Horas antes, quizá solo minutos
antes, las luces abundaban en cada dirección, en cada lugar al que se mirase.
Arriba, abajo, izquierda, derecha; destellos de luz flotando en la
oscuridad como pequeñas luciérnagas volando sobre las hojas, sobre los árboles,
bajo las estrellas y bajo las pequeñas nubes de día blancas, de noche espectros
grisáceos moviéndose en la distancia. Se iban, se alejaban y desaparecían tras
las montañas con ayuda del viento, con ayuda de la brisa delicada que despeinaba
los cabellos y sacudía los cortos vestidos de las personas presentes en el
lugar, aquellas que esperaban con ansias el sonido de las campanas para
levantar sus copas y brindar, y beber, y pasar con celeridad un trago amargo; abrazarse con más fervor
que el año anterior, festejar hasta el amanecer. Una realidad
distinta era el único regalo que no podría encontrarse bajo el árbol, y todo el
papel colorido bajo el verde artificial, bajo los tonos brillantes de las esferas en él, parecía recordar que lo realmente
deseado, lo verdaderamente anhelado, era
algo intangible, imposible de guardar en una caja de cartón. Diez minutos,
quizá nueve para la hora final; la taza en sus manos temblaba, quería correr.
Estaba harto de la música y su cabeza amenazaba con estallar; la fatiga, el
hambre, la falta de sueño, ¿qué hacía allí? Lanzó la taza al suelo y se puso su abrigo, bajando las escaleras a prisa sin detenerse con las múltiples voces que
intranquilas se preguntaban a donde iba, qué sucedía, Iba a casa, o era ese el pensamiento
que tenía mientras abría la puerta y corría en dirección al parque, a la
oscuridad intermitente de un camino de piedras rojizas, curvas; suficientemente
pulidas como para reflejar la luz de las lámparas en la calle que eventualmente
titilaban, momentos de oscuridad total para variar. Eso, todo eso, contando las
aves refugiadas en las ramas, no podía envolverse en papel ni en plástico; el
regalo más preciado parecía estar allí, en completa calma
faltando solo cinco, cuatro, tres minutos. ¿Una llamada? Sin batería,
desconectado desde la mañana y ahora deseando más que nada un mensaje, señales
de humo, cualquier cosa que lo guiara al lugar de antaño, a la banca de siempre
que ahora parecía perdida. Escogió una cualquiera para sentarse, no quería
estar de pie ni un solo segundo más. Ya no había ruido, y sin embargo no se sentía completamente
satisfecho. Buscaba algo más que una realidad silenciosa, buscaba algo más que
una realidad con menos miradas ansiosas, nerviosas; lo que en realidad buscaba,
era ver la alegría reflejada en los ojos de quien fijamente miraba los propios
minutos antes de las doce. Era tarde para pedir ese deseo, en realidad era muy
tarde para toda esa fantasía. Se encontraba a escasos segundos del final de la
noche, del grito de júbilo general a su alrededor; la fría banca, la brisa en
su pecho, una cuenta regresiva imaginaria tachando números, borrando huellas; entonces los pasos agitados en la distancia, una pequeña figura
apareciendo entre las sombras a toda velocidad. Un par de manos cálidas sujetando su rostro,
manos entrelazadas en el silencio sin intercambiar ninguna palabra, solo una mirada cómplice, la misma mirada nacida con la promesa de
llegar a cualquier hora, pero llegar. Lejos del ruido de la ciudad y de las
personas, del ruido del tráfico y de las bocinas en un puente bloqueado, en una
montaña aparentemente eterna; lejos de todos, cerca de todo. Noches alegres
para unos, para quienes esperaban enmudecidos la llegada del sonido de las
campanas para abrazar a la persona frente a ellas, para abrazar un regalo que
por mera casualidad había escapado del árbol meses atrás, años atrás. Un
brindis, dos copas, tres de la mañana y cuatro, cinco, seis minutos más de
pereza antes de abrir los ojos, antes de levantarse del sueño que se tuvo despierto.
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