viernes, 23 de diciembre de 2016

Vueltas

La imágenes suelen grabarse más fácilmente en la cabeza cuando van acompañadas de algún sonido, de algún sabor, de alguna otra sensación que permita inmortalizar la pintura mental como en un marco metafórico; como cubierta por una especie de barniz que permite conservarla enmarcada en la pared de los recuerdos por días, por meses, por años si deteriorarse, sin perder sus trazos delicados y coloridos, sin perder los tonos oscuros de sus bordes y las sombras en sus costados. Imágenes de antaño, de esas que dan ganas de mirar nuevamente para revivir una mañana fría, una mañana cálida, una mañana tibia con las nubes tapando el sol intermitentemente y el sonido de las aves sacudiendo las ramas de los árboles vecinos, jugando en los arbustos aledaños; su canto, su trinar, sus silbidos delicados viajando con la brisa y llegando tan lejos de su punto de origen, a los oídos de una persona que apenas despierta de un sueño mientras a su alrededor todo da vueltas y vueltas sin parar. Entonces se callan las aves, entonces los silbidos se detienen de golpe; manchas de colores toman vuelo de inmediato al sentir el suelo sacudirse, el viento cortarse. El suelo vibra sutilmente mientras de las copas de los árboles se levantan seres pequeños, alejándose de la escena; decenas de ruedas de goma avanzando a toda velocidad sobre una pista de cemento áspero y frío, avanzando junto al hogar de quienes han escapado en cuestión de segundos. Miradas brillantes, ansiosas; manos crispadas sobre aquellas ruedas moviéndose con gracia sin distraerse con la desbandada en el cielo, sin siquiera prestar atención al cúmulo de plumas que cae, cae sin parar en la superficie de los charcos aislados. Giros veloces, precisos, esquivan los obstáculos repentinos sin inmutarse de ninguna forma; tan concentrados en la línea de meta como quienes concentrados en ellos siguen cada metro de avance, miran con expectativa y ansias cada curva esperando ver una mirada conocida. La baranda de metal vibra en cuanto todas las ruedas pasan en conjunto, actuando como un despertador para las manos que sobre ella reposaban; no es un despertador, es de hecho el volver a la fantasía, al recuerdo de cuando la pista era clara y suave, al recuerdo de cuando también se rodaba sin mirar la hora. Se había perdido el reloj, el calendario; se había perdido la percepción del tiempo para contar desayunos, vueltas, ramas, hojas; para contar lo incontable y volver a casa dejando atrás el cemento, el pavimento, dejando atrás las aves para volver a la pintura, la propia, aquella que en la pared reposaba. Una vuelta, dos vueltas, tres vueltas a la manzana para despertar nuevamente, de otra fantasía causada por el frío. 

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