Arrugaba tantos archivos, tantos
papeles, tantas hojas; las lanzaba sin pensarlo a la caneca bajo sus pies
tratando de sacar la frustración que se tomaba su cabeza, que se tomaba sus
sentidos y solo lo dejaba ver nubes, solo lo dejaba ver rayos y niebla espesa
que no le permitía distinguir el norte. Caminaba en círculos, de un lado a
otro, recuperaba la calma entre paso y paso y con un suspiro profundo recobraba
el aliento, recobraba la voz y las ganas de hablar. No más vueltas, no más
rodeos, era necesario comenzar de nuevo, levantarse cuando otra cosa había
fallado, cuando otro proyecto se le había escapado de las manos. No tendría
patrocinio, no tendría apoyo, pero ya vendrían mejores oportunidades, ya
vendrían otras voces que le creyesen. No era el fin del mundo, eran solo
cenizas que se llevaría la brisa, que se perderían y se olvidarían, historias
incompletas de las que no se hablaría nunca más y que se desvanecerían como el
rocío, ese que se evapora cada amanecer. Miraba a su alrededor, observaba su
escritorio vacío, sin plumas ni papeles ni nada; la clara madera marrón
brillaba por el foco que tenía sobre esta, y era esta la única luz que podía
percibirse en la habitación, pues afuera todo parecía apagado. Era imposible
que el tiempo hubiese pasado tan rápido, no recordaba que hubiese anochecido
tan pronto y al mirar el reloj en su muñeca lo confirmaba, eran apenas las 4. Dando
grandes zancadas llegó al balcón y salió. Dirigió su mirada hacia arriba, las
inmensas nubes no solo estaban en su cabeza, sino también en el cielo. Flotaban
libremente, anunciaban la lluvia entre trueno y trueno, entre cada destello que
se veía ocasionalmente y que enceguecía ligeramente sus ojos cansados, deseosos
de algunas horas de sueño. Solo eran amenazas, pues se abstenían, aguardaban, esperaban
al momento justo, a un poco más de oscuridad para poner sus cartas, para descargar
sus gotas y empapar la ciudad, y empapar el rostro de quien las miraba. Una
ventisca lo hizo entrar, lo hizo cerrar la puerta de cristal y abotonar su
abrigo completamente para protegerse del frío. Encendió todas las luces de la
habitación y lentamente la atmósfera se calentaba, sacaba la brisa helada que
había entrado. Deseaba quedarse allí abrigado toda la tarde, pero necesitaba algunos
materiales y no quería esperar hasta la mañana siguiente, no quería esperar.
Debía salir, aprovechar el tiempo antes de que el clima lo encerrara el resto
de la noche. Caminó nuevamente a su escritorio y abrió uno de los cajones,
sacando de este sus llaves y su billetera. Tenía algo de dinero, suficiente para
lo que necesitaba. Guardó ambas cosas en el bolsillo de su pantalón y se
dirigió a una habitación contigua, en donde su casco reposaba sobre una pequeña
mesa de metal. Había allí un sobre blanco que no había visto antes, pero lo
leería al llegar, tenía prisa en ese momento. Lo dejó sobre la mesa, luego tomó
el casco y se acercó a la puerta principal, cerrándola tras él y cruzando los
dedos, queriendo así retrasar la lluvia. Mientras bajaba las escaleras pensaba
en la ruta que tomaría, pero la mayoría de las veces improvisaba los caminos,
se desviaba, siempre encontraba la manera de alcanzar más rápido su destino.
Descendía por uno, dos, tres pisos; cuatro, cinco, seis grupos de escalones más
para llegar al sótano del edificio en el que vivía. No le gustaba utilizar el
elevador, y aunque estuviese cansado prefería correr por las escaleras antes
que entrar a aquella caja de metal, le gustaba girar, subir y bajar. En el sótano,
el aroma a gasolina y a grasa se hizo más fuerte, pero le era tan familiar que
apenas le molestaba, que apenas lo incomodaba; le agradaba, en realidad, ese
aroma que había sentido desde muy pequeño y que le traía buenos recuerdos de
sus primeros viajes, de sus primeros metros avanzando a través de las calles oscuras
y vacías en donde aprendió a montar. Pensaba en esos días como si se tratasen
de un ayer inmediato, pero habían pasado tantos años desde ese entonces, estaba
tan lejos de esas calles que resultaba difícil imaginarse cerca. No quería
estar cerca, en cualquier caso, lo que había dejado atrás estaba atrás y no se devolvería
a recogerlo. Llegó al estacionamiento de su motocicleta mientras se perdía en aquellos
recuerdos, parecía caminar por inercia hasta que volvió en sí de repente, hasta
que su pasado lo devolvió al presente. Sacó las llaves de su bolsillo y la encendió,
el rugido del motor lo despertó y ayudó a que pusiese de nuevo los pies en la
tierra, en la realidad. Se subió en ella y poniéndose el casco comenzó a avanzar
en dirección a la entrada que daba a la calle. Estando a solo unos metros de
esta pasó sus llaves por el tablero electrónico que tenía a un costado y una
luz verde titiló en él, la inmensa puerta metálica se abría verticalmente mientras devolvía las llaves al bolsillo de
su pantalón, mientras giraba sus muñecas y se preparaba para arrancar. Aceleró,
llegó a la esquina de la avenida y se perdió en el tráfico caótico de la hora
pico, esquivando automóviles y otras motocicletas en el camino. El punto de
parada se encontraba a solo unos cinco minutos, si todo estuviese vacío claro,
si no hubiese tantos vehículos por ahí. Tomó la ruta larga, la que se mantenía
alejada de las avenidas principales y que parecía estar más transitable,
dejando atrás todo el humo y el sonido de las bocinas que tanto detestaba. Así,
llegó al depósito después de diez minutos, con el cielo cada vez más negro y
los rayos cada vez más frecuentes, y los truenos cada vez más fuertes. Entró al
establecimiento y escuchó la campana, el saludo cordial del cajero que
organizaba las bolsas. Tomó una canasta e inició su recorrido por los pasillos
iluminados. La llenó de papeles, de tinta, de colores y vinilos, de plumas y
pinceles, de caramelos y café que acompañarían sus trazos, que acompañarían sus
letras, sus lienzos, sus obras a la media noche. Se acercó a la caja, el
muchacho que estaba allí observaba distraído hacia la puerta, como esperando
para dar ese saludo autómata que se activa con solo escuchar la campana. Volvió
la mirada, saludo nuevamente mientras pasaba las cosas por el lector de código
de barras mientras observaba a quien tenía enfrente con una sonrisa. El cajero
empacaba todo en una bolsa de papel indicando el valor total, luego recibió el
dinero y agradeció por la compra, luego continuó organizando las bolsas hasta
que escuchó la campana, la puerta se abría para quien salía. Con las manos
ocupadas se acercaba a su motocicleta, dejó sobre el sillín la bolsa y se puso
el casco nuevamente. Escuchaba una melodía proveniente de su bolsillo, era su celular.
No quería contestar, no quería detenerse, guardaba las cosas en el pequeño compartimiento,
a sacarlas de la bolsa de papel para ponerlas a salvo, pues ya sentía las gotas
caer, ya no había nada que hacer, ya era hora de irse. Se subió y encendió el
motor, conducía fuera del estacionamiento del depósito y tomó la calle que lo
trajo allí, todavía vacía y ya un poco más húmeda, ya un poco más mojada por la
lluvia que aumentaba, que arrastraba el polvo y hacía brillar el pavimento. Temía
resbalar, pero no tendría más caídas, tendría cuidado, lo había prometido y era
una de esas promesas que no rompería, que no se desvanecería como otras que
recordaba bien. Faltaban solo unos minutos más para llegar a casa, el granizo
caía y golpeaba el casco, aturdía sus oídos; se sentía desorientado, deseaba
parar, pero no había ningún lugar para refugiarse, no valía la pena. Aceleró un
poco más, el motor rugía con fuerza mientras volvía a las calles atestadas de
vehículos, a las calles atestadas de humo y barro por las que debía pasar para
llegar a su edificio, esquivando toda clase de obstáculos inesperados. Una
curva, dos curvas, estando frente a la inmensa puerta del estacionamiento frenó
y las ruedas derraparon por contados metros, recuperó el control rápidamente y
respiró aliviado. Se bajó, no había pasado nada, estaba bien, estaba a salvo.
Ya llovía a cántaros, pero solo escuchaba el murmullo mientras se adentraba en el
frío concreto, escuchaba el caos afuera mientras estacionaba su motocicleta en
el lugar de siempre y sacaba del compartimiento las cosas, que devolvía a la
bolsa de papel para llevar a casa. No se había quitado el casco todavía, y las
gotas se escurrían para caer al suelo. Dejó la bolsa sobre el sillín y se lo
quitó, sacudiéndolo para sacar toda el agua y dejando solo pequeñas perlas en
su superficie. Tomó sus cosas nuevamente y subió los escalones de dos en dos,
llegando frente a su puerta y abriéndola sin demora. Una vez adentro, dejó la
bolsa en el suelo y se quitó la ropa empapada. La colgó en el tendedero y se
dirigió a la habitación para dejar el casco, para leer el sobre que allí
estaba. Descalzo, caminaba sobre las losas de madera hasta llegar a la mesa de
metal, hasta tener el sobre en sus manos nuevamente. Lo abrió, con delicadeza,
sin romper las estampas que lo cerraban. Un papel perfumado estaba allí
adentro, tomó asiento y desdobló la página, comenzó a leer. Su semblante
cambiaba con cada palabra que leía, con cada frase que se adentraba en su cabeza.
Alguien había encontrado sus piezas, sus fragmentos incompletos perdidos en el
tiempo, y estaba interesado en saber más de quien las había traído a la vida,
en saber de quien con su pluma las alimentaba. Prometía algo más que adulación,
prometía lo que se estaba buscando, parecía entender, parecía comprender. Una
invitación, a un café y a una historia, a hablar de la memoria mientras cesaba
la lluvia. Dejó de leer, el papel cayó sobre sus piernas. Estaba aturdido, pero
también decidido. Estaría listo en cinco minutos, llegaría al lugar que aquella
caligrafía mencionaba, a donde lo invitaba la letra desconocida. Una bufanda,
un abrigo seco, una sombrilla y una pluma, no necesitaba nada más, pues podía
dejar sus notas en las servilletas sobre la mesa. Ya habría tiempo de escribir,
de representar con palabras un encuentro tan inusual.
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