lunes, 12 de diciembre de 2016

Bajo el árbol

La puntualidad es importante en cualquier situación, y más aún cuando se ha estado soñado con el encuentro que está a punto de tomar lugar. Ella esperaba recostada bajo la sombra del árbol que desde hace bastantes años había sido casi tan familiar a su vista como las flores en su jardín, pues el valor las historias que allí había escrito, que allí había escuchado, no podía medirse solo con cifras, sería casi como querer encapsular un mundo entero en una burbuja diminuta como los son los segundos que se revientan al pasar. Reía, escribía en un cuaderno; su pequeña manecita era uno con el papel, era uno con las ideas que allí plasmaba, que allí dejaba. Varios mechones caían sobre su rostro, y ella los retiraba delicadamente con sus largos dedos sin desconcentrarse, sin dejar a un lado las ideas que la envolvían. Su mirada parecía perdida, pero parecía tan segura en cuanto volvía a bajarla, a ponerla sobre el blanco para cubrirla un poco de negro, de todos los colores que tenía en ese momento. Aunque dibujaba bien, no quería hacerlo en ese momento, podría hacerlo después. Algo la incomodaba, se puso de pie rápidamente lanzando la pluma a un lado. El viento soplaba, sacudía su cabello, sacudía su vestido blanco y ella lo bajaba, sonrojada y apenada de que alguien pudiera verla. Estaba sola, nadie conocía ese lugar más que ella y quien allí llegaría; podía simplemente cerrar los ojos, sentir la brisa sobre su piel, la piel de la mujer que bajo la sombra del árbol reposaba ansiosa y llena de dicha, llena de vida. Volvió a recostarse, a tomar la pluma para seguir en lo que estaba. Lo anterior había sido un evento dichoso, desinhibirse casi por completo cuando las normas parecen ausentes; quería escribir de ello, de ello y de todo lo que en su cabeza rondaba, de los personajes que en su cabeza bailaban. Era ella, eran ella y él los personajes que en su cabeza hacían de una tarde cualquiera una cuento de hadas, un producto de su imaginación que bien podría cobrar vida. Cinco minutos después, en la distancia, una cerca de madera rechinaba al ser abierta. Un paso, dos pasos, tres pasos a través de la hierba que hacían escapar a las pequeñas abejas sobre las flores de la zona. Notaban su presencia, pero no lo hacía ella. Seguía perdida en un mundo de sensaciones cálidas bajo la sombra del árbol, seguía soñando con los ojos abiertos. Él podía verla, podía verla a lo lejos y llenarse de algo más que dicha, de algo más que solo alegría. Una sensación extraña, de esas que solo se sienten cuando todas las piezas han encajado en su lugar, cuando todos los engranajes funcionan como los de un reloj, en perfecta sincronía y armonía. Pero faltaba, faltaba el simple hecho de saludarla por primera vez en el día, la primera vez que se ve a los ojos después de haber despertado en lugares diferentes, con la meta de llegar al mismo lugar. Tic, tac, ella seguía escribiendo, no notaba como se acercaba el nuevo visitante, como sus ojos brillaban de alegría al verla allí tendida. La distancia que los separaba se acortaba con cada paso que él daba, pronto sus manos se estiraban, posándose en el escote de la espalda que tenía el vestido blanco, algo que la tomó por sorpresa. Una cálida sensación la invadió, y volteó su cabeza para sonreír y ponerse de pie. Un abrazo, de esos en los que no se busca apretar al otro con los brazos sino tener el corazón junto al otro, un abrazo de verdad tuvo lugar en ese momento mientras con los ojos cerrados y en silencio parecían decirse todo, todo lo que en un saludo cualquiera pudiera decirse. Ambos tomaron asiento, y rápidamente el cuaderno desapareció dentro de una maleta que celosamente ella custodiaba y ocultaba cerca del tronco del árbol. A él, esto solo le causaba gracia y reía animosamente mientras la conversación fluía sobre casi cualquier tema, mientras las palabras salían de ambos y parecían no querer detenerse. Y no se detenían, fluían como los segundos, se movían como el sol que lentamente se ocultaba tras las montañas, tiñendo el cielo de un color naranja, de un color rosado, iluminando los rostros de dos personas que habían dejado de hablar para contemplar la escena juntos por primera vez después de tanto, de tantas cosas. Era la mejor vista que habían tenido en mucho tiempo, y el brillo en los ojos de ambos lo hacía aún más evidente. Ya no había palabras, ya no había ganas de irse, solo habían ganas de quedarse allí tendidos por algunas horas más, hasta que la noche llegara y las estrellas cubrieran el cielo, poniendo puntos blancos en el inmenso manto oscuro sobre sus cabezas. Un cielo despejado, las lluvias habían acabado y ahora, esporádicas, permitían este encuentro nocturno que en una fogata se calentaba, que con humo y más humo dejaba fluir las ideas, la risa, el baile en la mitad de la nada con cientos de reflectores, con millones de testigos que guardarían el secreto de quienes allí se encontraban, pidiendo deseos con las manos entrelazadas. Se quedarían dormidos, eventualmente, pero la realidad misma parecía no dar más señales que las necesarias para creerse capaz de mantenerse despierto toda la noche, hasta la siguiente salida del sol en la que un buen día sería la entrada al mundo de los sueños. O era esa la entrada, ese momento en el que se soñaba con los ojos abiertos, en el que las estrellas brillaban como nunca, como sus ojos, como lo que ese espacio temporal conformaba. La entrada a todo lo que siempre habían deseado estaba allí, ya no tenían que buscarla; ya no había nada que buscar en el cielo, pues todo estaba en la tierra.

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