domingo, 8 de enero de 2017

Imágenes borrosas

Con algunos segundos de silencio, las imágenes de la noche anterior comenzaban a tomar un poco de claridad, un poco de nitidez en comparación del momento en el que se vivían, en el momento en que eran solo sombras a través de las pestañas. Hablo de aquellas horas como si fuesen remotas cuando en realidad están o estuvieron a solo unas manecillas de distancia, a algunas vueltas del reloj en mi muñeca; fue en efecto un evento próximo que no abandonó la memoria, que solo se quedó a la espera de ser revelado con la mente un poco más despierta, con café negro y tonos claros. Así, frente a la mesa y con la luz del atardecer después de haber dormido y recuperado el control, las imágenes borrosas de rostros desconocidos comenzaban a tomar forma; las luces aturdidoras se desvanecían y el ruido, el ruido incesante que rebotaba contra las paredes desaparecía, era remplazado por la calma de mi habitación vacía. Las mesas, las sillas altas y bajas de madera y metal, el humo espeso que flotaba en el techo y se marchaba al llegar a las ventanas; todo tomaba claridad, como si se viviese nuevamente cada segundo sobre el tapizado rojo del sofá en el que me encontraba viendo figuras, parpadeos, destellos en la distancia nublada y apestosa. La luz de los reflectores semejaba a la luz de la luna, pero la ausencia de la pureza en la atmósfera hacía despertar del sueño en el que se caminaba bajo ella, bajo los árboles y lejos del estruendo de los parlantes en las paredes blancas y rojas. Algo diferente, es todo; una promesa rota para no dejarla en la repisa sino para simplemente enterrarla en lo más profundo, en lo más recóndito de la conciencia. Anécdotas para contar, situaciones que se pueden tachar de la lista para forjar una idea concreta, una decisión que no deje lugar a dudas, Ignoro el momento en el que cerré los ojos, pero recuerdo el abrirlos nuevamente y ver la misma escena que dejé al quedar dormido, como si solo se hubiese tratado de un parpadeo. Una hora, dos horas, tres horas en 15 o 20 segundos; las manecillas volando entre gritos y estruendos, entre botellas rotas y cigarrillos ajenos, entre filtros y un sueño pesado para volver un poco más vivo, más limpio y capaz de tener los ojos abiertos. No, simplemente no; el salir por el pasillo oscuro y volver a la calle, a tomar aire fresco de madrugada sin mirar al cielo y buscando en vano un ruido en particular, el ruido de las aves abriendo los ojos también, cantando también. Ausentes, allí y en las calles llenas de cemento y sueños ebrios; era en el sendero colmado de verdor oscuro donde podían encontrarse, ya fuera en los tonos oscuros de la madrugada o en los colores radiantes de la mañana, al mediodía. De un lado a otro, de rama en rama, el canto se escuchaba sin cesar y era ese sonido, esa combinación de notas, lo único que lograba mantenerme despierto; como no estarlo, si es cuando las aves despiertan el momento en el que la imaginación lo hace también, el momento en el que dormir es solamente una necesidad, más no lo que se desea hacer en realidad. Las imágenes, desde ese punto, no podrían descifrarse de ninguna forma. Un colchón blanco, el frío contacto de las sabanas y lo siguiente era caminar bajo las nubes, junto a las bicicletas coloridas que rodaban junto a mí mientras buscaba la mía, para ir a casa a dormir de verdad y no de paso. Ruedas, bocinas, aire y grasa en las cadenas de las maquinas aledañas, de las familias enteras que rodaban y se detenían por un poco de agua; todo borroso, todo oculto tras los lentes y luego tras el sueño, tras las cobijas cálidas en una tarde fría. Al final, después, es grato dejar algunos momentos así, en el cúmulo blanco y espeso de donde nacieron; no es necesario traerlos, simplemente saber que están allí, y que no desaparecerán, que se quedarán a diferencia de los malos recuerdos. Canciones, fotografías, más imágenes alegres que dejaron sonrisas marcadas; imágenes como estas y como otras que no podrían desaparecer al abrir los ojos mañana en la mañana.

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