viernes, 27 de enero de 2017

Para variar

Dentro de los tantos cambios venideros, todos ellos en pro de estar relativamente más tranquilo, se incluye lo que antes era tan agradable, eso de rodar mientras todos duermen. Se acabaron los recorridos después de las 12, se acabaron las largas horas pedaleando por calles vacías que permitían usar toda la calzada para avanzar rápidamente bajo los postes y los cables, bajo las estrellas y la luna. Minutos largos, fríos e inquietantes; la ciudad entera resguardada del viento que silbaba a través del metal de los edificios, del cristal de las ventanas y de la madera de los árboles. Sin ninguna protección ante el viento helado, este entraba en los oídos y congelaba las orejas, congelaba las mejillas, congelaba la nariz; hasta la respiración se volvía fría minuto a minuto. Antes de llegar a frenar el movimiento de alguna forma, el conjunto de todas estas sensaciones motivaba a acelerar un poco más para mitigarlas; solo unos kilómetros más, solo unos semáforos más para llegar al destino seguro, el fin de un corto recorrido que es corto por el simple deseo de llegar a casa en cuanto antes, sin más ganas de estar por ahí exponiendo el pellejo porque sí. No solo ante el frío, pues esto con una bebida caliente se va; el exponerlo a través de kilómetros solitarios es también un inconveniente, es incómodo recordar noches en las que una o dos figuras desconocidas que avanzaban por los costados obligaban a acelerar y a dejarlas atrás entre pedaleo y pedaleo; dejarlas en las sombras hasta la llegada del amanecer. Si bien el destino no es tampoco una burbuja impenetrable en donde nada puede pasar, al menos da la tranquilidad de que se está a salvo. Un escenario conocido será siempre mejor refugio que una tierra de nadie, una tierra vacía con luces intermitentes no se parece en nada al lugar en donde se quiere estar a esas horas. No más de eso, una rutina así no tiene ningún sentido y desgasta como ninguna otra cosa, acaba lentamente con los deseos fervorosos de despertar en la mañana a correr y a simplemente ver el sol. Después de paseos así, las mañanas se consumen en el sopor del cansancio, una historia que se repite con la llegada de la noche, nuevamente y otra vez más. Ha de escribirse una página nueva, en la que se llega temprano para variar y puede escribirse un poco antes de cerrar los ojos, la imaginación puede antes de cerrar el libro por una noche. Notas al azar en páginas olvidadas que nuevamente tienen un propósito, notas nebulosas que lentamente toman forma para luego salir por la ventana a caer en manos extrañas, en manos no tan extrañas o simplemente a perderse en la lluvia. Las que no se lanzan, las que se quedan en el cuaderno como si fuesen propias, contienen los esbozos de lo que se hará en el transcurso del día, como una lista a la espera de ser completada con las horas, con las risas y la buena compañía. Estando renovado, sin la sensación de que se estuvo en peligro por un momento, pueden ponerse los pies en el suelo firmemente y comenzar el día. Un paseo matutino, uno de una brisa menos fría que la de ayer, una con la compañía del sol que apenas sale y aclara el pavimento, se lleva la oscuridad de cada rincón que antes ocultaba un misterio. Todo es tan claro en la mañana, y esta mañana es claro que todas las piezas han encajado en su lugar, que ya puede respirarse en paz y decir de una vez por todas que no hay nada por hacer, que todo está hecho y que solo quedan días para que llegue el día soñado. Por fin, diría, pero es en realidad el comienzo de todo. Limpiar los rastros de un tropezón pasado no es sencillo, y no es lo que busco en cualquier caso; la hoja se arrancado, ya no se escribe con lápiz, lo que venga en la siguiente página será permanente.

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