Es sencillo navegar a través de los recuerdos como se navega
sobre las suaves olas del río, siguiendo la corriente rumbo a los rápidos y a
las cascadas, a las memorias nebulosas y borrosas que no han podido desaparecer
después de tanto tiempo. Se pasa por los rápidos sin dificultad, se cae por las
cascadas turbias para navegar nuevamente sobre aguas tranquilas, sobre aguas
claras y conocidas. Buenos tiempos, de soplos de viento al medio día secando
las gotas de sudor en la frente y en las mejillas por el calor; buenos tiempos
de paseos tranquilos después de un amanecer de olas y truenos. Estos han
desaparecido, la calma reina en todo el caudal mientras el calor sofocante es
reducido por la brisa, por la sombra de las palmeras en la orilla y la sombra
de las aves gigantes que bajo el sol y sobre la superficie vuelan. Sus alas se
agitan, pero esto no se escucha; el murmullo de las olas es lo único que se
percibe y pronto es remplazado por el chapoteo, por destellos en el aire; peces
saltando y salpicando por todas partes el agua dulce en la que nadan. Saltan,
nadan, saltan y vuelven a sumergirse definitivamente, a moverse junto a las
piedras en el fondo; piedras moldeadas a través del tiempo que brillan con los
rayos del sol iluminando el mundo submarino bajo la gruesa madera. El agua
cristalina permite ver las algas verdosas sobre las piedras, sobre la arena;
los recuerdos más recónditos perdidos en un lugar antes oscuro, hoy brillante,
se muestran como historias que invitan a ser leídas nuevamente. Y en efecto,
dan ganas de bajar, de perderse en el agua y llegar a sus hojas, a sus páginas
cargadas de emociones nostálgicas y confusas, pero fue ese el error que llevó a
ahogarse, a tambalearse y caerse en aguas desconocidas tiempo atrás; hay
puertas que no pueden volver a abrirse, hay caminos que no pueden volver a
recorrerse y aguas en las que es imposible nadar de nuevo. Sin embargo, puede
encontrarse la llave, puede re-pavimentarse el sendero y hasta puede aprenderse a
nadar, a dejar a un lado los prejuicios y las limitaciones en general; miedos
ilógicos, como chapotear con desespero en un charco pando, deben desaparecer y
lo hacen, lo hacen con cada centímetro recorrido bajo las aguas cristalinas. Se
ha dejado atrás la madera, se nada bajo las aguas sin respirar, respirando,
recordando con cada braceo y cada pataleo lo que en el fondo se quedó.
Se quedaron las sonrisas pasadas, los lápices rotos, la tinta seca y el cristal
opaco; se quedaron las notas olvidadas y personales, las palabras que jamás
fueron leídas por ojos distintos a los propios y los trazos marchitos en
lienzos polvorientos. Todo sumergido, todo olvidado, ahora flotando libremente
y elevándose a la superficie, sacudiéndose con las olas mientras se sale del
agua para tomar aire, para volver al bote y retomar el camino; no había nada
para traer de nuevo, pero que grato es ver el pasado sin miedo. Así, el camino
será ligero, sin equipaje estorboso para llevar a través del río, sin maletas
en las cuales guardar memorias. Todo se queda allí, en la inmediatez de la
orilla que se toca, antes de partir nuevamente al anochecer por el caudal transparente
rumbo al mar azulado.
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