La imágenes suelen grabarse más
fácilmente en la cabeza cuando van acompañadas de algún sonido, de algún sabor,
de alguna otra sensación que permita inmortalizar la pintura mental como en un
marco metafórico; como cubierta por una especie de barniz que permite
conservarla enmarcada en la pared de los recuerdos por días, por meses, por
años si deteriorarse, sin perder sus trazos delicados y coloridos, sin perder
los tonos oscuros de sus bordes y las sombras en sus costados. Imágenes de
antaño, de esas que dan ganas de mirar nuevamente para revivir una mañana fría,
una mañana cálida, una mañana tibia con las nubes tapando el sol
intermitentemente y el sonido de las aves sacudiendo las ramas de los árboles
vecinos, jugando en los arbustos aledaños; su canto, su trinar, sus silbidos delicados
viajando con la brisa y llegando tan lejos de su punto de origen, a los oídos de
una persona que apenas despierta de un sueño mientras a su alrededor todo da
vueltas y vueltas sin parar. Entonces se callan las aves, entonces los silbidos
se detienen de golpe; manchas de colores toman vuelo de inmediato al sentir el
suelo sacudirse, el viento cortarse. El suelo vibra sutilmente mientras de las
copas de los árboles se levantan seres pequeños, alejándose de la escena; decenas
de ruedas de goma avanzando a toda velocidad sobre una pista de cemento áspero
y frío, avanzando junto al hogar de quienes han escapado en cuestión de
segundos. Miradas brillantes, ansiosas; manos crispadas sobre aquellas ruedas moviéndose
con gracia sin distraerse con la desbandada en el cielo, sin siquiera prestar
atención al cúmulo de plumas que cae, cae sin parar en la superficie de los
charcos aislados. Giros veloces, precisos, esquivan los obstáculos repentinos
sin inmutarse de ninguna forma; tan concentrados en la línea de meta como
quienes concentrados en ellos siguen cada metro de avance, miran con expectativa
y ansias cada curva esperando ver una mirada conocida. La baranda de metal
vibra en cuanto todas las ruedas pasan en conjunto, actuando como un despertador
para las manos que sobre ella reposaban; no es un despertador, es de hecho el
volver a la fantasía, al recuerdo de cuando la pista era clara y suave, al
recuerdo de cuando también se rodaba sin mirar la hora. Se había perdido el
reloj, el calendario; se había perdido la percepción del tiempo para contar desayunos,
vueltas, ramas, hojas; para contar lo incontable y volver a casa dejando atrás
el cemento, el pavimento, dejando atrás las aves para volver a la pintura, la
propia, aquella que en la pared reposaba. Una vuelta, dos vueltas, tres vueltas
a la manzana para despertar nuevamente, de otra fantasía causada por el frío.
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