El recorrido, en general, se
conformaba de múltiples escenas acompañadas de charcos profundos, lluvias intermitentes y el constante sonido de
los automóviles pasando por el cemento empapado. Así, todo estaba mojado y
húmedo y oxidado, pero las luces coloridas sobre los árboles bañados en perlas
transparentes eran la excepción a la regla. Algunas titilaban, haciendo corto
circuito eventualmente para luego dejar de brillar por completo, devolviendo a
la madera su color oscuro y a las hojas su verdor en una noche pasada por agua.
Esto era, sin embargo, ocasional y aleatorio; no todos los árboles habían
dejado de brillar, no todas las luces se habían extinto; las bombillas rojas
que envolvían los tallos y las ramas brillaban con fuerza junto a aquellas que
el clima y el tiempo habían apagado. Al final del camino, aquel camino árboles
brillantes y árboles opacos, aquel camino de intermitentes destellos, el aroma
a tierra mojada se hacía más fuerte, como si al final del túnel de hojas y
ramas toda la tormenta se hubiese concentrado. Había allí faros inmensos que
apuntaban en dirección a las nubes, dando el protagonismo a las grandes gotas
que caían sobre las sombrillas, sobre la ropa, sobre los gorros de lana, sobre
los cabellos, sobre los cristales de los edificios vecinos; inundaban las
pequeñas aberturas en el cemento y arrastraban a ellas las hojas marchitas, la
basura acumulada a través de las horas lanzada allí por desconocidos. Nadie se
detenía a pensar, todos caminaban de prisa en busca de un refugio contra el
frío, contra la lluvia que aumentaba su intensidad con cada minuto, haciendo
rugir los tejados en donde las personas se guarecían. El exterior se vaciaba
lentamente, los árboles solitarios y las bancas de madera entraban a un segundo
plano mientras las bombillas morían con el pasar de los segundos, con el
contacto del granizo sobre los pequeños cristales rojos que se extinguían de un
lado a otro, que abandonaban la madera y el verdor, dejaban atrás su color para
romperse en el suelo. Pronto el único brillo era el de los edificios, el de los
faros que aún apuntaban al cielo; los árboles eran lo que eran antes de la
llegada de la noche, figuras rodeadas de alambres, llenas grietas en sus
troncos robustos y poseedoras de largas hojas colgando de sus ramas. Caerían,
algún día, pero por el momento se quedarían allí, siendo el hogar del rocío
repentino que los ojos de todos querían ver. Más que las luces, era el brillo
de la lluvia causado por los faros aquello que llenaba las miradas en busca de claridad, eran las
gotas sobre las hojas aquello que deslumbraba a las miradas perdidas y
escondidas bajo los tejados, tras los cristales, bajo las sábanas; las mismas
gotas que arrastraban la basura, que sacudían las ramas, que se llevaban el polvo y la suciedad de las
avenidas, de los andenes, de las personas que bajo ellas corrían. Se deslizaba por el cemento aquello que no servía, y se perdía en el pozo inmenso que el tiempo había creado. Todo quedaba
limpio, y oscuro, a la espera de pintarse nuevamente con la luz del sol, la que
en unas horas sería la nueva protagonista cuando todos salieran de sus refugios a caminar bajo las nuevas luces de la noche.
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