sábado, 7 de enero de 2017

Pañuelo

Al principio, quizá solo hace unos días para ser más exacto, el sinsabor después del éxito todavía existía, la ceguera ante el paisaje visto desde la cima persistía y solo dejaba percibir la niebla, la oscuridad, las nubes grises mientras para todos el sol brillaba y la brisa refrescaba las tardes calurosas, mientras para nadie era un impedimento los árboles marchitos, las hojas secas, la lluvia torrencial. Era esa la duda, el porqué de la felicidad alrededor de un punto vacío, de un agujero negro que parecía absorber los colores, la luz, la alegría esporádica que tan esporádicamente desaparecía también sin dejar huella, como perdida en el tiempo. Solo en ese punto había sombras, pues las estrellas continuaban flotando sin detenerse por tal anomalía emocional y metafórica que tomaba lugar, incapaces o impedidas para ayudar en esa situación; no se trataba de salvar a un ahogado, sino de ponerse de pie al haber tropezado. Costaba trabajo, pues, quitarse la venda y ver lo evidente; aquello que saltaba a la vista debía dejar de ser una imagen nebulosa y era el pañuelo sobre los ojos lo que lo impedía, lo que mostraba bordados confusos de realidades desastrosas que se quedaban adentro, muy adentro de la memoria para salta de vez en cuando y turbar la poca paz que en las noches podía tenerse. Insomnio, suficiente de ello, suficiente de las horas sobre la almohada blanca, suficiente de darle la vuelta cada momento en el que se despierte después de una pesadilla. Un tirón, dos tirones a la delgada tela colorida que aflojaban los nudos, que liberaban un poco de la presión y aclaraban lo que antes era oscuro. Para cuando los nudos se soltaron por completo, dejando al descubierto el mundo tras el pañuelo, las situaciones en general parecieron tomar una mejor cara, como si la representación tangible de lo que antes era nebuloso llenara los ojos, llenara el alma. No más sombras grises, solo nubes blancas y grises y negras, solo rayos naranjas, solo estrellas blancas y noches de luna amarilla, volverse amigo de escenas como aquellas. La sensación, sin embargo, era similar a la de poner los pies en la superficie del agua antes de atreverse a saltar completamente, a sumergirse en el frío helado o en el calor adormecedor; miedo, duda, sensaciones y emociones insignificantes que desaparecían con los días mientras la idea de que las cosas iban bien se volvía más fuerte, instalándose como múltiples señales en el camino que invitaban a seguirlo hasta el final, ese que se veía y se ve tan remoto, tan distante y alejado de quien ahora camina. La duda, entonces, la pregunta se respondía casi por sí sola, al simplemente despertar en la mañana y ver los rayos del sol entre las nubes grises, un motivo para sonreír dentro de tanta locura.

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