martes, 21 de marzo de 2017

Tratos

El silencio se mantuvo durante todo el camino, hombro a hombro sin decir ni una sola palabra a través de las oscuras escaleras del edificio en el que se encontraban. Descendían ensimismados, sumergidos en mundos distintos. Evan imaginaba el momento en el que Ana pusiera sus manos en el manuscrito terminado, el momento en el que sus ojos grises se posaran sobre la tinta propia. ¿Sería lo que había esperado? ¿Le gustaría? ¿Qué le diría cuando acabara? Tenía tantas preguntas que se responderían en cuestión de minutos, de horas. No había afanes, con esta chica no había prisa, tenía toda la noche y toda la madrugada para hablar, hablar y hablar hasta que ambos saciaran su curiosidad. La analizaba de arriba a abajo, Ana caminaba sonriente, firmemente, con los ojos brillantes y completamente abiertos; a la expectativa, dichosa y alegre. No parecía prestar atención a nada más que al cúmulo de papeles que llevaba aferrado a su cuerpo, abrazado, como si lo protegiera de todo, a su más preciado tesoro. Parecía feliz, y lo estaba, estaba feliz de poder terminar de leer una historia que había dejado a medias, estaba feliz de ayudar a Evan a cerrar un capítulo de su vida también. Era una ganancia para ambos, o lo sería pronto. Apresuró el paso, ya quería estar en casa, deleitándose con las aventuras de los personajes que solo ella conocía, con sus secretos y sus sueños por fin revelados. Habían escapado del cubo de basura, de la niebla, de las sombras, habían escapado del olvido para volver una vez más a iluminar su habitación con aventuras extraordinarias que recordaba bien, que sujetaba contra su pecho cerca de su corazón, cerca de sus latidos acelerados que expresaban su deseo de llegar cuanto antes. El cuarto, el tercero, el segundo piso se quedaba atrás mientras llegaban al primero y cruzaban el pasillo, mientras cruzaban la iluminada recepción. Estaba vacía, no había rastro de Gustavo por ningún lado, debía estar en otra parte del edificio. Evan se adelantó y abrió la inmensa puerta, una ráfaga de viento entró y sacudió el cabello de la pelirroja, quien tiritó de frío y apretó con más fuerza el manuscrito. Había oscurecido de repente, se había ido la claridad de la tarde mientras discutían arriba. Esta había sido remplazada por nubes negras que amenazaban con más nieve, con más lluvia mientras flotaban sobre la ciudad. Sin detenerse, sin esperar a su acompañante, Ana cruzó el umbral y comenzó a caminar rumbo a la entrada del edificio contiguo, soportando las embestidas de la brisa helada. Estaba aturdida, confundida, no se daba cuenta de que marchaba en la dirección contraria, segundo a segundo se alejaba más y más mientras Evan la observaba perplejo, indeciso. Decidió, por fin, seguirla, alcanzarla antes de que se perdiera o de que resbalara con los charcos que la nieve derretida había originado. Dando largas zancadas a través de la oscuridad, saltando sobre el agua reposada, pudo alcanzarla y la rodeó con sus brazos, conduciéndola lentamente en la dirección correcta. Ella no se resistía, se dejaba guiar y parecía pegarse más a aquellas manos que la sujetaban suavemente, como si estuviera segura de que así estaría bien. Se sentía cansada, débil, no quería dar un paso más pero se esforzaba por no detenerse. Al cabo de algunos pasos, de algunos metros, llegaron al edificio de Evan. Él abrió la puerta y entró junto con Ana, quien amenazaba con desplomarse. Sus piernas flaqueaban, parecía perder el último aliento que la mantenía de pie. Evan tomó el manuscrito de las manos de Ana y lo guardó en su abrigo. La miraba fijamente mientras sostenía sus manos heladas, los ojos verdes de la pelirroja habían perdido el brillo de antes, su rostro se encontraba pálido, apagado. Algo le sucedía, de eso estaba seguro, pero no encontraba respuesta con solo mirarla. Se acercaron al sofá que se encontraba en la recepción y tomaron asiento, Evan comenzó a acariciar el cabello de Ana mientras esta parecía tener la cabeza en otro lugar aunque físicamente esta no se movía.

—¿Todo en orden Ana? —La voz de Evan era como una soga que sujetaba a Ana en la realidad, que la mantenía fuera del sueño febril en el que quedaba sumida.
—Me siento algo débil. Necesito entrar a mi departamento ahora.
—Si vas a saltar por el balcón, no vas a hacerlo en estas condiciones. Puedes caer, puedes resbalar y llegar al primer piso de la manera fácil.
—¡No me voy a caer! —Ana protestó e hizo una mueca—. Solo necesito un buen impulso.
—Seguro. Un impulso que te llevará a la recepción.
—¡Evan! —Ana comenzó a reír, parecía ahora más despierta—. No digas eso. Voy a estar bien.
—Lo sé. Sé que vas a estar bien porque te quedarás en mi departamento —Evan vaciló un momento, y agregó—, al menos hasta que estés en condiciones óptimas para cruzar.
—No voy a…
—Ana —la interrumpió—, no quiero que te pase algo y que mi balcón sea el escenario. Quédate, después podrás cruzar con el manuscrito y leerlo si quieres.
—Está bien, podemos hacer un trato… —Ana se quedó callada unos instantes, mientras organizaba las ideas que quería poner sobre la mesa—. Si me quedo, si no salto… ¿Leerías el final para mí?
—¿Con qué objeto?
—Quiero escucharlo de tu voz Evan.
—¿Y si me rehúso?
—Saltaré a mi balcón en cuanto lleguemos a tu departamento y, si caigo, será tu culpa.
—¿Lo dices en serio?
—Claro que no. No estoy tan loca como crees tú.
—Es tu vida con lo que estás jugando Ana, nada más que eso. Recuérdalo, antes de decir o cometer una locura.
—¡Solo bromeo! No te lo tomes todo tan personal. Tú lo has dicho, es mi vida. —Ana reía a carcajadas, parecía haber recuperado su energía, parecía haberse recuperado del frío helado que la había sumido en ese letargo.
—En fin… Es demasiado tarde —Evan todavía sonaba serio—. Ya no puedo verte de otra forma.
—¿Y cómo me ves ahora? —La mirada de Ana estaba llena de curiosidad, mientras preguntaba solo por preguntar, solo por hablar, solo por deleitarse con una conversación cualquiera.
—Como una chica caprichosa y manipuladora.
—¿Qué? —Ana subió la voz y el fuego se desató en sus ojos grises. De repente ya no se deleitaba, ya no estaba ese gusto por una conversación cualquiera, sino ese gusto por golpear a un extraño cualquiera en el rostro. Ese extraño acariciaba sus mejillas, y el fuego se apagaba o mejor, reflejaba un incendio distinto.
—Yo también puedo bromear Ana. —Evan sonreía mientras la acariciaba—. ¿Te sientes mejor ya?
—Me siento mucho mejor. —Sonrió, tomó aire y se puso de pie, abandonando los suaves cojines del sofá—. Gracias, por ayudarme allá afuera Evan.
—Descuida. No quería que te perdieras de camino a este edificio.
—Son solo unos metros. ¿Cómo podría alguien perderse?
—Eso pensaba yo, luego te vi caminar en la dirección contraria.
—Basta. ¿Lo disfrutas eh?
—Un poco. —Después de un guiño, Evan se puso de pie también—. ¿Usamos el elevador?
—El elevador, por hoy, no estaría mal. Sigo algo mareada.
—Vamos entonces.

Al llegar a las puertas metálicas del elevador, Evan presionó el botón plateado junto a la pared. Una luz se encendió en este, una luz roja que indicaba como la pequeña caja de metal descendía desde el séptimo hasta el primer piso. Un siete, un seis, un cinco en puntos rojos sobre un cristal oscuro que reflejaba dos rostros cansados, dos rostros deseosos de tomar asiento nuevamente. El número seguía cambiando mientras un rechinar se escuchaba, mientras el murmullo que se hacía más reconocible. Se detuvo, por completo. Las puertas metálicas se abrieron y allí estaba el elevador, con su tapete rojo, su aroma a limpio, sus botones brillantes y su espejo de piso a techo. Desde que Evan se había mudado era la primera vez que lo usaba, así que se sentía ajeno en ese lugar. Dejó que Ana entrara y luego entró tras ella. Mientras lo hacía, presionó el botón del séptimo piso y las puertas se cerraron de inmediato, el mecanismo se activó y comenzaron a ascender, mientras miraban sus reflejos en silencio, hombro a hombro, como desde hace ya varios momentos. Al llegar al séptimo piso, las puertas se abrieron y ambos salieron al mismo tiempo. Caminaron por el pasillo hasta el umbral del departamento mientras Evan buscaba las llaves en su abrigo. Teniéndolas en sus manos, abrió la puerta y dejó que su invitada pasara primero. Ana entro, dio algunos pasos sobre las losas, sacudió sus zapatos y luego se los quitó. Descalza, con sus pequeños pies cubiertos por la gruesa tela de las medias, corrió hasta el sofá y se lanzó sobre él, mientras Evan entraba y sin dejar de mirarla cerraba la puerta. Se acercó al sofá y tomó asiento junto a ella, quien se había incorporado ya y lo esperaba ansiosa.

—¿Y bien? —Ana tomó la palabra, rompió el silencio
—¿Y bien?
—Cambiaste de tema, no creas que no me di cuenta. ¿Vas a leer para mí?
—¡Casi lo logré! —Evan sonrió—. Pensé que lo habías olvidado.
—No podría…
—Eres muy persistente. —Se quedó callado unos instantes y luego suspiró—. Bien Ana, lo haré.
—¿En serio?
—Lo haré, pero debes quedarte, descansar un poco antes de saltar por el balcón para entrar a tu departamento.
—¿Ahora eres tú el de los tratos? ¡Qué ironía!
—No estoy haciendo tratos contigo. Solamente quédate, cuídate.
—Está bien, me quedaré a escucharte. —Ana comenzó a aplaudir y su mirada parecía buscar el manuscrito—. ¿Dónde está?
—¡Aquí está! —Con su mano derecha sacó el manuscrito del abrigo y se quedó viéndolo un momento—. Dime Ana… ¿Qué quieres escuchar?
—Si puedo elegir Evan… Quiero escuchar la historia completa.

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