sábado, 25 de marzo de 2017

Máscaras

“No sé cuánto tiempo pasó mientras estuve allí sentado. No miré la hora, en ningún momento, y no dejé de contemplar la escena que se encontraba fuera de la ventana tampoco. Las personas caminaban por ahí, aprovechando los rayos del sol en paseos matutinos, en largas caminatas a través de la ciudad. Los automóviles avanzaban rápidamente junto a la acera, junto a los árboles, se detenían con las luces de los semáforos y dejaban cruzar a más y más personas que no dejan de aparecer por cada esquina. Decenas de rostros nuevos moviéndose sobre el pavimento a cada minuto, confundiéndose en la multitud. Era una calle transitada, pero no muy ruidosa, estaba seguro de que podría adaptarme rápidamente al nuevo edificio, al nuevo entorno. Era agradable, solamente escuchar el tic-tac del inmenso reloj de pared y no voltearse ni un momento, solo menearse con el ritmo y el tarareo que se escuchaba en la habitación contigua. Era Christine, era su voz, era una canción que conocía muy bien, volando a través del departamento. Comencé a silbar, la misma melodía de la voz lejana, la misma melodía de guitarra que me traía buenos recuerdos. El tarareo se detuvo, solo quedó mi silbido sobreponiéndose a la calma, como si la chica hubiese guardado silencio para solo escucharme por unos segundos. Pensé que respondería, que seguiría el juego que yo acababa de iniciar, hasta que escuché una carcajada y luego simplemente no hubo más tarareos, ni otro sonido distinto al de las manecillas. Una mala movida, una pésima movida, o eso creí hasta que escuché un ruido proveniente del pasillo, el mismo en el que la chica había desaparecido tiempo atrás. La figura despeinada, escotada, que se fue de la sala volvió nuevamente con una sonrisa y sus ojos azules brillando de emoción. No había sido una mala movida, de eso estaba seguro ahora. Lucía diferente, un pantalón negro cubría ahora sus largas piernas trigueñas, una sudadera gris cubría ahora sus caderas, su pequeño ombligo. Llevaba unos zapatos deportivos blancos que relucían, impecables, cubrían sus pequeños pies y sus pequeñas uñas pintadas de rojo. Dio unos pasos y cruzó junto al sofá para llegar a la ventana, se quedó allí de pie frente al cristal con su nariz pegada a él. Un minuto, dos minutos, tres minutos mirando hacia la calle, como si buscara algo en particular en el cúmulo de personas y automóviles afuera. ¿Qué buscaba? Parecía en serio seguir algo con la mirada, como un gato tratando de atrapar un ave que se encuentra tras el cristal. Ella era el gato. ¿Qué era el ave? ¿Quién era el ave? La silueta misteriosa de Christine me motivaba a ponerme de pie, a encontrar respuestas con mis propios ojos, hasta que su voz interrumpió a las manecillas.

—¿Y? —Christine dio un giro de 180 grados y se alejó de la ventana, volvió a mirarme nuevamente mientras se acercaba, mientras tomaba asiento junto a mí—. ¿Qué tal luzco?
—Algo cálida. —Señalé la ventana—. ¿No crees?
—Puedo soportarlo, descuida. —Se puso la capucha de su sudadera y la tela gris cubrió sus mechones castaños, que caían ahora sobre su frente, sobre su pecho.
—¿Puedes soportar tanto calor?
—Seguro que sí. Además, así me siento bien.
—¿Así de abrigada?
—Así de protegida.
—Bueno, alguna vez escuché a alguien decir que si te sientes bien, luces bien.
—Alguien muy tonto —agregó Christine con ironía—, un soñador, un idealista.
—¿Por qué dices eso?
—Lo que dices, lo que dice, no tiene sentido.
—¡Tiene mucho sentido! —Subí la voz—. El interior dice mucho del exterior, más que el exterior del interior.
—El exterior puede ser cualquier cosa Evan, una máscara cualquiera, maquillaje barato. Cualquiera de esas dos cosas puedes esconder una mina de oro, cualquiera de esas dos cosas puede ocultar un abismo.
—No entiendo tu punto.
—Es simple Evan… —Christine acercó un poco más—. Esta sonrisa que está aquí… —Puso su índice derecho en mis labios—. Toda esta tela que está aquí… —Comenzó a deslizar su índice por mi mentón, por mi cuello, por mis hombros; bajó por mis brazos y subió de nuevo—. No siempre va a revelar lo que hay… —Se detuvo en mi pecho—. Aquí. —Sonrió—. ¿Me entiendes?
—No realmente.
—Puedes lucir bien sin sentirte bien, como puedes lucir mal sin sentirte mal. No es directamente proporcional, nunca lo es. Todo es teatro, como te maquilles antes de salir a la escena.
—Tienes una manera muy peculiar de ver las cosas Christine.
—Creo que mejor dejaré de hablar, estoy enredando las cosas. —Christine se puso de pie y se quitó la capucha, liberó de nuevo su rebelde cabello y este volvió a caer por su espalda—. ¿A dónde necesitas ir primero Evan?
—Necesito varias cosas para el departamento. Una cama, algunos muebles, ropa, comida…
—¿Ropa? —Me miró extrañada—. ¿Y tu equipaje?
—Ese es todo mi equipaje —dije señalando mi maleta de mano que estaba junto a la puerta—, y no es una camisa o un pantalón.
—¿Ropa interior?
—Qué simpática.
—Solo bromeo Evan… —Se quedó callada unos instantes, como si organizara la ruta en su cabeza—. Descuida, tengo una idea. Vamos al centro comercial. Encontrarás todo lo que necesitas en un solo lugar. —Dio unos pasos en dirección a puerta y, estando frente al umbral, se quedó viéndome, como invitándome a seguirla.
—Seguro… —Me puse de pie y me acerqué a ella—. Esta conversación no ha acabado, que quede claro.
—¿No tenemos todo el camino acaso?

Sonrió, giró la perilla y abrió la puerta. Salimos del departamento juntos y cruzamos el oscuro pasillo hasta el elevador. Un minuto, 60 segundos frente a la puerta metálica esperando a que se abriera, a que la pequeña caja metálica llegara. Faltaba poco para poner los pies en el primer piso y comenzar el recorrido; faltaba un momento, para comenzar a conocer no solo a la ciudad, sino a Christine.

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