace. No recuerdo quien vive en el 5B… ¿El señor Versov quizá?
—¡Precisamente!
—Entiendo. —Grace hizo una mueca de desaprobación—. ¿Él es tu padre?
—Oh, no. Él es mi… Tío. —Christine pasó saliva—. Ha sido muy amable al
recibirme mientras estoy aquí en Chicago.
—En efecto, he escuchado del señor Versov. Es un gran sujeto sin
dudarlo. —Grace consultó la hora en el reloj de su muñeca—. ¡Mira la hora! Ya
debo ir a la cama. ¿No llegó alguna carta para mí Mario?
—Solo un paquete de tu trabajo. —Mario señaló una caja que se encontraba
a un rincón en la recepción—. Pesa un poco, puedo subirla ahora mismo o mañana.
—Mañana estaría bien, entiendo que está algo tarde.
—Yo puedo ayudarla —dijo Christine rápidamente—, también voy para
arriba.
—No es necesario pequeña, no quiero molestar.
—Sería un gusto ayudarla, descuide. —Christine comenzó a caminar en
dirección a la caja—. ¿Vamos?
—¿Estás segura de que podrás con el peso?
—Solo hay una manera de averiguarlo.
Parada frente a la caja de cartón, Christine prestaba especial
atención a lo que había sobre ella. Estampas de todos los colores la cubrían,
pequeños puntos sobre la superficie café y arrugada que expresaban fechas,
lugares y paradas desconocidas. En letra grande y legible, estaban grabadas las
palabras “Escuela Secundaria Harmont”. Sorprendida, abrió sus ojos de par en
par. Fuera quien fuera su vecina, trabajaba para una escuela y eso podía ser
algo a su favor. Sonrió y con ambas manos trató de levantar la caja. Era más
pesada de lo que esperaba, pero pudo sostenerla y moverla de su sitio, llevarla
hasta el elevador, en donde entró con Grace y presionó los botones para llegar
al piso correcto. Feliz, dichosa, Christine pensaba que lentamente todo
comenzaba a organizarse. Faltaba poco, para llegar al quinto piso de aquel
edificio. Faltaba poco, para que las puertas se abrieran.”
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