jueves, 14 de diciembre de 2017

Corta espera

“—¿Hola?
—¿Grace? —Christine hizo una pausa, reconoció aquella voz de inmediato, insegura de si ella haría lo mismo—. ¡Soy yo! Christine Moore. ¿Me recuerda?
—¡Christine! —La voz de Grace sonaba contenta, y genuinamente sorprendida—. Por supuesto que te recuerdo. ¿Cómo estás? ¿Cómo conseguiste mi número?
—Dimitri tenía su tarjeta.
—Qué bueno, me alegra que no hayas olvidado mi invitación.
—No podría. ¿Se encuentra en casa?
—Llegaré en una hora, quizá menos. Te llamaré, podremos hablar un momento.
—Me parece perfecto.
—Nos veremos entonces Christine, cuidate.
—Adiós Grace.

En cuanto la llamada finalizó, Christine se desplomó sobre su cama y dio un gran suspiro, todo estaba en orden por fin. Sería cuestión de tiempo para que las imágenes recurrentes de un pasado distinto dejaran de pasar por su cabeza, para que las imágenes de un futuro mejor dejaran de desvelarla. Las alegrías presentes eran precisamente lo que necesitaba, vivir en el presente era lo que la mantendría tranquila. ¿Qué hacer mientras Grace volvía a casa? Su estomago rugió, algo de comer parecía una buena idea. Se levantó de la cama, abandonó su habitación rumbo a la cocina. Estando allí abrió la puerta de la nevera, tomó una rebanada de jamón y una de queso, un sándwich bastaría por el momento. Escogió un tomate pequeño y algunas hojas de lechuga con la mano libre que le quedaba, luego cerró la puerta de la nevera empujándola con su cuerpo. Lavó las hojas de lechuga y el tomate para finalmente dejar todos los ingredientes junto a la estufa. Christine tomó un cuchillo del cajón de los cubiertos y comenzó a cortar el tomate. Una vez acabó, buscó dos rebanadas de pan en la alacena y pieza a pieza finalizó su obra maestra. Pan, queso, jamón, tomate, lechuga pan, perfecto. Satisfecha, tomó el sándwich con ambas manos y abandonó la cocina mientras le daba grandes mordidas. El rugido en su estomago se detuvo, la claridad en sus pensamientos volvió y los sabores bailando en su paladar hacían de su corta espera más llevadera, más soportable. Las boronas caían sobre el suelo del departamento, tendría que hacer una limpieza, sacudir el polvo y organizar en general. Pero antes de eso, necesitaba abrir las cortinas, devolverle la luz al departamento. En cuanto Christine terminó de comer, corrió hasta la ventana de la sala y con ambas manos tiró uno de los extremos de la pesada tela que no permitía entrar la claridad. Esto cambió segundo a segundo, tirón a tirón. La pesada tela oscura se movía y la luz entraba, la luz del alumbrado público y los destellos del sol que aún se alcanzaban a ver, el atardecer pronto llegaría. Christine se quedó de pie allí, contemplando el paisaje, sin medir el tiempo, sin ansias de que pasara. Abrió la ventana, asomó su cabeza, el sonido del tráfico invadía sus oídos antes de que lo hiciera, hacerlo solo aumento su intensidad. La brisa fría soplaba, despeinaba su cabello castaño y los mechones rebeldes que caían sobre su frente parecían no robarle su paz, su dicha. El tono azul del cielo se tornaba naranja, un naranja encendido mientras tras los edificios vecinos los rayos de sol de desvanecían, se perdían en el caos de la ciudad que no dejaba de moverse, que no tenía tiempo para contemplar la escena en la que ella se perdía. ¿La vería alguien más? No le interesaba, y el ignorar este pensamiento le hacía pensar que aquel paisaje era propio, como el de los bosques en sus sueños o el de los pasillos de la escuela en su imaginación. Propios, podía caminar a través de aquellos paisajes cuando lo deseara. La oscuridad se tomaba la ciudad, las luces del alumbrado público se encendían una una, como piezas de dominó cayendo una sobre otra. Iluminaban la ciudad sección a sección, metro a metro, kilómetro a kilómetro. Christine se alejó de la ventana, organizaría el departamento y tomaría un baño, organizaría sus ideas tranquilamente teniendo un lugar libre de polvo y suciedad para pensar, teniendo el cuerpo perdido en el vapor del agua caliente. Dejó la ventana abierta, quería que la brisa siguiera soplando, moviendo el aire que había allí encerrado. Se acercó a la cocina, entró al pequeño cuarto de aseo que se encontraba en ella y tomó la escoba, el trapero, un balde de agua que posteriormente llenó con agua, jabón y blanqueador. Dejaría todo reluciente, le quitaría el aspecto lúgubre al departamento que ahora podía llamar suyo. Después de eso podía descansar, tomar una larga ducha y sacar toda la suciedad, el sudor, el polvo. Eso la limpiaría, la espuma del jabón recorriendo su rostro, su espalda, su cintura, sus caderas; la espuma del jabón cayendo y perdiéndose tras desagüe, ya podía imaginar todo esto mientras salía de la cocina para poner manos a la obra.”.

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