viernes, 13 de enero de 2017

Recreando el ayer

Muchas de las cosas que suelo escribir son el realidad formas moldeadas de lo que sucedió, de lo que sucede. Nada más que lo conocido y aquello que se desea conocer para conformar una historia, pero para recrear algunas de ellas, para recrear los cuentos y las historias que se contaban en las largas caminatas de camino a casa, es necesario un poco más de tiempo, un poco más de aire; dejar que las marcas desaparezcan antes de exhibir un lienzo corroído como si se tratase de una obra de arte, como si el contacto con aquellas imágenes negruzcas e incoloras no causase estragos en la memoria. Líneas débiles y temblorosas conformando la pintura, conformando los recuerdos de noches ruidosas, de los paseos a toda velocidad para llegar a lugares recónditos dignos de llamarse infames, dignos de quienes a la media noche entraban sin dudarlo por la puerta de atrás sin haber sido invitados. Luna llena, muros de ladrillo, saltos y linternas para ubicarse en la oscuridad; un paseo clandestino del que se formaba parte solo por mera curiosidad, solo por ese gusto de probar cosas nuevas y terminar en un lío porque sí, ¿por qué no? En la mañana todo habrá pasado, con la luna todo se habrá ido. A ciegas, sin la conciencia como brújula, era sencillo perder el norte, perder el sur, perder el sentido de la orientación con los oídos desconectados; conectados a los audífonos con notas graves y vacías mientras se avanzaba a través de los contenedores, de las grandes repisas de metal que sostenían cientos de cajas de cartón. No se avanzaban por voluntad, las manos que guiaban el camino sostenían la linterna también, sostenían el único indicio de que no me estrellaría contra algo. Más linternas, más luces blancas iluminando las etiquetas que sostenían manos enguantadas, que sostenían rostros encapotados y cuyos ojos brillaban de codicia; un estrépito, metal cayendo, la alarma sonando de repente por un mal paso. La alerta, la fuga, todos salían por donde podían con las linternas apagadas, tratando de perderse entre los contenedores y luego entre la maleza que los había reunido. Se escuchaban gritos, voces de alerta que ordenaban detenerse. La música era lo único que se había detenido, y el portador de los audífonos estaba paralizado tras uno de los contenedores realmente perdido, como quien acaba de sentir el agua en el cuello cuando ni siquiera estaba nadando. Un rostro conocido, ahora desconocido, aparecía tras una de las cajas y con gritos trataba de moverme. Sus pequeñas manos me arrastraban, tirando de mis brazos con fuerza hasta que mis piernas reaccionaron y siguieron la estela por voluntad propia. Los oídos se encontraban aturdidos por el sonido del metal cayendo, por el sonido de la alarma rebotando contra las paredes. Era necesario salir, era necesario correr a ciegas en la oscuridad esquivando cualquier clase de obstáculo para escalar el muro y liberarse, volver al bosque y esconderse entre la maleza, esperar hasta la luz del sol si era necesario. Quienes habían entrado ya no estaban, solo quedaban quienes el día anterior prometían un paseo de madrugada, un paseo tranquilo bajo los estrellas. Días después, meses después, la alarma ya no sonaba en aquel lugar de metal y cristales rotos; la paz había vuelto al lugar de donde se había ido. No fue un paseo, pero lo sería ahora, para volver a donde todo había comenzado y decir de nuevo que en la mañana todo habrá pasado.

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