jueves, 15 de diciembre de 2016

Entre las ramas

Las nubes grises parecían haber abandonado el cielo desde hace días, desde que los tonos azulados en el cielo saludaban a la mañana, convivían con la tarde y se despedían de la noche, con la llegada de la oscuridad y las estrellas que remplazaban a una más grande, los testigos de eventos completamente diferentes a aquellos que se ven en el día. El brillo de las luciérnagas, el humo de las fogatas, las gotas de roció formándose en el prado de las casas vecinas mientras los árboles se sacudían con la brisa, mientras las aves dormían en sus nidos descansando de un día entero bajo los rayos del sol, volando por ahí reuniendo ramas o comida. No eran tan diferentes a quienes junto a los árboles vivían, a aquellas personas que salían cada mañana con el sol y volvían con la llegada de la luna, con la llegada de las historias nocturnas que de niños los emocionaban y hoy apenas recordaban. Mentes cansadas, aletargadas y perezosas que traen pan a su casa, ramas a su hogar para construirlo con el tiempo, con los años venideros que traerán una recompensa mayor; es inexplicable el hecho de que caminen sin ver, de que despierten sin despertar en realidad con el sonido de la alarma que una, dos, tres veces repite una melodía a todo volumen, un recordatorio para poner los pies fuera de la cama y moverse. Un impulso mecánico, la costumbre, la rutina guiando los pasos a través del pasillo, del baño, de la cocina, luego la puerta y de vuelta al pavimento mientras las aves se despiertan, listas para comenzar el día también. Ellas vuelan, y quien despierto sigue dormido camina por las losas de mármol de camino al autobús, con las manos en los bolsillos y los ojos adormilados, con sus lentes empañados y un largo abrigo cubriendo su pecho, sus brazos; el frío de la mañana es real, tan real como el canto de las aves que vuelan junto a su camino, sobre su cabeza, siguiendo sus pasos a través de la calle vacía que lo conduciría a una más llena. Casi podía adivinar el sonido de los autos, pero se concentraba solo en los silbidos que resonaban a su alrededor, en las hermosas figuras que junto a él volaban de izquierda a derecha, de arriba abajo, interponiéndose en su camino e invitándolo a seguirlas, a seguirlas a los árboles en los que de niño se trepaba hasta la copa, hasta lo más alto en donde las ramas ya eran delgados hilos, en donde las hojas se levantaban majestuosas mientras el cielo azul resplandecía en el verdor. Lo recordaba, y esta mañana o cualquier otra podría subir de nuevo al lugar donde había dejado sus mejores memorias, aquellas en las que sus manos casi podían tocar las nubes. Las ramas resistían su peso como lo hicieron años antes, las hojas rozaban delicadamente su piel mientras con cada movimiento se elevaba un poco más. Más silbidos, como incitándolo a llegar más alto, a llegar más lejos, entonces un crujido y una rama rompiéndose. Caía a toda velocidad, ya no había ningún silbido, ningún ruido, nada. El suelo parecía acercarse a él, el mundo entero parecía acercarse a él mientras la gravedad lo arrastraba con fuerza y luego lo liberaba, lo liberaba en su cama, después de un sueño extraño que parecía tan real como las sabanas que ahora cubrían su cuerpo. No eran hojas, pero las hojas del árbol en su jardín rozaban el cristal de su ventana. Un grupo de aves jugueteaba en las ramas, sin notar la presencia del extraño que ahora las miraba esperando a su canto, a sus silbidos, a una razón para correr al primer piso y sin miedo, sin dudas, subir de nuevo y alcanzar lo que en sus sueños no había podido.

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