Al principio, quizá solo hace unos días para ser más exacto,
el sinsabor después del éxito todavía existía, la ceguera ante el paisaje visto
desde la cima persistía y solo dejaba percibir la niebla, la oscuridad, las
nubes grises mientras para todos el sol brillaba y la brisa refrescaba las
tardes calurosas, mientras para nadie era un impedimento los árboles marchitos,
las hojas secas, la lluvia torrencial. Era esa la duda, el porqué de la
felicidad alrededor de un punto vacío, de un agujero negro que parecía absorber
los colores, la luz, la alegría esporádica que tan esporádicamente desaparecía
también sin dejar huella, como perdida en el tiempo. Solo en ese punto había
sombras, pues las estrellas continuaban flotando sin detenerse por tal anomalía
emocional y metafórica que tomaba lugar, incapaces o impedidas para ayudar en
esa situación; no se trataba de salvar a un ahogado, sino de ponerse de pie al
haber tropezado. Costaba trabajo, pues, quitarse la venda y ver lo evidente;
aquello que saltaba a la vista debía dejar de ser una imagen nebulosa y era el
pañuelo sobre los ojos lo que lo impedía, lo que mostraba bordados confusos de
realidades desastrosas que se quedaban adentro, muy adentro de la memoria para
salta de vez en cuando y turbar la poca paz que en las noches podía tenerse.
Insomnio, suficiente de ello, suficiente de las horas sobre la almohada blanca,
suficiente de darle la vuelta cada momento en el que se despierte después de
una pesadilla. Un tirón, dos tirones a la delgada tela colorida que aflojaban
los nudos, que liberaban un poco de la presión y aclaraban lo que antes era
oscuro. Para cuando los nudos se soltaron por completo, dejando al descubierto
el mundo tras el pañuelo, las situaciones en general parecieron tomar una mejor
cara, como si la representación tangible de lo que antes era nebuloso llenara
los ojos, llenara el alma. No más sombras grises, solo nubes blancas y grises y
negras, solo rayos naranjas, solo estrellas blancas y noches de luna amarilla,
volverse amigo de escenas como aquellas. La sensación, sin embargo, era similar
a la de poner los pies en la superficie del agua antes de atreverse a saltar
completamente, a sumergirse en el frío helado o en el calor adormecedor; miedo,
duda, sensaciones y emociones insignificantes que desaparecían con los días
mientras la idea de que las cosas iban bien se volvía más fuerte, instalándose como
múltiples señales en el camino que invitaban a seguirlo hasta el final, ese que
se veía y se ve tan remoto, tan distante y alejado de quien ahora camina. La
duda, entonces, la pregunta se respondía casi por sí sola, al simplemente
despertar en la mañana y ver los rayos del sol entre las nubes grises, un
motivo para sonreír dentro de tanta locura.
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