Tuvo que ponerse ropa seca, ropa
seca aunque todo afuera estuviese mojado, aunque todavía lloviera fuertemente
sobre la ciudad. No conduciría, podía caminar, su destino no estaba muy lejos y
la sombrilla sería suficiente. Bajaba los escalones uno a uno mientras
acomodaba la bufanda que rodeaba su cuello y mientras se aseguraba de llevar el
sobre en su bolsillo. No necesitaba nada de él, pues se sabía de memoria la
ruta, pero en realidad en él estaba todo lo que quería saber, sus preguntas y
los secretos que este escondía, y era cuestión de tiempo para que quien lo había
escrito le ayudase a interpretarlo. Cada quien conoce sus trazos, cada quien
conoce sus versos, cada quien conoce el significado oculto tras las líneas
propias, cada quien entiende el porqué de lo que se deja sobre el papel. Lo
demás, son interpretaciones, posiblemente acertadas o posiblemente erróneas,
posiblemente ambas, posiblemente ambiguas; ajenas, lejanas, externas, interpretaciones
varias que se desvanecerán como los mensajes que se dejan sobre la arena.
Cuando suba la marea, cuando lleguen las olas, se habrán perdido en el mar y no
quedará recuerdo alguno de las manos que lo pusieron, se irán, se irán con la
espuma. Fantaseando, había llegado al primer piso, el portero lo saludaba cortésmente
mientras movía sus manos, invitándolo a acercarse. Al hacerlo, este le entregó
un sobre y le dijo que había llegado pocos minutos atrás. Lo revisó, tenía las
mismas estampas que el que ya llevaba en su bolsillo, así que lo guardó también
y se despidió agradeciendo. Iba a leerlo, a leer la carta en su interior, pero
decidió llegar primero al punto de encuentro. Quedaban 20 minutos para la hora
pactada en cualquier caso, no iba retrasado de ninguna forma, pero quería
organizar un poco lo que iba que decir o mejor, quería preparar sus posibles
respuestas ante lo que iba que escuchar. Frente a la puerta principal, abrió la
sombrilla y salió del edificio. El granizo comenzó a golpear su protección
mientras caminaba rápidamente a través de las calles empapadas. No se
encontraba lejos, llegaría seco y a salvo si nada pasaba. El tráfico a su lado
avanzaba lentamente, torpemente, se escuchaban los gritos de los conductores
exaltados y sus bocinas aún más molestas, aún más ruidosas. Tomó un desvío, se
adentró por un callejón para descansar un poco los oídos y salió a una calle
más tranquila en donde las hojas escurrían, soportaban las borrascas. Le
gustaba el verdor, le gustaba ver a las aves refugiadas en sus nidos,
refugiadas en las ramas; le gustaba tanto desviarse a donde había menos ruido,
desviarse hacia el silencio, hacia la paz. No le importaba si esto hacía la
ruta más larga, no le importaba la distancia, le importaba el recorrido,
pasarla bien con cada metro que avanzaba. El café se encontraba pasando la
calle, esperó al semáforo y luego cruzó esquivando los inmensos charcos, los inmensos
cráteres que ocultaban lagos miniatura. Estando frente a la puerta del
establecimiento, se limpió los pies en el tapete rojo y entró de inmediato. El
murmullo disminuyó, los pequeños trozos de hielo golpeaban los cristales de las
ventanas, golpeaban los tejados, golpeaban los automóviles. No había nadie más
que él y el mesero, se acercó a la barra y pidió una bebida, luego tomó asiento
en la alta butaca de madera y se frotó las manos para mitigar el frío. Una taza
humeante apareció frente a sus ojos, y el primer sorbo hizo aparecer el calor
que había faltado en toda la tarde, la energía que le había faltado toda la
mañana. Con el pasar de los minutos entraba una persona tras otra, todas refugiándose
del mal tiempo y dejando sus sombrillas en el inmenso cubo junto a la puerta.
Él había dejado la suya bajo la butaca, y esta todavía escurría, dejaba un
pequeño hilo de agua sobre las losas del lugar. La recogió, la sacudió un poco
y la llevó al cubo, dejándola con las demás y mirando de reojo a quienes habían
entrado, como esperando ver a quien lo había citado entre ellos. Los nuevos
visitantes se habían sentado en un rincón juntos. Pidieron cervezas y reían a
carcajadas, hablaban de tantos temas que dejó de prestarles atención y volvió
su mirada a la ventana, consultando el reloj tras él ocasionalmente, deseando
que fuesen ya las 6. Al acabar el contenido de la taza, recordó de golpe el
sobre que tenía en su bolsillo, que no había abierto todavía. Sin nada más que
hacer, dejó la taza sobre la barra y buscó la carta en su bolsillo. Sujetó el
papel entre sus dedos pasa sacarlo del abrigo, retiró cuidadosamente las
estampas y de nuevo el mismo perfume se tomó sus sentidos, todos y cada uno de
ellos. Era un aroma tan dulce, tan envolvente, de esos que no cansan, como el
aroma de las perlas de roció se evaporan, como el aroma de la brisa que entra
por la ventana cuando se abre cada mañana. Volvió en sí, desdobló el papel y
comenzó a leer el contenido, a perderse en la misma caligrafía de la carta
anterior. En ella no había muchas palabras, pero si un mensaje muy claro: no
podría ir al café. Hizo una mueca de desagrado y suspiró con tristeza, luego
guardó el sobre nuevamente en el bolsillo y se quedó sentado, helado. Ya se
había ido el calor del café, ya se habían ido sus ganas de estar fuera de casa.
Lamentaba no haber leído el sobre en cuanto lo había recibido, pero le alegraba
haber tenido un paseo para variar, le miraba el lado positivo a las cosas para
variar. Se puso de pie y pagó, luego se acercó al cubo y tomó su sombrilla. Lanzó
una última mirada al grupo del fondo, que todavía bebía y cantaba a todo
pulmón. No, no quería estar allí, abrió la puerta y salió, abriendo la
sombrilla y sintiendo el murmullo de nuevo aturdir sus oídos. Era este sonido
más agradable que aquellas voces desafinadas, que aquellas carcajadas; el sonido
del granizo golpeando la ciudad de cara, golpeando su metal y su concreto, sus
árboles y sus canales, sus parques y sus avenidas. Apresuró el paso y en cuestión
de minutos llegó nuevamente a la entrada de su edificio, el portero abrió la
puerta y antes de dejarlo continuar su camino por el pasillo lo detuvo. Sacó de
su oficina un pequeño paquete y se lo entregó, asegurando que no se lo había
dado hace un rato porque iba de salida. Él lo recibió y se despidió, no tenía
muchas ganas de hablar y solo deseaba llegar a tomar asiento, a relajarse un
poco. Subió las escaleras y estando en su piso buscó las llaves en su pantalón.
Abrió la puerta y entró, lanzó un suspiro y dejó lo que llevaba sobre la mesa,
luego encendió las luces y cerró la puerta suavemente, poniendo el seguro
seguidamente. Se dio la vuelta y miró la caja, se acercó a ella y comenzó a
destaparla, a remover el papel marrón que la cubría. Revisaba su contenido, encontró
un libro en su interior. La portada de cuero relucía, lo deslumbraba la
majestuosidad de los bordados. Comenzó a revisar sus páginas y, al pasar una
por una, se dio cuenta de que no había nada en ellas, que no había allí notas,
ni versos, ni nada más que la textura polvorienta de las hojas. Al final, en la
última, había una estampilla muy familiar seguida de una nota muy breve, de una
dedicatoria escrita en francés. No conocía muchas palabras del francés, pero
conocía la letra que estaba allí plasmada. Tomó de su abrigo uno de los sobres
y comenzó a comparar la caligrafía, a comparar las estampillas. Eran idénticas,
pero no entendía lo que significaba todavía, no entendía el proceder de quien
le escribía, no entendía el porqué de un libro con las páginas vacías. Lo
cerró, lo sujetó en sus manos y se acercó al sofá, tomando una pluma antes de
alejarse de la mesa. Estando allí sentado, comenzó a pensar en lo que podría
dejar en aquellas páginas, en la infinidad de posibilidades que se abrían con el
papel y la tinta que sostenía. ¿Podría escribir? Dibujar, retratar sus sueños
de una manera entendible y casi tangible, como un boleto general para visitar
su mente y lo que por una etapa de su vida esta pensaba, esta creaba. Ya no
sonaba la lluvia, esta parecía haberse detenido poco después de que había
llegado, el silencio había vuelto a su hogar y podía ahora respirar tranquilo,
tenía ahora una distracción menos. Acercó la punta de la pluma al papel y puso
allí un punto, como queriendo tantear el terreno en donde pondría lo que venía.
El timbre del teléfono lo puso alerta, soltó la pluma, saltó del sofá dejando
caer el libro al suelo y corrió a la pared, tomando el aparato entre sus manos.
Era el portero, anunciaba que había llegado un visitante y solicitaba su aprobación
para dejarlo seguir. En cuanto le preguntó de quien se trataba, este le dijo
que era la misma persona que había dejado los sobres. Abrió los ojos de par en
par y pasó saliva, recuperó el habla, luego le pidió que por favor lo dejara
pasar. La línea se cortó, puso el teléfono en su lugar y comenzó a mirar a su
alrededor. No tenía un gran desorden, pero comenzó a levantar todo lo que podía
no estar en su lugar y en cuestión de segundos la sala principal de su departamento
lucía más presentable. Corrió a su habitación, se miró al espejo y cruzó los
dedos, esperaba lo mejor después de todo. El timbre sonó, su corazón se detuvo
por escasos segundos, los nervios se comían su calma ya roída mientras se
acercaba a la puerta y removía el seguro. Giró la perilla, la puerta se abría
lentamente mientras un rostro nuevo aparecía, un rostro un poco mojado por la
lluvia que sonreía de par en par a pesar de todo, como si no le importase nada.
Era claro, era evidente, también había estado esperando ese momento y no
dejaría que el mal tiempo lo retrasara.
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