domingo, 12 de marzo de 2017

Visitante

—Lo va a tirar a la basura, no lo va a soportar. ¿Para qué se lo entregué? ¡Brillante! —Ana caminaba en círculos sobre las losas de mármol de su departamento, mientras analizaba los eventos recientes meticulosamente. Se detuvo frente a la mesa y tomó de ella un vaso de agua que bebió sin detenerse hasta el final. Mirando el vaso metálico de color plateado, tan brillante y pulido, observaba su reflejo, alterado por la forma cóncava del objeto. Devolvió el vaso a su lugar, para retomar la caminata mientras su ansiedad se iba, mientras su estrés se sofocaba paso a paso. Habían pasado unas 4 horas desde que Evan se había ido y no había dejado de pensar en la posibilidad de que simplemente no volviera, de que simplemente quemara el manuscrito como tanto lo deseaba. ¿Sería capaz? ¿Para qué la promesa entonces? No cesaba de lamentarse, de lamentar su movida, pero decidió, al fin, confiar en su palabra y no darle más vueltas al asunto. Quería estar tranquila y, además, si era necesario podría entrar por su balcón en cuestión de segundos. Eran solo unos metros, un salto para llegar a su destino. Loca, loca, repetía esa palabra una y otra vez, recordando el tono de voz de Evan, tratando de comprenderlas, de entender su significado. En su voz, en su propia voz, se escuchaba distinto, era una pregunta sin respuesta, una pregunta lanzada al vacío. Impulsos, impulsos que la llevaban a olvidar los límites, que simplemente le presentaban un lienzo en blanco a la espera de ser pintado como ella quisiera, se trataba de eso y nada más. No estaba loca, solo necesitaba descansar, dormir bien cuando llegara la noche, con eso volvería todo a la normalidad. No tenía que trabajar los jueves, así que podría hacer lo que deseara el resto del día. Miró hacia la calle, por la ventana, había dejado ya de nevar, pero las nubes cubrían la ciudad todavía y no dejaban ver la luz del sol. Una atmósfera gris, fría, aguardaba más allá del cristal de la ventana. Eran las 3 de la tarde según el reloj en su pared, ya era hora de salir, de enfrentar el mundo real. No quería estar en casa, quería caminar ahora que era posible, quería tomar fotografías ahora que era posible. Corrió a su habitación y en cuestión de segundos dejó el vestido blanco atrás por unas botas, un pantalón negro, un abrigo del mismo color y un gorro gris que cubría sus pequeñas orejas. El viento helado no entraría a su cuerpo, solo rozaría sus mejillas, solo despeinaría su cabello rojo que escapaba de la lana. Estaba lista, se miraba en el espejo mientras decidía hacia donde iría. Había un bosque en las afueras, a unos 20 minutos de donde estaba. Era el lugar perfecto, no lo pensó más y se acercó a la mesa de noche junto a la cama. Allí, dentro de un cajón, estaba el estuche de cuero que guardaba una de sus pertenencias más preciadas, un regalo que sus padres le habían dado hace un par de años. Amaba su cámara fotográfica, la llevaba a todos los lugares que visitaba por mero gusto, por mero placer, por el deseo de salir una mañana y no volver hasta el anochecer. Bosques, lagos, ríos, tierras desconocidas por las que pasaba a lo largo de su vida, tenía una galería entera que atesoraba en sus paredes. Le faltaba espacio, pues decenas de ellas todavía no habían sido reveladas, no habían sido impresas. Pronto llegarían, a llenar el resto de su casa, a poner más color en el departamento. Sería pronto, guardó el estuche en el bolsillo de su abrigo y salió de la habitación. Buscaba las llaves en la mesa principal, y teniendo los pequeños objetos plateados en las manos se dirigió a la puerta y la abrió de golpe. No necesitaba nada más, llevaba su billetera y su teléfono en el abrigo también. Cruzó el umbral y cerró la puerta, comenzó a caminar por el oscuro pasillo hasta llegar a los escalones y bajar, bajar uno a uno desde el séptimo hasta el primer piso. Estando en el cuarto, su teléfono comenzó a sonar. Una melodía rompiendo el silencio, el nombre y el número de Gustavo en la pantalla. Se detuvo, contestó la llamada y acercó el teléfono a su oreja.

—Estoy bajando las escaleras, ¿qué sucede?
—¿Es que nunca estás en casa? —Gustavo sonaba irritado—. ¡Tienes visita!
—¿Visita?
—Evan está aquí desde hace algún tiempo. Dijo que lo habías citado, te ha estado esperando.
—¿Y no pudiste llamarme a mi departamento acaso?
—¿Crees que no lo intenté? ¡Nunca contestas Ana!
—El teléfono del edificio no ha sonado en todo el día Gustavo, creo que necesita una revisada.
—Bueno, después veré si está fallando. Por ahora, él va en camino, ya está subiendo.
—Vale, gracias por avisarme, aunque iba de salida. ¿Por qué lo dejaste seguir?
—Llevaba 10 minutos esperando, no me parecía justo dejarlo ahí.
—¿El tipo puede ser un criminal y tú lo dejas seguir después de 10 minutos?
—¿No soy yo el de las historias locas? —Gustavo reía al otro lado de la línea, mientras Ana sostenía el teléfono con impaciencia.
—¡Qué gracioso! Después bajaré y arreglaremos cuentas tú y yo.
—Seguro, seguro que si pequeña. Ten un buen día, ya ha de estar cerca.

Ana colgó la llamada y guardó el celular nuevamente en su bolsillo. Subía las escaleras, tratando de encontrarse con Evan en cuanto este bajase del elevador. Estando en el séptimo piso, se quedó mirando la puerta de metal esperando a que se abriera. Pasó un minuto, dos, no se abría. ¿Estaba de camino? Se acercó de nuevo a las escaleras y escuchó pasos, la respiración agitada de alguien que subía. Su propia respiración se detuvo, estaba nerviosa. Se repasó rápidamente el cabello, acomodó su gorro de lana gris y se quedó muda, de pie, a la espera del visitante. Él apareció al final del pasillo, vestido con un abrigo azul, un par de jeans, unas botas de montaña y una sonrisa. Miraba a Ana fijamente, sin decir palabra, sostenía en sus manos el manuscrito y lo agitaba mientras se acercaba. El brillo volvió a los ojos de Ana en cuanto vio este objeto nuevamente, la tranquilidad de saber que nada había acabado, la tranquilidad de saber que todo apenas comenzaba se tomaba su cabeza.

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