jueves, 22 de diciembre de 2016

Rocío repentino

El recorrido, en general, se conformaba de múltiples escenas acompañadas de charcos profundos, lluvias intermitentes y el constante sonido de los automóviles pasando por el cemento empapado. Así, todo estaba mojado y húmedo y oxidado, pero las luces coloridas sobre los árboles bañados en perlas transparentes eran la excepción a la regla. Algunas titilaban, haciendo corto circuito eventualmente para luego dejar de brillar por completo, devolviendo a la madera su color oscuro y a las hojas su verdor en una noche pasada por agua. Esto era, sin embargo, ocasional y aleatorio; no todos los árboles habían dejado de brillar, no todas las luces se habían extinto; las bombillas rojas que envolvían los tallos y las ramas brillaban con fuerza junto a aquellas que el clima y el tiempo habían apagado. Al final del camino, aquel camino árboles brillantes y árboles opacos, aquel camino de intermitentes destellos, el aroma a tierra mojada se hacía más fuerte, como si al final del túnel de hojas y ramas toda la tormenta se hubiese concentrado. Había allí faros inmensos que apuntaban en dirección a las nubes, dando el protagonismo a las grandes gotas que caían sobre las sombrillas, sobre la ropa, sobre los gorros de lana, sobre los cabellos, sobre los cristales de los edificios vecinos; inundaban las pequeñas aberturas en el cemento y arrastraban a ellas las hojas marchitas, la basura acumulada a través de las horas lanzada allí por desconocidos. Nadie se detenía a pensar, todos caminaban de prisa en busca de un refugio contra el frío, contra la lluvia que aumentaba su intensidad con cada minuto, haciendo rugir los tejados en donde las personas se guarecían. El exterior se vaciaba lentamente, los árboles solitarios y las bancas de madera entraban a un segundo plano mientras las bombillas morían con el pasar de los segundos, con el contacto del granizo sobre los pequeños cristales rojos que se extinguían de un lado a otro, que abandonaban la madera y el verdor, dejaban atrás su color para romperse en el suelo. Pronto el único brillo era el de los edificios, el de los faros que aún apuntaban al cielo; los árboles eran lo que eran antes de la llegada de la noche, figuras rodeadas de alambres, llenas grietas en sus troncos robustos y poseedoras de largas hojas colgando de sus ramas. Caerían, algún día, pero por el momento se quedarían allí, siendo el hogar del rocío repentino que los ojos de todos querían ver. Más que las luces, era el brillo de la lluvia causado por los faros aquello que llenaba las miradas en busca de claridad, eran las gotas sobre las hojas aquello que deslumbraba a las miradas perdidas y escondidas bajo los tejados, tras los cristales, bajo las sábanas; las mismas gotas que arrastraban la basura, que sacudían las ramas, que se llevaban el polvo y la suciedad de las avenidas, de los andenes, de las personas que bajo ellas corrían. Se deslizaba por el cemento aquello que no servía, y se perdía en el pozo inmenso que el tiempo había creado. Todo quedaba limpio, y oscuro, a la espera de pintarse nuevamente con la luz del sol, la que en unas horas sería la nueva protagonista cuando todos salieran de sus refugios a caminar bajo las nuevas luces de la noche.

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