domingo, 22 de enero de 2017

Días de antaño

Extrañaba las mañanas de domingo tranquilas, las mañanas para despertar en casa después de largas horas de sueño y no después de minutos eternos sumido en el sopor provocado por el humo y el sudor ajeno. Hasta el primer sonido que se escucha al despertar es tan diferente, hasta el sonido de los pájaros que cantan afuera de la ventana es tan diferente; con abrir los ojos en un escenario familiar, conocido, se tiene suficiente para pisar el suelo con seguridad y prepararse para un paseo ya planeado con anterioridad, cumplir una promesa no por obligación sino por simple gusto. Después de pasar revista entre los presentes, las mochilas de cuero se llenan con objetos de toda clase, se llenan con lo necesario para una aventura tan corta como la disponibilidad de tiempo lo permite. El deseo de recorrer la ciudad puede mover a muchos sin importan las obligaciones que se tengan, puede poner en el camino a viejos personajes de los que ya no se hablaba, viejos personajes que evocan recuerdos de cuando no se rodaba, de cuando solo se corría y se saltaba y se arrastraba por el suelo como niños. Otros tiempos, otros años, otros juegos en los que se trepaban los árboles para llegar a lo más alto y ver el mundo desde otra perspectiva, para ver las callejuelas coloridas desde un ángulo más alto entre el verdor y el rocío. Otros juegos en los que se corría a través de los callejones hasta muy tarde, hasta la madrugada si era posible, buscando en la oscuridad alguna voz conocida con la cual charlar, una voz conocida que siempre estaba allí para escuchar y aconsejar cuando la niebla parecía ocultar el camino en las mañanas. Eran otros tiempos, eran otros años; la pobre iluminación no daba un aspecto sombrío al lugar, daba alegría a un escenario triste, opacaba las penas perceptibles con un modesto brillo naranja proveniente de faroles elevados que se apagaban con los rayos del alba, que se encendían con los rayos del atardecer. Es este naranja el único que queda en la ciudad, aquel que viene del sol al despedirse. El nuevo alumbrado público en los parques y en las avenidas le da otro aspecto al áspero pavimento bajo sus focos, eliminando el recuerdo de aquellos días con el blanco de sus bombillas alargadas. No se necesita más ese recuerdo, en cualquier caso, de esos días se ha sacado todo el provecho posible y no tiene ningún sentido cargar latas vacías en los bolsillos. Ha de avanzarse sin tanto equipaje, ligero de peso por si se camina sobre arenas movedizas, ligero de peso por si se nada bajo aguas desconocidas. En cuanto se hayan sorteado todos los obstáculos, podrá disfrutarse de la vista, podrá cobrarse la recompensa prometida. Con los pedales moviéndose rápidamente y las piernas agotadas, llegar a la cima es en cualquier caso un premio secundario, la satisfacción de no detenerse ante el cansancio entendiendo que faltan pocos metros para acabar. Un cuadro en la distancia, sin nubes, sin humo y sin nada que opaque el cielo; el brillo se filtra a través de las ramas del árbol vecino, del árbol más alto de todos, dejando al descubierto sus hojas coloridas y sus ramas robustas, sus ramas frágiles que en lo alto se sacuden con la brisa. La luz cubre los edificios, todos ellos se encuentran teñidos de un naranja claro mientras el sol desciende y se oculta, mientras llega la noche y se van todas las sombras presentes. Con ellas se van las voces, con ellas se van todos; la soledad vuelve con el silencio y el calor desaparece, llega la noche, llega el fin de un paseo en el que se estuvo saltando entre tiempos, entre palabras del ayer y del hoy. El recuerdo del paseo de hoy no podría olvidarse, y quizá con los años se hablará de él como una anécdota; el día en que se rodaba bajo un cielo azul, tan azul como en los días de antaño.

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