Las cartas más valiosas, quizá,
son aquellas que no se esperaban en el buzón, aquellas que entran por la
ventana con la brisa de la noche y se quedan allí, en el suelo, a la espera de
que cuando abra los ojos en la mañana las lea, las recuerde; fantasmas que
reaparecen con palabras reconfortantes después de meses de estar ausentes,
después de días largos bajo el sol, sobre montañas de dudas y noches de luna
llena. No parecían querer volver, ni en ese entonces ni nunca; estaban tan
aislados, tan alejados de mis manos como encerrados en una habitación que alguna
vez fue propia, como contenidos en una vida que alguna vez fue propia. ¿Y la
llave? Perdida en el tiempo, perdida en el sendero mientras se caminaba; ha caído
del bolsillo, se ha sumergido en el pozo de los recuerdos con ayuda de las
malas decisiones, con ayuda de los pasos dados sobre grietas, sobre charcos. Es curioso como una puerta
parece cerrarse de golpe y obliga a plantear y a descartar todas las alternativas posibles
antes de abrirse nuevamente, como si requiriese de todas las lágrimas, de toda la
desesperación, de la más completa definición de la impotencia para entonces ceder;
se mueve, se abre para darle la bienvenida a una cabeza enredada, a una imaginación
atribulada que casi había perdido la esperanza, la fe, la idea de un mejor
mañana y lo que es más importante, de un mejor hoy, de un mejor ahora. Es tan
necesario tocar fondo, tan necesario verse con el agua en el cuello para
encontrar energía donde antes solo había cansancio, para valorar lo que antes
no valía nada. Es tan necesario haber olvidado viejos mensajes para deleitarse
con la llegada de los nuevos, con la llegada de buenas nuevas para variar; no momentáneamente,
de ahí en adelante, buenas noticias como un amanecer despejado o una noche
estrellada. Buenas noticias como una mañana cálida lejos de casa, buenas noticias como
el canto de las aves en un lugar apartado de la ciudad, al borde de ella y casi
fuera de ella en realidad; cantos y más cantos, aves y más aves de colores revoloteando
entre los árboles frondosos y los troncos robustos, las delicadas hojas de los
matorrales sacudiéndose con su estela brillante. Buenas noticias como una taza
de café negro, dulce; buenas noticias como el aroma del pan caliente escapando
por la vitrina, guiando un estómago hambriento a saciar sus ansias, su
necesidad de cosas buenas. Buenas noticias, domingos y lunes y martes; buenas noticias, miércoles, jueves y viernes. Sábados, de silencio; sábados, de desconectarse por completo para leer historias de otros tiempos, buenas noticias de otros tiempos. Suceden cosas buenas, llegan cartas buenas que se
leen y se releen unas tres o cuatro veces, unas cinco o seis veces para estar
seguro de que son reales, de que no se sueña despierto y de que cuando se
parpadee de nuevo nada desaparecerá; todo se quedará en su sitio, nada se desmoronará
como lo hacía antes entre humo y niebla, entre miedo y dudas. Las cartas siguen
allí, sobre la mesa, la misma mesa en la que estaban antes del amanecer.
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