Para cuando la realidad dejó de
parecer una animación a blanco y negro, todos los sentidos despertaron junto
con la percepción de los colores. En efecto, hasta el asfalto mismo parecía
brillar con el sol del mediodía, dejando caer sus rayos sobre los cristales de
los autos, sobre el metal pulido de las motocicletas que ascendían a toda
velocidad por una avenida casi vacía, mayoritariamente ocupada por peatones; personas,
niños y adultos, jóvenes y mayores, botellas de agua en las manos y viseras
sobre las cabezas, resguardando rostros tan diferentes y sueños tan parecidos,
deseos tan similares como ese de llegar nuevamente a la falda de la montaña
después de horas de caminata, después de una infinidad de pasos bajo las olas
de calor que golpeaban sus espaldas, sus hombros, sus brazos descubiertos.
Estaban cansados, ya habían alcanzado su meta del día mientras el ascenso
propio apenas se desarrollaba. Las ruedas negras giraban lentamente,
silenciosamente; un metro, dos metros, tres metros sin detenerse, acelerando
progresivamente mientras las gotas de sudor se deslizaban por la frente,
mientras el viento golpeaba un cuerpo agitado y todavía dispuesto a dar un poco
más. Buenos vientos, buena brisa sacudiendo las hojas de los árboles vecinos y
los brotes de pasto que crecían entre las losas de cemento, bajo las sillas de
madera, junto a los muros de granito que llenos de pintura daban una apariencia
sombría a plena luz del día; el verdor no parecía detenerse en todo el camino,
pero no podía ser eterno. Al llegar a la cima, ambos costados de la montaña
mostraban dos escenas diferentes, opuestas: una de ellas era todo el verdor que
pudiese imaginarse, la otra ya mostraba el deterioro de lo que el contacto con
el hombre puede hacerle a la tierra, el resultado de muchos pasos erróneos y
muchas maquinas inmensas, el resultado de las malas decisiones junto a un
bosque desierto. Desde la primera escena se había ascendido, y era preciso
llegar a la segunda para completar el recorrido; bajar a toda velocidad a través
de la maleza y observar el contraste de la realidad, de eso se trataba todo. Ver
el verde teñirse de gris y ver a las gigantes nubes blancas reducidas por el negro
humo de los automóviles y los autobuses, ver los rostros opacos dentro de ellos,
tras el cristal. Y fuera de él, los rostros coloridos de quienes afuera
disfrutaban de la mañana brillaban también; rostros felices que decidieron
caminar a través de un sendero lleno de incongruencias para luego volver a casa
a descansar, a cerrar el día con una larga ducha y una taza de café. En un
segundo parecía que faltaban horas para que todo acabara, pero la luz parecía
desaparecer mientras los autos volvían al escenario; sus bombillas y sus
bocinas, todos volvían a retomar el sendero que llevaba a casa y hacían de un
paseo tranquilo una efímera pesadilla. Corta, muy corta; la puerta abriéndose y
dándome la bienvenida después de un largo día ponía el punto final en su
existencia, borrándola de mi cabeza para dar paso a los buenos recuerdos, a las
imágenes vistas y a las fotografías tomadas como intangibles memorias para la
eternidad. Pueden desecharse las pesadillas, y revivirse los buenos sueños,
aquellos que se tienen con los ojos abiertos.
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