miércoles, 1 de marzo de 2017

Encuentro inusual

Arrugaba tantos archivos, tantos papeles, tantas hojas; las lanzaba sin pensarlo a la caneca bajo sus pies tratando de sacar la frustración que se tomaba su cabeza, que se tomaba sus sentidos y solo lo dejaba ver nubes, solo lo dejaba ver rayos y niebla espesa que no le permitía distinguir el norte. Caminaba en círculos, de un lado a otro, recuperaba la calma entre paso y paso y con un suspiro profundo recobraba el aliento, recobraba la voz y las ganas de hablar. No más vueltas, no más rodeos, era necesario comenzar de nuevo, levantarse cuando otra cosa había fallado, cuando otro proyecto se le había escapado de las manos. No tendría patrocinio, no tendría apoyo, pero ya vendrían mejores oportunidades, ya vendrían otras voces que le creyesen. No era el fin del mundo, eran solo cenizas que se llevaría la brisa, que se perderían y se olvidarían, historias incompletas de las que no se hablaría nunca más y que se desvanecerían como el rocío, ese que se evapora cada amanecer. Miraba a su alrededor, observaba su escritorio vacío, sin plumas ni papeles ni nada; la clara madera marrón brillaba por el foco que tenía sobre esta, y era esta la única luz que podía percibirse en la habitación, pues afuera todo parecía apagado. Era imposible que el tiempo hubiese pasado tan rápido, no recordaba que hubiese anochecido tan pronto y al mirar el reloj en su muñeca lo confirmaba, eran apenas las 4. Dando grandes zancadas llegó al balcón y salió. Dirigió su mirada hacia arriba, las inmensas nubes no solo estaban en su cabeza, sino también en el cielo. Flotaban libremente, anunciaban la lluvia entre trueno y trueno, entre cada destello que se veía ocasionalmente y que enceguecía ligeramente sus ojos cansados, deseosos de algunas horas de sueño. Solo eran amenazas, pues se abstenían, aguardaban, esperaban al momento justo, a un poco más de oscuridad para poner sus cartas, para descargar sus gotas y empapar la ciudad, y empapar el rostro de quien las miraba. Una ventisca lo hizo entrar, lo hizo cerrar la puerta de cristal y abotonar su abrigo completamente para protegerse del frío. Encendió todas las luces de la habitación y lentamente la atmósfera se calentaba, sacaba la brisa helada que había entrado. Deseaba quedarse allí abrigado toda la tarde, pero necesitaba algunos materiales y no quería esperar hasta la mañana siguiente, no quería esperar. Debía salir, aprovechar el tiempo antes de que el clima lo encerrara el resto de la noche. Caminó nuevamente a su escritorio y abrió uno de los cajones, sacando de este sus llaves y su billetera. Tenía algo de dinero, suficiente para lo que necesitaba. Guardó ambas cosas en el bolsillo de su pantalón y se dirigió a una habitación contigua, en donde su casco reposaba sobre una pequeña mesa de metal. Había allí un sobre blanco que no había visto antes, pero lo leería al llegar, tenía prisa en ese momento. Lo dejó sobre la mesa, luego tomó el casco y se acercó a la puerta principal, cerrándola tras él y cruzando los dedos, queriendo así retrasar la lluvia. Mientras bajaba las escaleras pensaba en la ruta que tomaría, pero la mayoría de las veces improvisaba los caminos, se desviaba, siempre encontraba la manera de alcanzar más rápido su destino. Descendía por uno, dos, tres pisos; cuatro, cinco, seis grupos de escalones más para llegar al sótano del edificio en el que vivía. No le gustaba utilizar el elevador, y aunque estuviese cansado prefería correr por las escaleras antes que entrar a aquella caja de metal, le gustaba girar, subir y bajar. En el sótano, el aroma a gasolina y a grasa se hizo más fuerte, pero le era tan familiar que apenas le molestaba, que apenas lo incomodaba; le agradaba, en realidad, ese aroma que había sentido desde muy pequeño y que le traía buenos recuerdos de sus primeros viajes, de sus primeros metros avanzando a través de las calles oscuras y vacías en donde aprendió a montar. Pensaba en esos días como si se tratasen de un ayer inmediato, pero habían pasado tantos años desde ese entonces, estaba tan lejos de esas calles que resultaba difícil imaginarse cerca. No quería estar cerca, en cualquier caso, lo que había dejado atrás estaba atrás y no se devolvería a recogerlo. Llegó al estacionamiento de su motocicleta mientras se perdía en aquellos recuerdos, parecía caminar por inercia hasta que volvió en sí de repente, hasta que su pasado lo devolvió al presente. Sacó las llaves de su bolsillo y la encendió, el rugido del motor lo despertó y ayudó a que pusiese de nuevo los pies en la tierra, en la realidad. Se subió en ella y poniéndose el casco comenzó a avanzar en dirección a la entrada que daba a la calle. Estando a solo unos metros de esta pasó sus llaves por el tablero electrónico que tenía a un costado y una luz verde titiló en él, la inmensa puerta metálica se abría verticalmente  mientras devolvía las llaves al bolsillo de su pantalón, mientras giraba sus muñecas y se preparaba para arrancar. Aceleró, llegó a la esquina de la avenida y se perdió en el tráfico caótico de la hora pico, esquivando automóviles y otras motocicletas en el camino. El punto de parada se encontraba a solo unos cinco minutos, si todo estuviese vacío claro, si no hubiese tantos vehículos por ahí. Tomó la ruta larga, la que se mantenía alejada de las avenidas principales y que parecía estar más transitable, dejando atrás todo el humo y el sonido de las bocinas que tanto detestaba. Así, llegó al depósito después de diez minutos, con el cielo cada vez más negro y los rayos cada vez más frecuentes, y los truenos cada vez más fuertes. Entró al establecimiento y escuchó la campana, el saludo cordial del cajero que organizaba las bolsas. Tomó una canasta e inició su recorrido por los pasillos iluminados. La llenó de papeles, de tinta, de colores y vinilos, de plumas y pinceles, de caramelos y café que acompañarían sus trazos, que acompañarían sus letras, sus lienzos, sus obras a la media noche. Se acercó a la caja, el muchacho que estaba allí observaba distraído hacia la puerta, como esperando para dar ese saludo autómata que se activa con solo escuchar la campana. Volvió la mirada, saludo nuevamente mientras pasaba las cosas por el lector de código de barras mientras observaba a quien tenía enfrente con una sonrisa. El cajero empacaba todo en una bolsa de papel indicando el valor total, luego recibió el dinero y agradeció por la compra, luego continuó organizando las bolsas hasta que escuchó la campana, la puerta se abría para quien salía. Con las manos ocupadas se acercaba a su motocicleta, dejó sobre el sillín la bolsa y se puso el casco nuevamente. Escuchaba una melodía proveniente de su bolsillo, era su celular. No quería contestar, no quería detenerse, guardaba las cosas en el pequeño compartimiento, a sacarlas de la bolsa de papel para ponerlas a salvo, pues ya sentía las gotas caer, ya no había nada que hacer, ya era hora de irse. Se subió y encendió el motor, conducía fuera del estacionamiento del depósito y tomó la calle que lo trajo allí, todavía vacía y ya un poco más húmeda, ya un poco más mojada por la lluvia que aumentaba, que arrastraba el polvo y hacía brillar el pavimento. Temía resbalar, pero no tendría más caídas, tendría cuidado, lo había prometido y era una de esas promesas que no rompería, que no se desvanecería como otras que recordaba bien. Faltaban solo unos minutos más para llegar a casa, el granizo caía y golpeaba el casco, aturdía sus oídos; se sentía desorientado, deseaba parar, pero no había ningún lugar para refugiarse, no valía la pena. Aceleró un poco más, el motor rugía con fuerza mientras volvía a las calles atestadas de vehículos, a las calles atestadas de humo y barro por las que debía pasar para llegar a su edificio, esquivando toda clase de obstáculos inesperados. Una curva, dos curvas, estando frente a la inmensa puerta del estacionamiento frenó y las ruedas derraparon por contados metros, recuperó el control rápidamente y respiró aliviado. Se bajó, no había pasado nada, estaba bien, estaba a salvo. Ya llovía a cántaros, pero solo escuchaba el murmullo mientras se adentraba en el frío concreto, escuchaba el caos afuera mientras estacionaba su motocicleta en el lugar de siempre y sacaba del compartimiento las cosas, que devolvía a la bolsa de papel para llevar a casa. No se había quitado el casco todavía, y las gotas se escurrían para caer al suelo. Dejó la bolsa sobre el sillín y se lo quitó, sacudiéndolo para sacar toda el agua y dejando solo pequeñas perlas en su superficie. Tomó sus cosas nuevamente y subió los escalones de dos en dos, llegando frente a su puerta y abriéndola sin demora. Una vez adentro, dejó la bolsa en el suelo y se quitó la ropa empapada. La colgó en el tendedero y se dirigió a la habitación para dejar el casco, para leer el sobre que allí estaba. Descalzo, caminaba sobre las losas de madera hasta llegar a la mesa de metal, hasta tener el sobre en sus manos nuevamente. Lo abrió, con delicadeza, sin romper las estampas que lo cerraban. Un papel perfumado estaba allí adentro, tomó asiento y desdobló la página, comenzó a leer. Su semblante cambiaba con cada palabra que leía, con cada frase que se adentraba en su cabeza. Alguien había encontrado sus piezas, sus fragmentos incompletos perdidos en el tiempo, y estaba interesado en saber más de quien las había traído a la vida, en saber de quien con su pluma las alimentaba. Prometía algo más que adulación, prometía lo que se estaba buscando, parecía entender, parecía comprender. Una invitación, a un café y a una historia, a hablar de la memoria mientras cesaba la lluvia. Dejó de leer, el papel cayó sobre sus piernas. Estaba aturdido, pero también decidido. Estaría listo en cinco minutos, llegaría al lugar que aquella caligrafía mencionaba, a donde lo invitaba la letra desconocida. Una bufanda, un abrigo seco, una sombrilla y una pluma, no necesitaba nada más, pues podía dejar sus notas en las servilletas sobre la mesa. Ya habría tiempo de escribir, de representar con palabras un encuentro tan inusual.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario