Las nubes grises parecían haber
abandonado el cielo desde hace días, desde que los tonos azulados en el cielo
saludaban a la mañana, convivían con la tarde y se despedían de la noche, con
la llegada de la oscuridad y las estrellas que remplazaban a una más grande,
los testigos de eventos completamente diferentes a aquellos que se ven en el
día. El brillo de las luciérnagas, el humo de las fogatas, las gotas de roció formándose
en el prado de las casas vecinas mientras los árboles se sacudían con la brisa,
mientras las aves dormían en sus nidos descansando de un día entero bajo los
rayos del sol, volando por ahí reuniendo ramas o comida. No eran tan diferentes
a quienes junto a los árboles vivían, a aquellas personas que salían cada
mañana con el sol y volvían con la llegada de la luna, con la llegada de las
historias nocturnas que de niños los emocionaban y hoy apenas recordaban.
Mentes cansadas, aletargadas y perezosas que traen pan a su casa, ramas a su
hogar para construirlo con el tiempo, con los años venideros que traerán una
recompensa mayor; es inexplicable el hecho de que caminen sin ver, de que
despierten sin despertar en realidad con el sonido de la alarma que una, dos,
tres veces repite una melodía a todo volumen, un recordatorio para poner los pies
fuera de la cama y moverse. Un impulso mecánico, la costumbre, la rutina guiando
los pasos a través del pasillo, del baño, de la cocina, luego la puerta y de
vuelta al pavimento mientras las aves se despiertan, listas para comenzar el
día también. Ellas vuelan, y quien despierto sigue dormido camina por las losas
de mármol de camino al autobús, con las manos en los bolsillos y los ojos
adormilados, con sus lentes empañados y un largo abrigo cubriendo su pecho, sus
brazos; el frío de la mañana es real, tan real como el canto de las aves que
vuelan junto a su camino, sobre su cabeza, siguiendo sus pasos a través de la
calle vacía que lo conduciría a una más llena. Casi podía adivinar el sonido de
los autos, pero se concentraba solo en los silbidos que resonaban a su
alrededor, en las hermosas figuras que junto a él volaban de izquierda a
derecha, de arriba abajo, interponiéndose en su camino e invitándolo a
seguirlas, a seguirlas a los árboles en los que de niño se trepaba hasta la
copa, hasta lo más alto en donde las ramas ya eran delgados hilos, en donde las
hojas se levantaban majestuosas mientras el cielo azul resplandecía en el
verdor. Lo recordaba, y esta mañana o cualquier otra podría subir de nuevo al
lugar donde había dejado sus mejores memorias, aquellas en las que sus manos
casi podían tocar las nubes. Las ramas resistían su peso como lo hicieron años
antes, las hojas rozaban delicadamente su piel mientras con cada movimiento se
elevaba un poco más. Más silbidos, como incitándolo a llegar más alto, a llegar
más lejos, entonces un crujido y una rama rompiéndose. Caía a toda velocidad,
ya no había ningún silbido, ningún ruido, nada. El suelo parecía acercarse a
él, el mundo entero parecía acercarse a él mientras la gravedad lo arrastraba
con fuerza y luego lo liberaba, lo liberaba en su cama, después de un sueño
extraño que parecía tan real como las sabanas que ahora cubrían su cuerpo. No eran
hojas, pero las hojas del árbol en su jardín rozaban el cristal de su ventana.
Un grupo de aves jugueteaba en las ramas, sin notar la presencia del extraño
que ahora las miraba esperando a su canto, a sus silbidos, a una razón para
correr al primer piso y sin miedo, sin dudas, subir de nuevo y alcanzar lo que
en sus sueños no había podido.
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