sábado, 4 de marzo de 2017

Historias pendientes

—¿Puedo pasar? —Su rostro empapado brillaba con la luz que llegaba desde la sala. No llevaba nada más que su abrigo y una pequeña mochila protegida por un plástico transparente que no dejaba pasar el agua. Sin embargo, ella misma estaba empapada, toda su ropa y toda su piel. En el umbral, esperaba a que él dejara de examinarla, a que dejase de mirarla con desconfianza. Eso pensaba ella, pero él no la miraba de esa forma, simplemente estaba sorprendido, no sabía que decir o cómo abordar la situación. El tener a la autora de aquellas palabras, quien había puesto aquellas estampas en los sobres, era para él un evento novedoso que lo llenaba de dudas. Se limitó a moverse a un lado para dejarla entrar y tomó del perchero una toalla que le extendió sin decir nada, cerrando la puerta en cuanto ella pasó. Estando adentro, se quitó la capota y comenzó a secar su largo cabello rojo. Lo miraba sin decir nada, como esperando a que él hablara primero, y él hacía lo mismo, ambos estaban estancados. Ninguno de los dos iniciaba la conversación, sus ojos eran quienes parecían decirlo todo. ¿Y se entendían? En el silencio de la tarde, en el comienzo de la noche, hablaban el mismo idioma sin utilizar los labios. Parpadeos, guiños, terminó de secarse el rostro y se quitó el abrigo, él lo recibió y se quedó viéndola un momento, de arriba abajo, desde el cabello rojo que bajaba por su espalda, por su blusa blanca, hasta su cintura, hasta sus caderas, hasta el jean oscuro que podía ser más claro, que estaba solo mojado, emparamado, teñido por el agua. Sus zapatos azules escurrían agua también, se escuchaba un chapoteo con cada paso que daba en el mismo lugar, tiritando de frío. Se quedó viéndolo, esperando una señal aprobatoria de algún tipo y él asintió sonriendo, en efecto se entendían, en efecto había alguna clase de comunicación implícita, aunque fuesen dos extraños que solo unían aquellos sobres antes anónimos. Dejaron de serlo, tenían ahora un rostro que generaba gusto, que generaba intriga, el deseo de saber un poco más y de entender sus sueños, sus secretos, todo lo que aquellos ojos grises ocultaban. Ella se quitó los zapatos y los dejó a un lado, luego comenzó a recorrer la sala tímidamente observando con detenimiento cada cuadro en la pared, cada fotografía, cada lienzo lleno de palabras que nadie había leído, que ella leía ahora por pura casualidad. Se dio la vuelta y él se acercaba con una mirada era diferente, llena de decisión. Comenzó a hablar, ya seguro de romper el hielo, de conocer a la extraña que había llegado.

—¿Quién eres?
—Soy Ana, vivo en el edificio de al lado. 
—Ana. La de los sobres, supongo.
—Bueno, me parecía más sencilla la idea de escribir que simplemente abordarte un día de la nada, sin razón.
—¿Sencilla? Esto, todo esto, es mucho más complejo desde cualquier punto de vista Ana.
—Es tan sencillo, Evan, escribir una o dos cartas, elegir la más acertada, la que mejor representa lo que se quiere decir, ponerla en un sobre y dejarla ir con las estampas, con las huellas propias. Llegará a su destino, pero que llegue no asegura que se lea. Puede irse por la ventana, puede solo perderse o ser ignorada, ser olvidada. —Su voz era tan suave, tan melódica, cada letra que pronunciaba entraba como una melodía en los oídos de su interlocutor. No dejaba de caminar, de dar vueltas en la sala, analizando cada pieza presente en las paredes, en las repisas, esculturas de otros años, de otras manos. Este la seguía con la mirada, trataba de mantenerse firme, de encontrar una respuesta a sus preguntas cuanto antes mientras la autora seguía allí descalza, en la sala de su departamento, dando vuelta sobre las losas de madera.
—No iba a ignorar algo que estaba junto a mi casco Ana. —La miraba fijamente, sorprendido por la manera tan elocuente en la que hablaba la pelirroja que lo observaba tranquila, sin alterarse. —¿Cómo sabes mi nombre? ¿Cómo dejaste el sobre en ese lugar? ¿Cómo entraste?
—Demasiadas preguntas, pero vivimos en pisos contiguos, ¿sabes? No fue difícil alcanzar tu balcón, y tu nombre, Evan, está en tus notas, está en lo que has lanzado a la basura tiempo atrás.
—¿En la basura? —Pasó saliva—. No sé de lo que estás hablando.
—Lo sabes muy bien, conozco a tus personajes como conozco a los míos, he juntado sus vidas en tantas ocasiones, mientras nosotros, los personajes principales, solo escribíamos de ellos separados por esta pared. Los olvidaste, los mataste, pero yo pude verlos cuando nadie más pudo, yo supe que existieron alguna vez antes de que tu borraras sus huellas. Por eso estoy aquí, tú tienes preguntas y yo tengo algunas también, ambos nos iremos con respuestas esta noche.
—En efecto, ambos tenemos mucho de qué hablar y muchos cabos que atar. Prepararé café, ¿quieres?
—Por favor, muero de frío.
—¿No quieres un abrigo o algo?
—Estaría bien, gracias.

Evan se dio la vuelta y caminó en dirección a la cocina, mientras ella se acercaba al sofá y tomaba asiento, subiendo sus pequeños pies a los cojines, refugiándolos con su larga blusa. No tenía nada que decir, en realidad estaba sorprendida también de estar allí sentada cuando todo comenzó como un juego, como una aventura para encontrar al autor de los textos que tanto había amado, al creador de los personajes que tanto la habían cautivado. El no saber el final, el desconocer el desenlace de sus vidas que se movían como hilos, la llevó a emprender la búsqueda que hoy, años después, la tenía en el limbo, la tenía temblando, helada, congelada y sin embargo dichosa de haber llegado a la meta. Había corrido, había caminado bajo la lluvia, solo juntando el valor para enfrentar lo que había causado, para abrir el cofre cuya llave había encontrado. Tantas emociones ocultas en un rostro pálido, inexpresivo a causa de la temperatura que seguía bajando, que la seguía sumiendo en el letargo. Le pesaban los ojos, estaba cansada, quería dormir pero en cuestión de segundos esto se iría, en cuestión de segundos tendría más energía. Evan encendió la estufa y las llamas azules comenzaron a lamer el recipiente metálico, a calentar su oscuro contenido. Miró en dirección a la sala y Ana seguía allí, temblando, soñando. Se angustió un poco, se preguntaba por qué estaba tan mojada si decía que solo vivía al lado. Bueno, tenía más preguntas, pero esta era una que se le venía a la cabeza viéndola allí tan indefensa, tan frágil. En un intento por mejorar la situación, encendió los fogones restantes. Las llamas azules se elevaban y lentamente la temperatura del departamento aumentaba, se iba el frío que había dejado la lluvia y el granizo. Salió de la cocina, Ana había recuperado un poco sus colores y ya no temblaba, ya parecía mirar a su alrededor con tranquilidad, como recordando dónde estaba, cómo había llegado. Se acercó a ella y sin decir nada se quitó su abrigo, poniéndolo sobre sus hombros mientras ella permanecía estática, muda, todavía aletargada. Volvió a la cocina y apagó el fogón que calentaba el recipiente, luego sirvió el contenido en dos tazas y volvió al sofá rápidamente. La taza humeaba frente al rostro de Ana, y esto pareció ser suficiente para despertarla. La recibió con ambas manos y se deleitaba con el aroma, con el humo que exhalaba la blanca porcelana. Suspiró, una, dos y tres veces, el café entrando a sus pulmones y luego a su garganta, calentando su cuerpo. Evan daba sorbos lentos mientras seguía analizándola, mientras se daba cuenta de que ya no veía a una intrusa o a una extraña, sino simplemente a alguien que por casualidad había encontrado lo que años atrás él había desechado, lo que años atrás el decidió no incinerar, sino solo lanzar a la basura. Una historia incompleta, tantas vidas que retrataban la propia y los giros que esta había tenido, era un manuscrito que ante una vela, que ante el fuego, no podría arder frente a sus ojos. Las llamas consumiendo la tinta, le parecía tan horrible la idea de ver aquellas vidas convertidas en cenizas, no lo haría, no lo soportaría. Las dejó ir sin destruirlas, deseando que fuera el tiempo aquel que consumiese su pasado, pero no esperaba que alguien podría tomarlas, que alguien detendría la caída del manuscrito al abismo, a su destino. Ana lo había hecho, y ahora quería respuestas. ¿Respuestas de qué? Una historia incompleta no puede abrir lugar a dudas, o al menos eso creía él. La taza de Ana estaba vacía, y esta saboreaba el dulce café que había quedado en sus labios rosados mientras sonreía, mientras jugaba con su lengua y hacía muecas ante la mirada amistosa de Evan.

—Así que… ¿Vives al lado? ¿Por qué estás tan mojada?
—Estaba caminando, antes de dejar el libro… ¿Lo recibiste verdad?
—El portero me lo entregó, sí. Es muy hermoso, te lo agradezco mucho, pero no sé francés y no pude entender la dedicatoria que dejaste en la última página.
—Oh, histoires en suspens mon ami. Historias pendientes Evan, historias pendientes que no tienen un punto final y que por consiguiente nunca se cerraron. ¡Cómo desearía ver aquellos personajes! En las páginas amarillentas, cubiertos por la portada de cuero, corriendo de hoja en hoja como lo hacían antes, esta vez rumbo a un final que si habrá, que si existirá.
—Ana… Puede no gustarte el final del libro, aun cuando toda la historia ha sido maravillosa.
—Pero habrá valido la pena, llegar al final y no solo arrojarlo a la mitad.
—No puedo hacerlo… —Evan bajó la mirada, dejó la taza sobre la mesa contigua al sofá y apoyó sus codos en sus rodillas, tratando de recobrar la calma que momentáneamente había perdido, al evocar recuerdos que no quería evocar, al traer imágenes a su memoria que creía haber borrado. Ana puso su mano en la espalda de Evan, tratando de ayudarlo a recuperar la calma. Había algo en su tacto, que podía sentirse como el sol o como el más helado glaciar, que se movía en un vaivén extraño, entre el frío y el calor; era el deseo de que no se despegase, de que se quedase allí acariciando su espalda, alejando sus miedos.
—¿Por qué no Evan? ¿Por qué solo dejarlos ir?
—Porque no pueden quedarse, porque si se quedan yo no estaré tranquilo. He dejado que se vayan, he soltado los lazos que me unían a ellos y ahora solo son recuerdos, que ni siquiera tenía en la cabeza hasta que tus sobres llegaron.
—Lo lamento, no quería...
—No —la interrumpió—, está bien. De verdad me halaga mucho todo lo que me dices, me siento muy conmovido con tus palabras Ana, es solo que no sé qué hacer, no sé qué está pasando y…
—No se trata de lo que hagas, no se trata de lo que pasa, sino de cómo lo tomes Evan, de que lo sepas tomar, de que sepas enfrentar las caídas, los ascensos, de que sepas como planear cuando fallan los motores.
—Me gusta como hablas Ana.
—A mi me gusta como escribes, pero creo que eso ya quedó claro —agregó riendo, enseñando su sonrisa por primera vez—, muy, muy claro.
—En efecto. Dime Ana, ¿escribes también?
—Algunas cosas, como pudiste notar. Cartas, versos, tonterías…
—No son tonterías.
—Bueno, son mis tonterías, son mis cosas.
—Estos sobres son míos, supongo.
—Puedes quedártelos, no son mías esas palabras.
—¿No es tu letra?
—Es mi letra, no es mi historia. Se trata de la tuya, de los personajes que todavía puedes salvar.
—Salvar… No dejarlos ir.
—Solo piénsalo Evan, no tiene que ser hoy, ni mañana… Piénsalo, dales una oportunidad de vivir, date una oportunidad de vivir.
—Estoy viviendo Ana.
—¿Lo estás?

Ambos se quedaron callados, se miraban fijamente, sus pupilas dilatadas parecían de nuevo iniciar esa comunicación implícita cuando ya las palabras habían sido toda una danza, todo un baile en el que ambos habían acabado mareados, cansados. En el sofá, en la atmósfera tibia causada por los fogones encendidos, dos personas hablaban de una historia perdida, de una historia que estaba helada y ahora se encendía. Era agotador, todo esto, todas las emociones que se tomaban la escena mientras el tiempo avanzaba. ¿Un café? Otro café, la noche apenas comenzaba.

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