Desde hace mucho tiempo me han
gustado los atardeceres. El color naranja y los tonos rosas que cubren las
nubes conforman una escena que no podría cansarme de ver, una escena que trae a
la memoria los recuerdos de todo lo que en una atmósfera similar sucedió, las
palabras que bajo aquellas luces naranjas fueron pronunciadas, las distancias
recorridas y las promesas hechas, todo antes del anochecer, todo antes de que
el día acabara y saliera la luna. El aire era más limpio, los edificios a los
costados todavía seguían intactos y las voces de las personas que por allí
caminaban colmaban de ruido el lugar. Ya no hay ruido, ya no hay voces, ya no
hay nada; todo un recuerdo, escombros sobre la tierra y fuego sobre pequeños
cúmulos de madera y basura, la realidad de los lugares que anteriormente
parecían llenos de vida. No puede recuperarse aquella realidad, pero la imagen
pintada por los atardeceres posteriores casi parece poner sobre los ladrillos
rotos una representación de lo que en otros años era un refugio, un hogar, un
lugar para crecer con el pasar de los días. Ese lugar era, sin duda, el mismo
para mucha personas que solo en el momento en que estaba allí entraban por esa
puerta; cientos de rostros que pudieron verse, cientos de sueños distintos,
cientos de objetivos a la espera de ser cumplidos. Y los propios, los propios
tenían su efecto al recordar la transformación, la regeneración, la
resurrección, el momento en el que todas las dudas desaparecían para guiar a
quien alguna vez estuvo perdido en un camino construido por sus propias manos.
Ya no había dudas, y era entonces cuando el atardecer aparecía en la ventana
reflejado contra el espejo, cuando parecía indicar que el siguiente paso sería
el más indicado mientras me disponía a salir de allí e ir a casa, a volver a cruzar
las mismas calles llenas de personas con los audífonos puestos; quizá trotando,
quizá trotando, tratando de alejarme o quizá solamente corriendo por mero
gusto, para darle un poco de aire a la cabeza y llegar lo más rápido posible.
La claridad del cielo había sido remplazada por la luz de las estrellas, que se
tomaban el cielo de izquierda a derecha, de arriba abajo; la media luna, los
edificios en la distancia con pequeños puntos de colores en sus costados, todo
parecía cambiar, como si el naranja hubiese sido solo un recuerdo, como si la
noche representara aquel renacer en el que se pensaba, como si la llegada del
cambio se hubiese dado con los ojos abiertos mientras se avanzaba. Algunas
cosas pueden ser así, simplemente espontaneas e intangibles, imperceptibles y
sin embargo tan reales, tan mágicas como la realidad lo permite. Se puede
renacer en cada atardecer, y recibir la noche con una conciencia tranquila;
haber dejado la basura atrás para dejarse guiar por las estrellas, haber dejado
el pasado atrás para levantarse y caminar de nuevo, para llegar a casa una vez
más.
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