jueves, 19 de enero de 2017

Conciliación propia

La vista desde lo más alto de las montañas parece abarcar todas las calles, todas las casas, todos los rincones por los que cientos de historias laten a ritmos distintos. No pueden leerse todas ellas, pero hay algo de agradable en simplemente ojearlas, pasar las páginas rápidamente y ver nuevos rostros que quizá no volverán a verse, pasar por callejuelas estrechas en las que quizá no volverá a entrarse; oportunidades para conocer el mundo antes de cerrar los ojos al anochecer y aclarar así otro lugar del mapa mental que lentamente deja de parecer nebuloso, poder decir que estuve allí y que lo recuerdo como si fuera ayer pues fue hoy, solo hace unas horas, y mañana será un recuerdo más que una anécdota para anotar y lanzar por la ventana. Es ver lo que antes era solo una pintura, una parte de las fotografías en dirección al oriente, lo que llena y enorgullece; lo que permite tachar otra cosa de la lista intangible que se tiene en la cabeza y respirar tranquilo, satisfecho de ver la ciudad desde otra perspectiva y no solo dejar ir la imagen a la que se ha acostumbrado sino dejar ir todo, dejar ir la toxicidad en los pulmones con un suspiro profundo mientras sale, sale volando. Eso, en efecto, es escapar de la rutina, y la idea de hacerlo resalta como una luciérnaga en la oscuridad, cuando no se sabe qué hacer y se camina dando tumbos a través de los charcos. Con los ojos abiertos, lejos de voces pesimistas y marcadas a través del tiempo, es cuando la conciliación propia tiene lugar y puede decidirse sin dudar, sin vacilar en torno a cuestiones innecesarias. Nadie dijo que esto era rápido, claro; ni una hora, ni dos ni tres parecen suficientes para decidirse a volver, para decidirse a bajar de donde se está y regresar al suelo. Es allí, junto al verdor del bosque empinado, en donde la claridad existe realmente, en donde el silencio permite hallar el camino sin necesidad de usar los ojos, simplemente escuchando a las hojas de los árboles sacudirse, deleitándose con la melodía de las aves que en sus refugios cantan y vuelan, sobrevuelan los tejados y las cabezas de quienes caminan bajo el sol. Los observo, a las aves y a las personas, todas ellas volando mientras los segundos transcurren y las nubes en la lejanía avanzan, mientras la música no se detiene y parece abrir la mañana con las notas de otros días. El sonido de la alarma, la hora de partida que no recordaba y la necesidad de correr, de volver a tomar una ducha caliente que deje ir el sudor y el polvo, que deje ir el cansancio y las cenizas. Ropa limpia, agua fresca que refresca la garganta y aclara un poco la voz, antes ronca y distorsionada; la propia ahora se reconoce, la propia hace ahora eco en una habitación medio llena, medio vacía. Podría solo ir a dormir, pero aquel deseo escribir antes de hacerlo trae más que felicidad; trae un propósito, algo que llena más que cualquier otro recuerdo. Escribir sobre hoy, sobre el contacto con la madera de los árboles y las ramas de los nidos; escribir sobre el ahora, sobre el contacto de la almohada con la espalda y las ganas de aumentar el volumen de la música, las ganas de aumentar el volumen después de horas de silencio. Se estuvo a punto de caer de lleno contra el suelo, de chocar contra un muro de ladrillos construido por voces ajenas; se estuvo, ya no se está, ahora se está en casa y a salvo. No bastaba con dejar aquella experiencia en el olvido, con simplemente olvidar lo que alguna vez significó más que todo, más que nada. Una nota ahora, la última antes de que acabe el día, antes de que la luna desaparezca ante mis ojos. Las manecillas avanzan y no importa el tiempo, no importa el sueño, no importa nada; no basta con dar lo suficiente, en realidad una conciencia tranquila da un poco más de lo necesario.

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