domingo, 1 de octubre de 2017

Domingo por la mañana

Era hoy, domingo por la mañana, 122 días después de la última nota pública y 153 días después de aquel fragmento, el vigésimo primero de una historia cualquiera en la que buscaba representar más que solo un producto de mi imaginación. Ha pasado mucho tiempo, han pasado muchas cosas; los cambios sobrevenidos durante tantas semanas han sido bastantes y sin embargo puedo decir con alegría que estoy bien, que avanzo sin tropezar y que el camino se ve despejado, claro. Siempre lo fue, eran los paisajes en los alrededores que me despistaban, eran espejismos y problemas creados por mi propia cabeza que me distraían. No por eso cambiaría la ruta, no por ello olvidaría mi objetivo. Lejos de casa, releía la copia física de aquella historia sentado sobre el sofá de cuero que se encuentra en la sala. No creía tener que revisarlas de nuevo y me veía devolviéndome sobre mis propios pasos, corrigiendo tonterías y errores que mi cabeza cansada y distraída había pasado por alto meses atrás, durante el desarrollo propio de la historia. Un tachón, dos tachones, una nota de un color distinto y una letra distinta; los segundos pasaban y los primeros rayos de sol aparecían, cubrían la ciudad, revelando un azul tan claro y tan limpio. Abandoné la lectura y me acerqué a la ventana para abrirla, para asomar mi cabeza y sentir el aroma de la brisa de la mañana. Es un gusto aprovechar el amanecer antes de que se llene del humo de los vehículos, aprovechar el amanecer antes de que se llene de nubes, de nubes que van y vuelven dejando entrever el azul claro de tanto en tanto. La vista era mejor que desde donde la veo cada mañana, eso es un hecho; las luces del alumbrado público comenzaban a apagarse en la distancia hasta extinguir completamente sus destellos blancos y amarillos. Con los ojos cerrados, ignoraba el tiempo, ignoraba todo; la brisa que llega a la ventana enfriaba mis manos, mis mejillas. Dejaba que los minutos pasaran antes de volver a la realidad, antes de poner los pies en la tierra nuevamente y dejar de fantasear con una vista diferente. Escuché a una voz que me sacó de mis ensoñaciones, una voz suave que parecía tararear una melodía conocida. Me di la vuelta y vi a aquella chica sentada en el sofá con el cuaderno en sus manos, releyendo y tachando sin siquiera prestarme atención, perdida en su tarareo y en la lectura. ¡Qué facilidad tienen algunos para ensimismarse! Ignoraba el momento en el que llegó allí, no escuché pasos; sus pies descalzos se escondían bajo sus piernas y la tela cálida de su pijama colorida. Sigilosa, como un gato, y explosiva también. Cerré la ventana de golpe y el estrépito causado puso fin a la melodía proveniente de sus labios rosados. Volvió en sí, lanzando el cuaderno por el aire mientras me miraba con hostilidad y gritaba molesta.  Ahí estaba ese lado. Me alejé de la ventana para acercarme al sofá y levantar el cuaderno que había caído, sin dejar de reír ante los ojos brillantes que gradualmente recuperan la calma, la tranquilidad. Al levantar el cuaderno, lo dejé nuevamente en sus pequeñas manos y me senté a su lado. Comenzamos a leer, a rayar; volver sobre aquellos pasos parecía tan fácil, tan sencillo. Así pasó una hora, quizá poco menos de una hora, antes de que un estomago rugiendo interrumpiera la lectura. Una pausa, para algo de comer, para una taza de café mientras se habla no de lo que está mal, sino de lo que está bien. Ella abandonó el cuaderno sobre el sofá y se puso de pie para correr a la cocina, mientras yo me levantaba para ir al balcón y asomarme por él. Momentos después, el aroma a café inundaba el departamento. Ella se acercaba con dos tazas humeantes y una sonrisa en su rostro, sus ojos brillantes. Allí, con el silbido de la mañana, me encontraba viviendo las páginas de mi propia historia escuchando su voz, su cálida voz que me invitaba a continuar, a no parar de escribir, a no dejar las cosas a la mitad mientras extendía una taza frente a mí. Una sola opinión no podría desmoronar lo construido, después de todo. Tomé la taza entre mis manos y dejé que el sabor del café me despertara. Las nubes grises comenzaban a aparecer entre sorbo y sorbo, entre palabra y palabra que salía de su boca y de mi boca. El café se acaba lentamente, nos alejamos del balcón y volvimos al sofá, en donde la conversación siguió por algunos minutos más. Tomé el cuaderno y lo abrí en la última página que había escrito, en la última nota que había dejado allí. Había demasiados tachones y poco espacio, sería necesario empezar de nuevo. Arranqué las páginas que había escrito, tomé la pluma y lentamente comencé a transcribir, esta vez teniendo en cuenta los tantos tachones, teniendo en cuenta las notas dejadas por aquellas manos ajenas. Su letra era notoriamente distinta a la mía, trazos delicados que indicaban un error, un problema, algo que tenía que modificar o reestructurar. Me quedé allí sentado por varios minutos, mientras una mirada furtiva analizaba el movimiento de mis ojos, de mis manos sobre el papel. Hizo una mueca, se puso de pie y volvió a la cocina. Ignoro cuanto tiempo pasó entre el momento en que se marchó y el momento en el que un agradable aroma puso fin a la transcripción. Un buen desayuno, una buena compañía, para vivir lo que había soñado acerca de un domingo en la mañana. 


Una versión corregida, antes de poner las cartas sobre la mesa nuevamente.

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