Si bien mi vida no son los
números, pueden algunos de ellos significar tanto, que es imposible no
mencionarlos con orgullo, que es difícil ocultar la alegría producida por ver cómo
aumentan a diario, representando así la mejoría lenta pero constante de quien
se esfuerza por llegar un poco más alto. Es disciplina, es evitar cojear y
procurar caminar derecho sin agachar la mirada ante las sombras, ante los
miedos; cosas sencillas para no tropezar y caer, para mantenerse de pie con la
sola mentalidad de que el fondo ha desaparecido, de que ya no hay regreso ni
punto seguro más que el presente que se vive, más que el segundo presente. ¿Y
si se falla? ¡Qué más da! No se caerá, ni se retrocederá, solo se recuperará
lentamente la velocidad perdida tras el impacto, se volverá a ser quien se es
en realidad con el pasar de los días, de los meses, de los años que sanan, que
borran, que siembran nuevas semillas en el jardín. Crecen, con cuidados y
atenciones, con alimentarlas, con permitirles existir en paz; habilidades,
conocimientos, tantas cosas por sembrar y por cosechar, por simplemente ver
crecer. Necesitan luz, necesitan calor, necesitan un lugar tranquilo y amplio
en donde sus raíces se extiendan, en donde sus hojas se eleven. Los árboles, tallos
con nombres propios tejiendo sus propios destinos, se cruzan, se entrelazan;
mezclan sus frutos y sus secretos, sus nidos y sus versos, sus raíces distantes
no separan a sus ramas tan cercanas las unas de las otras, unidas por una
fuerza extraña presente en ese lugar sin reglas, fuera del mundo real y
conocido. Es ese el que ha de seguirse, es ese el que no puede abandonarse, se
pavimenta con las experiencias y con las dinámicas presentes en el escenario
haciendo más plausible el desenlace, más fácil andar sobre él. Sin paradas, sin
puntos de descanso, es una ruta sin escalas con un destino seguro, con un
destino claro sobre el que ya se sueña, ya se habla, ya se escribe. Es posible,
es muy posible, plasmar una imagen ausente en la memoria, hablar de la turbulencia
sin siquiera haber aterrizado, sin haber escuchado el rechinar de las ruedas causado
por el contacto con el asfalto. No se ven las marcas en el suelo, ni se siente
el aroma a la goma quemada; no se está allí y sin embargo puede verse, puede
imaginarse con los ojos abiertos y la mente abierta, las manos abiertas a la
espera de sujetar la nieve. Las luces de la pista, la oscuridad de la noche en
un lugar muy lejano y muy frío, es esto lo que llena, es esto lo que se busca,
es esta la imagen que quiere verse y que vuelve de un texto cualquiera un
momento para hablar de lo que hay más allá de las montañas, de los límites que
han de romperse en un instante, como si fuese un cristal resquebrajándose con
cada golpe, con cada paso firme que acerca a la meta. Una sonrisa amistosa, un
comentario positivo, una especie de impulso para no decaer cuando se oscurece
el cielo, cuando se tapa el sol por las nubes que tan comunes son en estos días,
en estas mañanas de febrero helado. Verano, otoño, invierno; las estaciones
aquí son más sencillas y a la vez más complicadas, una caja de sorpresas de la
que puede sacarse desde el atardecer más colorido hasta la granizada más
extensa, más fría, más densa. Lo que un año atrás era una sequía hoy es un
amanecer nublado, sin rastros de sol hasta que este escapa por ligeros
orificios luego de horas estando ausente, escondido. Sin colores, sin otro
presagio diferente a un diluvio, quienes están a cubierto se tranquilizan y quienes
aún no lo están apuran el paso, aceleran la marcha, se apresuran con tal de no
estar por ahí exponiendo el pellejo. Pero nada cae, no llueve ni por escasos
segundos, todo se mantiene uniforme mientras los minutos pasan uno a uno,
mientras los automóviles en la calle que se ve por la ventana pasan uno a uno.
Rojos, blancos, amarillos, azules, de todos los tipos y de todos los tamaños,
inmensas piezas de metal que llenan el pavimento y exhalan humo de un color
similar al del cielo, de un color que se confunde con el del cielo, que se
desvanece en él tras algunos metros flotando. El aire en donde se está es más
limpio, se está aislado de la toxicidad del exterior y eso es todo lo que
podría desearse, es todo lo que podría necesitarse. El aroma a café, un perfume
conocido, unas manos tibias rozando las mejillas, puede verse el cronometro
correr, pueden verse los números aumentar como aumenta la fecha, como aumenta la
edad, como aumentan las ganas de llegar a la cima cuando solo faltan unos
metros, un último esfuerzo. Se crece también, se florece también, se es un árbol después
de todo, un árbol que va por ahí dejando semillas en la tierra.
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