jueves, 12 de enero de 2017

Faroles de madrugada

Fueron quizá los primeros rayos en la mañana los que se encargaron de forjar las vigas que sostenían una sola idea, una buena idea, aquella de perderse en las hojas cubiertas de rocío y del olor a madrugada. Pan caliente, brisa fría, todo tan renovado y tan fresco como si el pasar de las horas hiciese magia, como si el pasar de la noche cumpliese sueños. El verdor llamaba, invitaba a detenerse sin dudarlo y formar parte de la mañana tranquila que tomaba lugar. Era tentador, la paz del momento era una oferta difícil de rechazar y pronto los frenos reducían la velocidad, pronto se caminaba sobre hojas secas que crujían. Por fin sin autos llenando la montaña, por fin sin nubes en el cielo, la realidad misma pintaba su mejor retrato después de una noche pasada por agua; no se esperaba un cielo despejado, uno que dejase ver los rastros de la luna. Un buen día para estar despierto tan lejos de casa, un buen día para ver la ciudad pasar desde otro ángulo y sorprenderse no con la monotonía de aquellas desiertas, sino con el camino trazado que ya ha pasado por la luz naranja del atardecer, por los tonos tenues de los faroles en la madrugada que señalaban la ruta, que señalaban los límites tolerables dentro de una zona desconocida; escenario de todo, tierra de nadie. Hacía falta la soledad, hacía falta el silencio con la luz del sol y no solo en la escena lúgubre de la media noche. ¿Para qué motores? ¿Para qué bocinas estrepitosas que inundan cada rincón? Hacía falta una pausa, hacía falta bajar el volumen a todo que no fuese las melodías con sabor a buenos momentos, con sabor a los días en los que se escucharon por primera vez. Tan armoniosos aquellos días, tan armoniosos ahora después de la tormenta; el caos es tan necesario y tan repentino que llega en cualquier momento como una sacudida para derrumbar la estupidez nacida con los días, para desmoronar los castillos de arena en los que se refugian reyes falsos que se ahogan con la lluvia. Cuando todo ha quedado despejado, reducido a lo que originalmente era, las vigas reaparecen; surgen de la arena y de la tierra para reconstruir lo que originalmente era un buen día, lo que originalmente era la sensación de estar despierto. Despiertan los sentidos, las viejas costumbres perdidas entre la multitud; despiertan los dedos dormidos y congelados para recobrar el calor y el color; pálidos, tibios, luego emanando el calor de siempre, luego guiando la pluma nuevamente. Apenas se acaba el día, solo unos minutos más para que se acabe la tinta y descansar sin las palabras contenidas a través del cristal.

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