La cantidad de pasos dados la
noche de ayer en el exterior fueron pocos, sin exagerar al decir que podrían
contarse solo con los dedos de las manos. No es una metáfora, es ciertamente la
realidad que trato de describir, no sin antes decir que los paseos a dicha hora
son mejor sobre ruedas; hay algo de cautivador en el simple hecho de moverse a
toda velocidad bajo las estrellas por calles vacías, y no puede uno aburrirse
de andar por callejones en los que pueden verse con claridad aquellos puntos
blancos en el cielo, protagonistas de historias pasadas y motivos para sonreír
en el momento presente. Si bien no caminé mucho en un sentido literal, el
recorrido en su totalidad fue lo suficientemente largo para deslumbrarse con
las velas, con el brillo en los ojos de los adultos, de los niños y de todos
aquellos que frente a las llamas se deslumbraban; y quienes los veían a ellos,
podían deslumbrarse con su sonrisa, con la sonrisa inconfundible de que se es
feliz solo por estar en ese momento, en ese lugar. El aroma de la cera
ardiendo, la llama amarilla levantándose, bailando con la brisa y volviendo de
la oscuridad en el exterior un mero recuerdo, una imagen errónea de lo que se
ve. A lo lejos, solo a unas calles, un edificio inmenso rodeado de velas que
toda la tarde han estado encendidas, que llevan horas sin parecer consumirse. No
han dejado de brillar desde que una mano desconocida decidió encenderlas todas,
y el misterio de su existencia no parecía llamar la atención de nadie, nadie se
atrevía a acercarse por alguna razón. Una vuelta, otra vuelta para verlas todas,
otra vuelta alrededor de la manzana, del edificio inmenso en el que cientos de
velas cambian el aspecto del lugar, en el que cientos de velas de colores arden
uniformemente y vuelven de ese punto en el mapa un faro, un punto de encuentro
para quienes antes temerosos decidieron acercarse de una vez por todas. Se
acercan en busca de luz, en busca de calor, caminan hacia las velas y toman
una, dos, tres velas de colores en sus manos; la cera quemada sobre el
pavimento, espacios vacíos que lentamente comienzan a abundar mientras manos
temblorosas toman las velas, toman el fuego, toman la vida de ese lugar y se la
llevan lejos, a cualquier otro lugar en el que puedan arder. Se desvanecen, se desintegran, se derriten al alejarse; se apagan,
todas se apagan al alejarse del edificio, al alejarse lugar original en el que
nació su llama; como si le pertenecieran al pavimento, como si le pertenecieran
a la mano que pudo sin fuego encenderlas todas. Pronto el lugar quedará vacío, pero el recuerdo de haber sido en algún momento la razón para reunir a cientos así fuera solo por un poco de calor no podría desaparecer, podría quedar plasmado con tinta, con agua, con cera, con el fuego que rodeaba la idea en una noche cualquiera y arder, arder hasta desaparecer para que sus cenizas se fundan con la memoria.
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