domingo, 4 de diciembre de 2016

Vieja compañera

No soy apegado a las cosas materiales, pero es quizá ese fragmento inmaterial e intangible de las cosas lo que realmente se incrusta en la cabeza, en el alma, en la vida. Recuerdos, momentos, palabras, sentimientos variados que pueden nacer de la nada, sin importar el momento o el lugar, sin importar nada más que el vínculo entre una persona y un objeto; un vínculo fuerte, difícil de romper, que no cede ante las adversidades o las fuerzas que tratan de separarlos cortándolos de la manera más abrupta. Hay lazos que no se pueden romper, hay combinaciones que simplemente van bien en cada ensoñación posible, como mezclas perfectas que parecen haber compartido no solo segundos, sino horas, días, meses enteros bajo la lluvia, bajo el sol, bajo el granizo, bajo y sobre el polvo de la ciudad que vio su unión. Todo es una metáfora, quizá llevada a extremos, del sentimiento que surge al ver a mi vieja compañera reposando en la pared, inmóvil desde hace varios días cuando por noches enteras rodaba sobre ella. No es sencillo pensar en deshacerse de ella, ni siquiera en el caso más hipotético. Es difícil pensar que dejará de rodar permanentemente, que sus ruedas se detendrán después de tantos kilómetros en distintas condiciones, a distintas horas y a distintas velocidades, siempre saltando por ahí y danzando a través del tráfico, perdiéndose en el asfalto y en las montañas, en las curvas y en las rectas, en los charcos y en el pasto, todos los terrenos posibles en los que su presencia pudo marcar un antes y un después. Podía venderla, podía simplemente ignorar todo esto y obtener algún lucro de ella que bien podría serme útil como a cualquier persona, pero no puedo ponerle valor a mis recuerdos, no puedo ponerle valor a las palabras que mi vieja bicicleta ha inspirado para describir no solo un paseo, sino la esencia de todo el recorrido. Vieja, nueva, diferentes en tamaño y sin embargo tan parecidas, la esencia de quien sobre ellas se mueve por caminos inundados de verde, de azul, de blanco, de gris y luz tenue en los postes en la noche, de gotas de agua cayendo mientras se asciende. El deseo de rodar por toda la eternidad, y de que la bicicleta que me acompañó y me llevó a donde estoy ahora lo haga también, es una meta que se levanta en lo alto, una promesa que no podría romperse con un número cualquiera. Estará en buenas manos, y eso me tranquiliza para tomar la siguiente decisión, el siguiente paso; es todo lo que necesito saber, es la única idea clara que necesito para rodar en ella por última vez, para llevarla a su nuevo destino y luego alejarme sin más. Para cuando me baje, dejará de pertenecerme, pero siempre quedará grabado un poco de mí en ella.

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