miércoles, 28 de diciembre de 2016

Ruta luminosa

Antes, meses antes, el lugar que frente a mis ojos se presentaba era completamente distinto al que hoy se veía. Antes, un lugar oscuro lleno de destellos blancos, amarillos; los focos rojos en la parte trasera de los automóviles que frente a mí avanzaban, que junto a mí pasaban haciendo crujir las ramas viejas en el camino con sus ruedas gruesas y oscuras, polvorientas, marcadas por el vidrio de viajes pasados. Pasaban, uno a uno, sin detenerse o siquiera notar la presencia de las personas que caminaban allí, el rugido de sus los motores solo se detenía eventualmente; una tormenta rugía en la lejanía, se acercaba cada vez más y finas gotas caían, ya caían sobre los cabellos, sobre los zapatos, sobre los huecos en el cemento. Prometía ser una noche complicada, pero entonces buenos pasos, un abrigo y una mano cálida ayudaron a enderezar el camino, a tomar un buen rumbo; una nueva ruta para volver a casa. Entonces, un mal recuerdo se volvía uno bueno, pero seguía siendo un recuerdo, algo para rememorar y contar; anécdotas de paseos previos. Ahora, en el presente, había un poco más de brillo en las calles; la risa de la gente caminando sin prisa por la mitad de la avenida, su voz difusa, sus gritos de alegría, sus cantos; quizá era cuestión de tiempo antes de que la noche se encendiera con algo distinto al brillo de las estrellas, con algo distinto a la luna invisible para nuestros ojos pero presente, siempre. Estaba allí, la luna y todas las personas, cada una de ellas caminando en distintas direcciones y algunas de ellas en grupos, dispersándose todas por la plaza y abandonando la avenida, subiendo de nuevo a la acera para acercarse a los edificios blancos, impecables desde hace décadas, desde generaciones enteras atrás quizá. Se acercaban a la fuente que lanzaba chorros fríos, chorros que turbaban los espejos de agua sobre el suelo, parte del escenario en el que todos jugaban y se deslumbraban con burbujas, con chocolate, con tonos claros y verdosos y rojizos desfilando de izquierda a derecha, sobre sus cabezas como los faroles amarillentos en los tejados. Lozas brillantes, tejados limpios, todo tan diferente al recuerdo esporádico que se tenía de un momento similar. Quedarse toda la noche era tentador, pero lo era más el volver. Sin prisa claro; lentamente abandonando el camino luminoso, volviendo a la oscuridad y a las grietas, al silencio y a la brisa. El frío entrando por la nariz, golpeando el pecho y amenazando con congelar el cuerpo entero si no se estuviese moviendo, si no se estuviese alejando de una carretera ajena que sin embargo se sentía tan propia. Probablemente, el simple hecho de haber dejado un recuerdo previo en ese mismo lugar, en esa misma posición, permitía ahora poner nuevamente una huella en el pavimento, otra marca en el camino. Otra marca en la ruta, una de tantas historias nocturnas.

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