Era hoy, domingo por la mañana,
122 días después de la última nota pública y 153 días después de aquel
fragmento, el vigésimo primero de una historia cualquiera en la que buscaba
representar más que solo un producto de mi imaginación. Ha pasado mucho tiempo,
han pasado muchas cosas; los cambios sobrevenidos durante tantas semanas han
sido bastantes y sin embargo puedo decir con alegría que estoy bien, que avanzo
sin tropezar y que el camino se ve despejado, claro. Siempre lo fue, eran los
paisajes en los alrededores que me despistaban, eran espejismos y problemas
creados por mi propia cabeza que me distraían. No por eso cambiaría la ruta, no
por ello olvidaría mi objetivo. Lejos de casa, releía la copia física de
aquella historia sentado sobre el sofá de cuero que se encuentra en la sala. No
creía tener que revisarlas de nuevo y me veía devolviéndome sobre mis propios
pasos, corrigiendo tonterías y errores que mi cabeza cansada y distraída había
pasado por alto meses atrás, durante el desarrollo propio de la historia. Un
tachón, dos tachones, una nota de un color distinto y una letra distinta; los
segundos pasaban y los primeros rayos de sol aparecían, cubrían la ciudad,
revelando un azul tan claro y tan limpio. Abandoné la lectura y me acerqué a la
ventana para abrirla, para asomar mi cabeza y sentir el aroma de la brisa de la
mañana. Es un gusto aprovechar el amanecer antes de que se llene del humo de
los vehículos, aprovechar el amanecer antes de que se llene de nubes, de nubes
que van y vuelven dejando entrever el azul claro de tanto en tanto. La vista
era mejor que desde donde la veo cada mañana, eso es un hecho; las luces del
alumbrado público comenzaban a apagarse en la distancia hasta extinguir
completamente sus destellos blancos y amarillos. Con los ojos cerrados, ignoraba
el tiempo, ignoraba todo; la brisa que llega a la ventana enfriaba mis manos,
mis mejillas. Dejaba que los minutos pasaran antes de volver a la realidad,
antes de poner los pies en la tierra nuevamente y dejar de fantasear con una
vista diferente. Escuché a una voz que me sacó de mis ensoñaciones, una voz
suave que parecía tararear una melodía conocida. Me di la vuelta y vi a aquella
chica sentada en el sofá con el cuaderno en sus manos, releyendo y tachando sin
siquiera prestarme atención, perdida en su tarareo y en la lectura. ¡Qué
facilidad tienen algunos para ensimismarse! Ignoraba el momento en el que llegó
allí, no escuché pasos; sus pies descalzos se escondían bajo sus piernas y la
tela cálida de su pijama colorida. Sigilosa, como un gato, y explosiva también.
Cerré la ventana de golpe y el estrépito causado puso fin a la melodía
proveniente de sus labios rosados. Volvió en sí, lanzando el cuaderno por el
aire mientras me miraba con hostilidad y gritaba molesta. Ahí estaba ese lado. Me alejé de la ventana
para acercarme al sofá y levantar el cuaderno que había caído, sin dejar de
reír ante los ojos brillantes que gradualmente recuperan la calma, la
tranquilidad. Al levantar el cuaderno, lo dejé nuevamente en sus pequeñas manos
y me senté a su lado. Comenzamos a leer, a rayar; volver sobre aquellos pasos
parecía tan fácil, tan sencillo. Así pasó una hora, quizá poco menos de una
hora, antes de que un estomago rugiendo interrumpiera la lectura. Una pausa,
para algo de comer, para una taza de café mientras se habla no de lo que está
mal, sino de lo que está bien. Ella abandonó el cuaderno sobre el sofá y se
puso de pie para correr a la cocina, mientras yo me levantaba para ir al balcón
y asomarme por él. Momentos después, el aroma a café inundaba el departamento. Ella
se acercaba con dos tazas humeantes y una sonrisa en su rostro, sus ojos
brillantes. Allí, con el silbido de la mañana, me encontraba viviendo las
páginas de mi propia historia escuchando su voz, su cálida voz que me invitaba
a continuar, a no parar de escribir, a no dejar las cosas a la mitad mientras
extendía una taza frente a mí. Una sola opinión no podría desmoronar lo
construido, después de todo. Tomé la taza entre mis manos y dejé que el sabor
del café me despertara. Las nubes grises comenzaban a aparecer entre sorbo y
sorbo, entre palabra y palabra que salía de su boca y de mi boca. El café se
acaba lentamente, nos alejamos del balcón y volvimos al sofá, en donde la
conversación siguió por algunos minutos más. Tomé el cuaderno y lo abrí en la
última página que había escrito, en la última nota que había dejado allí. Había
demasiados tachones y poco espacio, sería necesario empezar de nuevo. Arranqué
las páginas que había escrito, tomé la pluma y lentamente comencé a
transcribir, esta vez teniendo en cuenta los tantos tachones, teniendo en
cuenta las notas dejadas por aquellas manos ajenas. Su letra era notoriamente
distinta a la mía, trazos delicados que indicaban un error, un problema, algo
que tenía que modificar o reestructurar. Me quedé allí sentado por varios
minutos, mientras una mirada furtiva analizaba el movimiento de mis ojos, de
mis manos sobre el papel. Hizo una mueca, se puso de pie y volvió a la cocina.
Ignoro cuanto tiempo pasó entre el momento en que se marchó y el momento en el
que un agradable aroma puso fin a la transcripción. Un buen desayuno, una buena
compañía, para vivir lo que había soñado acerca de un domingo en la mañana.
Una versión corregida, antes de poner las cartas sobre la mesa nuevamente.
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