domingo, 5 de marzo de 2017

Cuando se vayan

De nuevo las llamas lamiendo el recipiente metálico, de nuevo el vapor calentando la habitación, llevándose el frío, siendo la única excusa para no hablar, para mantenerse callado, alejado de ella y de los recuerdos que evocaba su presencia, sus acciones, el hecho que de que desenterrara algo que él creía ya olvidado. Desde la cocina, Evan miraba a Ana, quien se encontraba tranquila observando algunos títulos de su biblioteca, de pie frente al mueble de madera sin decir nada. Pasaba el dedo por cada una de las portadas, trataba de recordar si los había leído o si solo había escuchado de ellos, memorizaba nombres que buscaría, que le llamaban la atención. En su habitación, Ana tenía tantos libros que leer todavía, apilados en sus repisas y cubiertos de polvo por tantos meses. Le gustaba leer, pero no podía tener más de una historia a la vez en sus manos, prefería mantener frescos los lazos entre cada personaje, no tener la más remota posibilidad de confundirlos, de enredarlos. Así, acumulaba libros que encontraba en las librerías, en las plazas, en las tiendas y en las bibliotecas. De estas últimas, rescataba los títulos que iban a ser desechados, los restauraba y los atesoraba; historias corroídas por el tiempo que aún conservan la esencia de cuando fueron impresas, muy antiguas y muy significativas. Guardaba todo, tenía una inmensa colección que tendría que acabar algún día, pero esta aumentaba progresivamente y pronto tendría que poner otra repisa o conseguir otra biblioteca, pues ya no tenía más espacio y sobre su mesa ya había una gran cantidad que tendría que organizar. Ana volvió la mirada y se encontró con la de Evan, pero se limitó a sonreírle recíprocamente y volviendo al sofá se sentó, deslizando sus brazos a través de las mangas del abrigo para ponérselo bien. Le gustaba el material, la tela que la mantenía abrigada, el perfume que emanaba, el dueño seguía callado, analizándola en silencio y desentrañando los secretos de la pelirroja con solo observar sus movimientos tímidos.

—Es muy cálido —se limitó a decir—, ya no tengo frío.
—Es perfecto para estos días lluviosos —contestó Evan—, no entra ni el frío ni el agua.
—¿En serio? ¡Necesito uno!
—Para tus caminatas bajo la lluvia supongo.
—¿Tengo una sombrilla también sabes?
—¿Sí? —la miró de arriba abajo, y agregó riendo— se nota, se te nota.
—Tenía prisa, no pude tomarla antes de salir, es todo.
—¿Prisa? ¿A dónde ibas?
—Antes de venir aquí pasé por e supermercado—dijo señalando su mochila—, leche, huevos, pan, provisiones para esta semana, todo a salvo, todo seco.
—Provisiones… ¿Para ti?
—Para mí. Es suficiente para esta semana, después compraré algo más.
—¿Vives sola?
—Desde hace unos meses, sí. Mis padres se fueron de la ciudad, viajan mucho a causa de su trabajo.
—¿Qué hacen acaso? ¿Cuál es su trabajo?
—Trabajan en una empresa petrolera que tiene múltiples contratos alrededor del mundo. Están ahora en un proyecto ubicado en… —vaciló— No puedo recordar, solo sé que están fuera. —Ana apretó la taza, algo la había hecho estremecerse, un mal recuerdo, el hecho de no saber dónde estaban sus padres, el hecho de tener que dar tal respuesta, todo la indisponía y sin embargo recobró el aliento, dio un gran suspiro y tomó de nuevo la palabra. —En cuanto lo anunciaron —prosiguío—, y me indicaron que nos iríamos permanentemente, empaqué mis cosas y me fui a vivir en casa de una amiga. Fue solo por una semana, comencé a trabajar en una casa editorial y renté el departamento en el que estoy viviendo. Queda cerca de mi trabajo, no me quejo, es solo que todavía no me acostumbro al ruido.
—No es tan ruidoso este sector, a comparación del centro o el oriente Ana. Antes yo vivía en el centro, y desde el amanecer hasta el anochecer el tráfico no cesaba, no se callaba.
—Evan —lo interrumpió—, yo vivía en las afueras, en las montañas. El ruido del tráfico que aquí puede sentirse fue algo completamente novedoso para mí, que solo escuchaba el canto de las aves cada mañana, no el estrepito de la hora pico.
—Bueno —dijo extendiendo su mano—, bienvenida a la ciudad extraña. Supongo que somos vecinos.
—De balcón, solamente. —Sus manos se estrecharon, y Ana hizo una mueca de burla. —Mi edificio es más bonito, además.
—Nunca he entrado a ese lugar. ¿Qué tal es?
—Me agrada el personal, es muy cordial. Además, me parecen más amplios los departamentos. Luego te mostraré, estamos a un salto de distancia después de todo.
—No puedo creer que hayas saltado para dejar ese sobre.
—Yo tampoco, pero a veces cometemos locuras sin saberlo, y no nos damos cuenta hasta que nos encontramos flotando a la deriva. Se puede nadar en cualquier dirección, pero ya no se puede volver a la orilla. Es estar ya mar adentro, rodeado por las olas, y el tener la certeza de que la tabla sobre la que se flota no se quebrará, que en ella se llegará a tierra firme, es lo único que se necesita, nada más que eso para lograr cruzar las aguas sin ahogarse, sin perderse.
—Vaya…
—¿Qué?
—Ya está el café. Y eso fue muy bello. Un momento. —Una pequeña nube de humo se levantaba desde la estufa, y el aroma a café se había tomado el lugar. Evan se puso de pie y corrió a la cocina. Apagó el fogón y con un guante tomó el recipiente, vertió el contenido en las mismas tazas y llevando una en cada mano volvió al sofá. Ana recibió una de ellas y comenzó a beber, a dar grandes sorbos de café dulce. Sus ojos brillaban, saboreaba cada gota que quedaba en sus labios sin dejar de sonreír y de mirar a Evan. Estaba esperando a que él le preguntara algo, a que comenzara el interrogatorio que temía, pues quería salir de las sombras, enfrentar lo que había iniciado.

—¿Y bien? ¿Te gusta? —Evan no quería interrogarla, no quería tampoco iniciar una investigación exhaustiva de los eventos que tenían a esta chica frente a sus ojos después de múltiples cartas anónimas. Evan quería solamente conocerla, aprovechar la oportunidad que tenía de conocer un mundo completamente distinto a cualquier otro que hubiera visto antes. Su manera de hablar, quizá la manera de juntar las palabras que le parecía tan agradable, tan similar a la propia, todo confabulaba para que deseara que ella se quedase algunas horas más… Vivía al lado, podía en cualquier momento salir por la ventana. Su interlocutora aún jugueteaba con las gotas que tenía en los labios y, al haber acabado con todas, pasó saliva y respondió.
—Está delicioso Evan.
—Gracias, siempre hay café en mi cocina, es mi provisión principal para sobrevivir —agregó riendo—, para no quedarme dormido.
—Lo sé, pude notar.
—¿Cómo lo notaste Ana?
—Oh, es por la historia, por tus personajes para ser exacta. ¿Recuerdas? Uno de ellos, Nicco, que amaba el café y bebía sentado en su tejado, mirando hacia la ciudad. ¿No eras tú? Parecías tú, con la manera en que te referías a los rascacielos, al naranja del atardecer y al blanco de la luna que se levantaba, que flotaba sobre la ciudad. 
—Nicco Moretti… —agregó Evan en voz baja— Lo recuerdo. Es cierto, son huellas que no pueden borrarse, que se dejan de manera involuntaria con la tinta. Caen de las manos, caen de la pluma, se graban en el papel y en la memoria de quien las lee… Bueno, nadie más que tú pudo leerlas, en cualquier caso. 
—Eso puede cambiar.
—Eso no va a cambiar.
—¿Cómo puedes simplemente decir que no va a cambiar? El cambio está en tus manos y decides no darte la oportunidad, decides no tomar el riesgo, decides quedarte en las sombras, lamentándote en vez de tomar acción.
—No voy a salir de las sombras con algo que las trae a mi cabeza, no voy a salir del pozo sacando las pesadillas que allí viven. Esa historia, sus personajes, sus giros, sus lugares; todo eso conforma las pesadillas, y el hecho de que tú las hayas encontrado me alaga muchísimo Ana, de verdad, pero no hace que cambie mi decisión, esa que tomé cuando las tiré. —Evan la miraba fijamente a los ojos, y el tono de su voz dejaba claro el malestar que le producía hablar del tema, pues se quebraba de tanto en tanto, se le escapaba la voz, se le escapaba el aire. Ana notaba esto, y continuó bebiendo su café hasta terminarlo todo. Ella misma lo llevó a la cocina, lo lavó en el lavaplatos y lo puso a escurrir. Volvió al sofá, buscó su mochila y tomó de ella una pequeña libreta. Esta tenía una pluma atada con un largo hilo negro, la tomó en sus pequeñas manos y comenzó a escribir, la mirada de Evan seguía fija en sus manos, en sus largos y delicados dedos que danzaban sobre el papel. Terminó de escribir, arrancó la hoja y se la entregó sin decir nada. Guardó la libreta en la mochila y se la puso. Se acercó al perchero y tomó su abrigo, mientras Evan la seguía con la mirada. Se concentró en la nota, comenzó a leerla, a perderse en la tinta negra, en la bella caligrafía de la chica que se acercaba a la puerta que daba al balcón. Estaba allí un número, 10 dígitos, su número de teléfono, seguido de algunas palabras que, de nuevo, no entendía.

—¡Que no sé francés!
—¡Lo siento! Es la costumbre. Appelle-moi quand les ombres seront partis. Llámame cuando las sombras se vayan.
—Las sombras no se van a ir Ana. Las sombras ya se fueron, las sombras no debieron salir del cubo de basura en el que cayeron. Puedes quedártela, pero nada va cambiar el hecho de que el último punto en esa historia es el punto final.
—Son puntos suspensivos Evan, y puedes retomarla cuando quieras. Solo necesitas encender las luces, si vives en la oscuridad, te quedarás en ella. ¿Sabes? —agregó mientras giraba la perilla de la puerta— Ni siquiera necesitas ese número, puedes venir cuando quieras, saltar cuando quieras.
—Seguro Ana, seguro. No cometas una locura y usa las escaleras por favor.
—Adiós Evan.

Ana abrió la puerta salió al balcón. Evan seguía sentado, no creía que fuera hacerlo, hasta que vio como se subió a la baranda y desapareció. Corrió al balcón, asustado y preocupado. Estando en la baranda, comenzó a mirar hacia abajo, a gritar el nombre de la chica que había caído. Ana se levantó de donde estaba escondida, en el otro balcón, a salvo, a solo unos metros de distancia. El corazón de Evan volvió a latir con tranquilidad, mientras le sonreía y ella se despedía con un guiño, cerrando la puerta del balcón, volviendo a entrar a su departamento. Él hizo lo mismo, volvió al calor del hogar y estando adentro le echó un vistazo a la mesa, al libro vacío que allí estaba. Si esta chica podía saltar de un balcón a otro, él podía saltar de una vida a otra, rescatarlas a todas de la basura, pintar un mejor futuro para todas ellas. Tomó la pluma y abrió la página en donde estaba el punto. Era el primero, sin una frase, desde donde comenzaría a recrear sus sueños.

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