jueves, 23 de marzo de 2017

Lo que sucedió

Evan tenía el manuscrito en sus manos, las páginas polvorientas frente a sus ojos. Quería leer, quería por fin cerrar un capítulo, pero sabía que la única manera de hacerlo no era contando esa historia, sino contando la suya. Lanzó un suspiro profundo, Ana lo miraba desconcertada, preocupada, mientras este se rascaba la cabeza, como decidiéndose a hablar, a iniciar la lectura. Las primeras palabras, las primeras frases en aquel papel le traían buenos recuerdos, le traían buenas imágenes a la memoria, pero sabía lo que había más adelante era falso, ese final postizo puesto de afán que no se parecía en nada a lo que realmente había sucedido. Para poner un buen final, necesitaría más que una tarde. Para poner un buen final necesitaría más que una pluma. Para poner con sus palabras lo que realmente sucedió necesitaba soltar el nudo que esto generaba primero.

—¿Está todo bien Evan?
—No Ana. No lo está. —Evan se puso de pie y comenzó a caminar en círculos alrededor de la sala con el manuscrito en las manos, apretándolo fuertemente.
—¿Qué sucede?
—No tiene objeto que escuches lo que he escrito.
—No comprendo. ¿Qué escribiste allí? —Ana seguía mirando a Evan fijamente sin comprender, tratando de deducir el significado de aquellas palabras temblorosas.
—Un final distinto.
—¿Por qué distinto? 
—Porque el verdadero no me gusta.
—¿El verdadero? —Ana se puso de pie también—. Evan, no entiendo de qué estás hablando.
—Ana, te dije que lo que sucedió en aquellas páginas también sucedió fuera de ellas. ¿Lo recuerdas?
—Lo recuerdo.
—Bien, no escribí lo que pasó. Es todo.
—Evan… Quiero saber lo que pasó de verdad. —Ana meneaba la cabeza mientras tomaba asiento nuevamente. Respiró profundamente y continuó—. ¿A qué se debe tanto misterio? ¿A qué se debe tanto miedo? ¿A qué se debe la necesidad misma de ocultar aquella historia como si de ello dependiera tu vida?
—Es una historia de mi vida.
—Entonces no pierdas tu vida por una historia.

Evan dejó el manuscrito sobre la mesa, mientras sus pasos lentos lo movían todavía por la sala. Había tantas palabras en su cabeza, que empezaron segundos después a salir de su boca, a llevarse el silencio de la habitación. Hablaba de otros días, de otros años, de otros tiempos más simples en los que los personajes del manuscrito todavía no habían nacido o mejor, el tiempo en el que se formaban apenas en la cabeza, como representaciones de aquellos que apenas había conocido. Ana escuchaba en silencio, deslumbrada, mientras imaginaba aquellas escenas como solía hacerlo con los libros. Estando en la sala del departamento de Evan, se sentía en otra parte mientras él se acercaba, mientras él se sentaba a su lado y le daba cuerda a sus fantasías.

“La meta era comenzar de nuevo, buscar un trabajo y un departamento en renta para antes de que acabara el mes, pues lo que tenía en mis bolsillos y en mi maleta de mano no duraría para más. Eso fue hace cuatro años, cuando apenas había llegado a Chicago. En cuanto crucé el túnel que llevaba del avión al edificio del aeropuerto y, después de pasar todas las revisiones de rutina estando en él, pude salir sin problema por la puerta, llenar mis pulmones de aire fresco. Allí estaba, bajo los rayos del sol, sin ningún lugar a donde ir una mañana de octubre. No quería tomar un taxi, no tenía muy claro hacia dónde me dirigía todavía, así que caminé en dirección a los rascacielos que veía en la distancia por algunos minutos con la esperanza de despejar mi cabeza y tener algo de paz. Mi estómago rugía, no había comido nada antes de subir al avión y habían pasado ya poco más de 10 horas. Hambriento, entré a una cafetería que se encontraba por ahí y ordené en la caja un café, unas galletas y un poco de fruta. Tomé asiento en una cómoda silla de madera frente a una mesa de cristal y sobre ella había una copia del periódico del día que comencé a ojear levemente, todavía desprendía su aroma a recién impreso, a tinta fresca. Fue entonces cuando conocí a Nicco Versov, un mesero del lugar, quien llegó para confirmar mi orden y, por casualidad, terminamos hablando de motocicletas por una fotografía que se encontraba en el periódico. Fue una conversación agradable, me cayó muy bien. Tomó asiento un momento y comenzamos a hablar de todo un poco. Me contaba muchas cosas, de la ciudad, de la vida y de su vida. Era un sujeto agradable, robusto, de ascendencia rusa y criado gran parte de su infancia en San Petersburgo por su padre Dimitri, pues su madre había muerto poco después del parto. A los 14 años se fueron rumbo a Berlín, luego a Roma y finalmente a Londres, todo en dos semanas. Dimitri Versov viajaba mucho a causa de su trabajo, siempre desconocido y misterioso, siempre oculto para su hijo. La relación entre ellos era muy distante, pero Nicco le quería mucho, lo admiraba demasiado por todo lo que hacía y todo lo que trabajaba para darle una buena vida. Se mudaron nuevamente, esta vez a Chicago, en donde se establecieron definitivamente. Nicco reanudó sus estudios de secundaria mientras Dimitri trabajaba todo el día para pagar los recibos. Pasaba así el tiempo, pasaba así un año, dos, tres, Nicco seguía estudiando y sacando buenas calificaciones, siendo el mejor en lo que hacía y recibiendo felicitaciones por todas partes. Estaba a punto de graduarse con honores, su padre le regaló una motocicleta en su cumpleaños número 18 y por primera vez en mucho tiempo se sentaron a hablar, a discutir una noche cualquiera hasta el amanecer. Estaba feliz, estaba dichoso, no creía que nada pudiese alterar lo que tenía en las manos… Pero bastaba con una sacudida en el tablero, una muy ligera, para que todas las piezas cayeras. Una noche, una semana después de su cumpleaños, su padre no llegó a casa, ni a la mañana siguiente. Pasaban los días y no había noticias, era como si se lo hubiese tragado la tierra. Las autoridades no tenían respuesta, nadie las tenía y por esto Nicco perdía la cabeza, perdía la calma, los estribos. Sus calificaciones bajaron demasiado, dejó de ir a clases, dejó de salir de casa. Pudo graduarse, pero no asistió a la ceremonia y solo reclamó su diploma días después, más por obligación que por voluntad. Sus allegados no entendían que le había pasado, simplemente se había vuelto alguien distinto, alguien frío. Se mudó al otro lado de la ciudad, rentó un departamento y abandonó aquella casa sin mirar atrás en cuanto cerró la puerta. Entró a trabajar en la cafetería cercana al aeropuerto, empezó a suprimir los recuerdos. Habían pasado ya tres meses desde aquellos eventos, su voz todavía tenía esa pisca de dolor que puede sentirse en el discurso de quien abre viejas heridas solo por gusto, solo por ver si todavía duelen y sí, duelen como la primera vez. Quería decir algo, pero sentía que Nicco simplemente quería desahogarse, sacar lo que lo estaba dejando sin aire; opinar, por el momento, no ayudaría, escuchar sí. No sé en qué estaba pensando, pero en cuanto este acabó de hablar, le dije que lo ayudaría en lo que necesitara, no solo por decirlo, sino porque en serio quería ayudarlo, si bien no a enderezarse por lo menos a quitarse un lastre de encima. Sus ojos negros se habían humedecido, una sonrisa había aparecido en su rostro. Nicco se puso de pie y se retiró, rumbo a la cocina, para volver minutos después con una bandeja. Café, manzanas y peras picadas, galletas todavía humeantes sobre la plata. Dejó la bandeja llena sobre la mesa y dijo que hablaríamos luego. Mientras desayunaba, comencé a buscar en el periódico los anuncios, los departamentos en renta. Marqué todos con una pluma y me propuse buscar un mapa, encontrar el más cercano. Guardé el periódico en mi maleta de mano junto con la pluma y terminé de desayunar. Me puse de pie, pagué en la caja y me acerqué a Nicco, quien se encontraba organizando unas cosas en el mostrador. 

—¿Qué necesitabas del diario? ¿Noticias?
—Un departamento en renta. Hay varios, ahora debo encontrar donde están.
—¿Sabes Evan? —Nicco se quedó pensando unos instantes—. Vi un anuncio en la State con 53, es un quinto piso y no es muy costoso.
—¡Suena bien! —No tenía mucho dinero, era justo lo que buscaba—. ¿Es muy lejos?
—Puedes llegar caminando, pero es mejor que tomes un taxi si no quieres perderte. No te cobrará mucho, llegarás en cuestión de nada.
—Gracias, es muy amable de tu parte.
—Descuida Evan. —Evan cerró la vitrina y me extendió su mano, que estreché fuertemente—. Ojalá puedas rentarlo. Yo vivo a dos calles de ese lugar, es un buen vecindario.
—Entonces seremos vecinos.
—Pues si yo fuera tú, desearía vivir en ese edificio.
—¿Por qué lo dices?
—Ya lo verás.

Una voz en la cocina llamó a Nicco y este se excusó para correr a toda carrera. Yo salí de la cafetería, caminé unas calles más en dirección a los rascacielos y luego tomé un taxi. Le pedí al conductor que me llevara a la State con 53, llegamos en cuestión de minutos al lugar, cerca del centro de la ciudad, cerca de los edificios que veía en la distancia. Habían allí inmensos árboles junto a las calles pintadas de gris, negro y blanco, tantos colores en un mismo cuadro. El ambiente era agradable aquella mañana, había gente caminando por ahí, disfrutando del calor que podía sentirse. Me bajé del taxi y comencé a mirar hacia las ventanas, en busca del anuncio del que Evan hablaba. Encontré uno en un quinto piso, era el edificio 7153. Me acerqué y subí los escalones que llevaban a la puerta del gran edificio color ladrillo, saludé al portero y le expliqué el motivo de mi visita. Este abrió la puerta y me anunció a través del teléfono del edificio, luego me condujo al elevador. Subí hasta el quinto piso, caminé por el oscuro pasillo en cuanto salí de la caja metálica y me dirigí a la puerta del departamento 5A. Golpeé, suavemente, pero esta se abrió casi de inmediato. Una señora de edad me recibió con una sonrisa. Se llamaba Grace, no recuerdo su apellido, pero era muy amable y amistosa. Me presenté y le expliqué personalmente el motivo de mi presencia, me dejó entrar y después de ofrecerme un vaso de jugo de naranja me enseñó el departamento de arriba abajo. Era muy amplio, tenía tres habitaciones con inmensos ventanales por los que entraba la luz de la mañana. Estaban vacías, como casi todo el departamento. Grace me explicaba que ya se había mudado a su nueva casa en las afueras, que solo había venido por pura casualidad a recoger lo que quedaba. Decidí aprovechar la casualidad y empezar a negociar. Después de convenir el precio, uno razonable, cerramos el trato y agendamos la firma de los últimos documentos necesarios a las 5 de la tarde. Tenía pues, unas horas todavía, pero me encontraba perdido en una nueva ciudad, sin muchas ideas de a dónde ir o dónde conseguir lo que necesitaba. Grace me dijo que había una chica al otro lado del pasillo, en el 5B, que era muy amable y que tal vez podría ayudarme, que tal vez podría guiarme mientras me adaptaba. Acepté dichoso la propuesta y Grace se excusó un momento para enviarle un mensaje. Yo continué mi recorrido, viendo por la ventana hacia la calle, hacia la soleada mañana en lo que sería mi nuevo hogar. Grace llegó a donde me encontraba y anunció alegremente que la chica había aceptado, que nos estaba esperando. Salimos del departamento rápidamente y cruzamos el pasillo en silencio. Estando frente a la puerta de madera, Grace golpeo dos veces y esperó unos segundos por la respuesta.

—¿Sí? —Una dulce voz se escapaba del marco de madera.
—Soy yo, Grace.
—¿Qué Grace?
—¡Abre ya engendro! —Grace golpeó la puerta de nuevo.
—¡Qué delicada eres!

Se escuchó el mecanismo de la puerta moverse, y esta rechinó mientras se abría, mientras revelaba una figura que sonreía con malicia, mirándonos fijamente. Sus ojos azules brillaban, ocultos a través de algunos mechones de cabello castaño que caían por su frente, que caían por sus hombros y su espalda ligeramente escotada. Llevaba una blusa holgada color crema, que dejaba al descubierto su abdomen, su cintura. Una corta pantaloneta cubría sus caderas, sus piernas largas; se encontraba descalza y lucía sus pequeños pies, sus pequeñas uñas pintadas de rojo. Grace la miraba con una mueca de desaprobación mientras esta sonreía, como si disfrutara de provocar aquellas emociones en su antigua vecina y gran amiga.

—¿No tenías algo más que ponerte? —Su voz tenía un tono maternal que provocaba aún más la risa de la chica
—Me acabo de despertar Grace, esta es mi pijama. —Me miró de nuevo y prosiguió—. ¿Amigo tuyo?
—Tu nuevo vecino
—¿Lo dices en serio?
—Que te lo diga él. Tengo que irme. —Grace extendió su mano y estrechó la mía—. Tengan ambos un buen día y Evan, nos vemos aquí a las 5. 

Mientras Grace se alejaba, poniéndose el sombrero que llevaba en las manos, yo seguía con la mirada fija en los ojos azules que me analizaban minuciosamente. La chica misteriosa no hablaba, solo callaba, solo esperaba a mi siguiente movimiento. ¿Y cuál era este? Yo estaba congelado, estático en el umbral, sin saber si extender la mano era lo más apropiado o solo esperar, escuchar antes de hablar.

—¿Vas a quedarte ahí? Pasa, me pondré algo y saldremos a buscar lo que necesitas Evan.
—Me parece bien. —Sonreí extrañado—. ¿Cómo sabes mi nombre?
—Grace ya me puso al tanto… Bueno, más o menos. Sé que necesitas ubicarte en Chicago, que eres nuevo aquí.
—Bueno, eso es verdad. No conozco la ciudad.
—Descuida, estás con una experta. —Comenzó a reír a carcajadas mientras se recostaba ligeramente en el umbral—. No dejaré que te pierdas.
—Te lo agradezco mucho… —Me quedé callado unos instantes—. ¿Cuál es tu nombre?
—Christine Moore.

Estrechamos nuestras manos y entramos al departamento. Christine desapareció tras un largo pasillo, mientras yo cerraba la puerta y tomaba asiento en el blanco sofá junto a la ventana. Miraba hacia la calle, hacia los árboles inmensos que se levantaban junto al cristal, rozando la superficie con sus ramas, con sus hojas, con los nidos de las aves. La espera valía la pena, la escena valía la pena, ya pronto sería hora de comenzar de nuevo.

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